Una mañana de julio, el silencio repetitivo de las calles que visito a diario en mi recorrido mecánico por la cotidianidad se vio de repente interrumpido. Un chistido tan sutil que podría haberse confundido con el susurrar tranquilo de las hojas en otoño se atrevió a romper con el ir y venir de mis pensamientos: «Chist, te estamos hablando a vos. Chist, acá arriba». Sin más remedio que contestar a tan imperiosa súplica, levanté la mirada y me encontré con una multitud de luciérnagas en forma de foco de luz que me observaban con el brillo de la esperanza en los ojos.
En el ya no tan silencioso ni tan repetitivo devenir de aquella mañana, me contaron la triste paradoja en que quedaron atrapadas, conformada en la misma contradicción de las jaulas que pretendían definirse como liberalidad estructurada. ¿Es que no es un oxímoron en sí mismo? ¿Existe acaso estructura en la libertad, en el fluir tumultuoso de un río, en el silbar del viento en las tardes de agosto, en la danza independiente de las abejas?
Desde aquel encarcelamiento que procuraba encubrir su naturaleza restrictiva en el camuflaje del cielo abierto, aquellas luces me confiaron el secreto mismo de su angustia provocada por unos transeúntes que, durante mucho tiempo, desoyeron aquellas súplicas que significaban la esencia misma de su ser. Entre el chirrido de las bocinas, la humareda contaminante de las maquinarias y el malhumor de un sueldo mal pagado, la plegaria frágil pero constante de las luces que solo buscaban recuperar aquella libertad en algún momento tan cotidiana, quedaba extinguida bajo el peso del ruido demoledor de las calles transitadas de la ciudad.
Muy a mi pesar, me reconocí a mí misma en aquellos caminantes que recorrían su propia existencia en ese estado de adormecimiento paralizante que surge como resultado natural de una vida privada de consciencia. Me vi desde su mirada, desde la mirada de un encarcelamiento que contempla a otro, quizá más disfrazado pero no por eso menos real. Y en ese mismo momento, comprendí su aflicción, que no era más que un reflejo distorsionado de mi propia realidad.
Al terminar su trágico relato, decidí acercarme lentamente y, sin que nadie me viera, logré cortar las ataduras que las mantenían ligadas a su encierro. El titilar frenético de sus destellos fue la mejor forma de un agradecimiento tan genuino que me encandiló en contraste con la luz opaca y artificial de los focos eléctricos a los que estoy tan acostumbrada. Hasta el día de hoy, miro ese pedazo del cielo al pasar y saludo al recuerdo de aquellas luces invisibles que finalmente lograron encontrar su libertad en el encierro. Y sé que, donde sea que estén, me devuelven el gesto en forma de sonrisa camuflada.