(Conferencia dictada el 20 de Agosto de 2016 en la Casa del Escritor de Rafaela, Santa Fé, Argentina)
Hay en nuestro tiempo un tipo de equívoco lingüístico que nadie que tenga celular no ha padecido alguna vez, y es el que producen los correctores ortográficos, que muchas veces, aunque parezca un problema menor sin mucha importancia, puede llevar a grandes confusiones. En mi caso, podría contar muchos, pero voy a referir uno que me ocurrió en la misma época en la que había sido generosamente invitado a dar esta conferencia. Hacía unos meses que estaba escribiendo con un amigo un artículo sobre el escritor cordobés Jorge Barón Biza. Muchas veces discutíamos los pormenores del artículo por uasap, pero mi autocorrector , cada vez que ponía Jorge Barón Biza, que se escribe con dos b largas, lo tomaba como un error y corregía “ Jorge, el varón en Ibiza”, varón, con v corta, y en Ibiza, la isla española del mediterráneo. Por más que intentara cambiarlo y corregirlo, la aplicación del celular se empecinaba en cambiar el nombre de Jorge Barón Biza y dejar, como si fuera el apodo de un personaje de telenovela: “Jorge, el varón en Ibiza”. Quería contar esta anécdota, este equívoco, porque cuando me detuve a analizarlo, me llevó a pensar en dos motivos de la obra de Sarmiento. En primer lugar, en su faceta de pedagogo y educador, ya que en su ensayo Memoria sobre ortografía americana, de 1843, nuestro ex presidente propone que, para facilitar la enseñanza del castellano, se debía eliminar la diferencia entre las letras v y b, de manera que no habría manera de diferenciar, por ejemplo, en la escritura de “varón” con v corta que significa “hombre” de la de “barón” con b larga que es un título nobiliario y que también está en el apellido de Jorge Barón Biza, y que mi corrector prefería rebautizar como “Jorge, el varón en Ibiza”. El segundo motivo que me llevó a pensar en Sarmiento, tal vez el más problemático, y el que da pie a esta conferencia, es qué lugar ocupa uno de los grandes temas de nuestro tiempo, la tecnología, en su ya legendaria oposición entre civilización y barbarie, ya que una aplicación como un corrector ortográfico de celular, que indudablemente Sarmiento hubiera colocado del lado de lo civilizado, y que supuestamente fue diseñado para solucionar problemas de escritura, produce de manera inevitable y paradójica lo contrario de lo que quiere afirmar: la barbarie y el error.
Esta ambigüedad paradójica de la tecnología, lugar de fricción entre la civilización y la barbarie, no me parece un tema menor, ya que creo que es el problema mismo con el que nace nuestra literatura. La literatura argentina, en efecto, nace en el marco del proyecto civilizatorio de construir un país agroexportador, proyecto en el que, podríamos decir, fundamentalmente cuatro dispositivos tecnológicos novedosos para la época ocuparon un lugar decisivo: el fusil Rémington Patria, el telégrafo, el alambre de púas y la picana. En cuanto al Rémington, las fuentes divergen sobre si su introductor fue Sarmiento o el general entrerriano Ricardo López Jordán, pero lo cierto es que la importación en 1879 de más de 75.000 fusiles revolucionó por completo las posibilidades del arte militar y el desenlace del conflicto con los indios. Previo al Rémington, el Ejército Argentino usaba el fusil a chispa o de pistón, que contaba con un solo disparo de corto alcance, sumado al defecto de que producía una enorme cantidad de humo en el momento de su disparo. Esto permitía a los indios identificar al tirador y matarlo, hecho a partir del cual se acuñó y popularizó la locución verbal que todavía hoy se utiliza “írsele al humo” a alguien. El Rémington, en cambio, podía practicar 6 tiros por minuto en un rango de mil metros, mejora técnica que volvió la pelea contra el indio completamente desigual. A esto se sumaba, además, la logística y la comunicación que facilitaba el telégrafo entre los distintos regimientos.
Publicidad de E. Remington & Sons. de 1879 del fusil Rémington Patria, también conocido en Argentina como «El Mata Indios».
Terminada entonces de manera exitosa la Campaña del Desierto gracias al Rémington y al telégrafo, eliminado el enemigo y su manera móvil y nómade de existencia, se precisaba, en el marco de este proyecto civilizatorio agroexportador con el que nacía nuestra literatura, cercar las nuevas extensiones vacías de tierra para convertirlas en propiedades privadas y en recursos útiles. Esta necesidad fue contemporánea a la invención en el Oeste norteamericano del alambre de púas. La enorme extensión ganada a los indios precisó que, entre 1878 y 1904, Argentina se volviera el mayor importador del mundo de alambre de púas, comprando la increíble suma de 1800 millones de kilos, cantidad que hubiera alcanzado, calcula Noel Sbarra en su Historia del alambrado en Argentina[1], para alambrar 140 veces todo el perímetro del país y 47 veces la circunferencia del Planeta Tierra.
Aviso de la fábrica de alambre de púas Creusot aparecida en el «Periódico del Estanciero», Octubre de 1882.
Es notable que, al mismo tiempo que la literatura creaba la figura del gaucho y exaltaba su cabalgar indefinido por la llanura, el alambre de púas terminaba para siempre con esta forma de existencia. En Las víboras, una obra de teatro de 1916 del dramaturgo Rodolfo González Pacheco, un gaucho se lamenta:
“¡Qué curioso! Un alambre, un hilo ¡un hilo! Ha bastado un hilo de alambre para matar el lirismo de esta tierra ¿No le parece a usted, Padre, que ahora el gaucho tiene la tristeza de un bicho enjaulado?”
Paisano arreglando el alambrado, 1961, dibujo de Eleodoro Marenco.
Pero un hecho que no ha sido todavía debidamente estudiado es de qué manera el alambre de púas afectó al otro bicho enjaulado de la pampa que fue el ganado vacuno. Se sabe que las vacas, como los gatos, tienen la costumbre de restregarse contra las cosas. Un comunicado de la Sociedad Rural de 1880 afirma que “el alambre de púas es el medio más seguro y económico de mantener los cercos en buen estado, pues acostumbra a los ganados a respetarlos, quitándoseles el hábito de restregarse contra ellos”. Pero la realidad fue que las vacas, ignorando el daño que les producían las púas del alambre, se frotaban contra ellas. Esto dañaba sus cueros y producía pérdidas millonarias, además de que las lastimaduras se infectaban y llenaban de gusanos. Las vacas, si llegaban con su lengua a la herida, intentaban limpiarla a lengüetazos, hecho que hacía brotar gusanos de sus bocas y de sus encías. Proliferaron en esa época los odontólogos de vacas, y quedan algunos testimonios de peones que, como no había ninguna medicina para este mal endémico, debían meter la mano en la boca de las vacas y sacar kilos y kilos de gusanos. La solución que encontraron los chacareros a este problema, ya entrado el siglo XX, fue la introducción de la picana eléctrica, que disciplinaba y controlaba el movimiento del ganado.
Tenemos entonces acá los cuatro dispositivos tecnológicos, los cuatro pilares de la civilización que fundaron el programa político y económico de nuestro país, y que a su vez ocasionaron los crímenes más cruentos de nuestra historia. Si el fusil Rémington Patria y el telégrafo perpetraron de manera inmediata el genocidio indígena, hubo que esperar 100 años para que el alambre de púas y la picana eléctrica replicaran el modelo de la matanza de vacas en la desaparición y tortura de más de 30000 personas.
Nuestra literatura entonces nace y es recorrida por este nudo problemático, la idea de que la tecnología es la frontera entre la civilización y la barbarie, su punto exacto de unión, de fricción y de cruce. Diríamos que, paradójicamente, la tecnología está más cerca del indio que del blanco, ya que es nómade, no se deja encasillar ni como civilizada ni como bárbara, y al mismo tiempo es ambas. Parafraseando a Goya, la tecnología nos permite afirmar que el sueño de la civilización engendra barbarie.
Este tema, el progreso tecnológico como degradación de la vida, es también el núcleo del género literario llamado cyberpunk. Y hay que decir que la literatura argentina nace entonces con dos motivos típicos del cyberpunk: por un lado, el de la distopía, expresado en la descripción geográfica de la pampa como un “desierto”, una vasta llanura post-apocalíptica en la que no hay nada ni nadie, la cual Martínez Estrada define incierta, vaporosa, yerma, un páramo en el que sólo florecen el peligro y la muerte, que sólo despierta la tristeza y la angustia, y que no puede ser el hogar de nada ni de nadie. Por otro lado, está el motivo cyberpunk del androide, expresado en las figuras del “indio” y del “gaucho”, criaturas que valen menos que un humano, y cuyo asesinato no constituye un homicidio. Estos androides nómades son la alteridad radical que habita el “desierto”, improductivos en un sentido económico; racialmente diferentes en un sentido científico, abyectos en términos estéticos. El teórico marxista Fredric Jameson afirma que la noción de distopía habla menos sobre el futuro de una sociedad que sobre los modos de producción económicos del presente[2]. En ese sentido, de acuerdo al proyecto civilizatorio agroexportador, la forma en la que los indios y los gauchos habitaban la tierra era una pesadilla horripilante, un desperdicio inconcebible de esas vastas llanuras. Donde mejor se ve esto, creo, es en la descripción que hace Sarmiento del gaucho malo. El gaucho malo, cuenta Sarmiento, si tiene hambre y está tentado de comer lengua de vaca, se roba una vaca, le corta la lengua, se la come, y deja que el resto de la vaca se muera desangrada y se pudra. Esto, en una lógica capitalista en la que se aprovechan hasta las flatulencias de la vaca para producir gas butano, es un escándalo, un desperdicio inadmisible.
La noción de “distopía” atraviesa toda la literatura argentina, y está íntimamente ligada a la idea de lo intraducible, del miedo que produce un código o un mensaje que no se puede entender, y que inspira inmediatamente la paranoia y la sospecha. El primer y famoso ejemplo es la inscripción que Sarmiento deja en francés en las piedras del zonda: “on ne tue point les idées”, y que los federales, que ignoraban el francés, toman por un complejo jeroglífico que esconde un plan maquiavélico contra Rosas. No sería irrelevante recordar aquí que en griego “bárbaros” significa “el que no sabe un idioma, el que no lo puede entender ni hablar”.
Piedra de los baños del Zonda, San Juan, en la que Sarmiento habría inscrito la frase-jeroglífico «on ne tue point les idées».
Con la masiva llegada a Buenos Aires en el siglo XX de los inmigrantes que Lugones llamó “plebe ultramarina”, este problema retorna: ¿qué traman contra nosotros esos rusos, esos italianos, qué siniestro plan se esconde tras esa jerga incomprensible que malignamente balbucean? Donde mejor se ve la conexión de la paranoia con la noción de distopía es en Los Siete Locos y Los Lanzallamas. Básicamente, estas novelas proponen la sospecha paranoica de que no podemos estar seguros de que, en este momento, en una casona cualquiera del conurbano bonaerense, un grupete de inmigrantes no esté planeando un atentado contra civiles inocentes (recordemos que el Rufián Melancólico es alemán, que Bromberg es ruso, y que el Astrólogo y Remo Erdosain descendían de italianos). El dispositivo tecnológico que en este caso enlaza a la civilización con la barbarie es el fosgeno, gas tóxico inventado por un químico inglés en 1817 como pesticida, y que Remo Erdosain planea usar para matar la mayor cantidad de civiles de la manera más económica y efectiva posible. El móvil de esta matanza que planean Los siete locos es debilitar al gobierno, derrocarlo, y fundar una nueva sociedad, cuyo carácter distópico resulta bastante claro: un sistema de gobierno que sentaría las bases de su economía en la prostitución de mujeres y de niños. Si retomamos la idea de Jameson de que las distopías hablan menos sobre el futuro que sobre los modos de producción económicos del presente, podríamos pensar que la propuesta antiutópica de los siete locos es que no hay ninguna diferencia entre la explotación encarnizada que sufren los peones, los obreros, los oficinistas, y el trabajo diario de una prostituta. Terminemos con los eufemismos y las metáforas, diría el Astrólogo: el capital nos coje a todos por igual, y ninguna alternativa a este sistema abolirá jamás ni el embrutecimiento del trabajo ni la explotación del hombre por el hombre. En esta propuesta antiutópica de Los Siete Locos se anticipa por 50 años la caída del Muro de Berlín, la muerte de las ideologías y el fin de la historia. Los Siete Locos y Los Lanzallamas abren así una línea de distopía paranoica en la que se inscriben muchas de las mayores novelas de nuestra literatura. Un notable ejemplo, aún no debidamente reconocido, es Tadeys, de Osvaldo Lamborghini. En esta novela póstuma se retrata un régimen despótico-sádico en el que la economía, en vez de basarse en la exportación de carne de vaca, se basa en la exportación de carne de Tadey, un extraño simio que sólo habita en una región del vasto imperio en el que transcurre la historia. El tadey cifra por un lado el tema de la prostitución de Los Siete Locos, ya que el inmenso tamaño de sus genitales hace que turistas de todo el mundo contraten sus servicios sexuales, y a su vez, el tadey encarna la idea del androide como cuerpo cuyo asesinato o explotación no constituye un crimen, un cuerpo no-humano que cifra al gaucho, al indio, y podríamos agregar también al cabecita negra y al desaparecido. El tadey es el sueño del capitalismo, es la idea de mercancía pura, un animal que sólo sirve para ser comido o cojido, y nada más. Otro núcleo cyberpunk presente en Tadeys y que emana de todas las novelas distópicas herederas de Los Lanzallamas y Los Siete Locos es la cuestión de la política como delirio, la idea de que la política argentina es tan bizarra e impredecible que basta describirla sin agregados para componer una historia de alto tenor surrealista. Esto se ve también en las novelas de César Aira de la década del 90, tal vez las más interesantes de todas. En Embalse, por ejemplo, una liebre mutante hace que la Argentina se vuelva una provincia de la Unión Soviética; en La guerra de los gimnasios se desata la primera guerra mundial de gimnasios dentro de una villa miseria; en El congreso de literatura, un científico loco quiere clonar al escritor mejicano Carlos Fuentes para conquistar el mundo. Pero no me parece irrelevante rastrear el origen de esta línea distópica delirante en un libro, nuevamente, de Sarmiento, de 1850, titulado Argirópolis. Allí nuestro ex presidente propone entregar la Patagonia y el Norte a los indios y fundar junto a Uruguay y Paraguay un nuevo país, que habría de llevar el sugestivo nombre de “Estados Unidos de Sudamérica”. Sarmiento además imagina que la capital de Estados Unidos de Sudamérica debiera ser la Isla Martín García, a partir del dudoso razonamiento de que, como esa isla está surcada como Venecia de riachos y lagos, por similitud geográfica nos pareceríamos en idiosincrasia a los venecianos. Fantasea en Argirópolis lo siguiente:
“¡Qué cambio en las ideas y las costumbres, si en lugar de caballos fuesen necesarios botes para pasearse los jóvenes; si en vez de domar potros el pueblo tuviese allí que someter con el remo olas alborotadas; si en lugar de paja y tierra para improvisarse una cabaña se viese obligado a cortar escuadra el granito! El pueblo educado en esta escuela sería una pepinera de navegantes intrépidos, de industriales laboriosos, de hombres desenvueltos y familiarizados con todos los usos y medios de acción que hacen a los norteamericanos tan superiores a los pueblos del Sur!.”
En celeste, mapa de los Estados Unidos del Plata, país que pretendía fundar Sarmiento, con capital en la Isla Martín García, rebautizada como «Argirópolis.
Uno a primera vista diría que frente a este esbozo de programa político, que increíblemente Sarmiento propuso con toda la seriedad del mundo (recordemos que, pocos años después, llegaría a ser presidente), los delirios de Aira, Arlt, Copi, Laiseca o Lamborghini parecen una pueril broma escolar. Pero la realidad es que Argirópolis, de manera restrospectiva, funda la línea cyberpunk en la que todos esos autores se inscriben, la de la imaginación distópica, la del delirio de la política y la de la política del delirio, que se continúa en Los Siete Locos, en Los Lanzallamas, en La Internacional Argentina, en Los Sorias, en Tadeys y también en Borges, autor del que ahora pasaré a hablar.
Borges es uno de los más interesantes epígonos de Arlt, y uno de los autores que mejor modula en el siglo veinte el problema de la tecnología como punto de cruce entre la civilización y la barbarie. Su originalidad fue haber convertido el binomio “civilización-barbarie”, al parecer en principio excesivamente provinciano o demasiado circunscrito al ámbito latinoamericano, en una cuestión universal. Borges reelabora este problema a partir de la crítica al sueño de la Ilustración Europea de sistematizar el conocimiento humano en una totalidad, sea una enciclopedia o un lenguaje filosófico, ya que toda taxonomía, por más perfecta que parezca, conduce inevitablemente a baches, a ambigüedades, a paradojas irresolubles y a la revelación de que la totalidad sólo es gobernada por el azar y el caos. Ejemplos de dispositivos tecnológicos de este tipo da varios, como la máquina de pensar de Raimundo Lullio, un enorme disco de anillos concéntricos que, mediante la “aplicación metódica del azar”, sería capaz de responder por combinatoria a cualquier pregunta, pero que en la práctica engendra una incontrolable cantidad de enunciados incomprensibles, absurdos, tautológicos. La gloria es gloriosamente gloriosa; la verdad es verdaderamente verdadera; la bondad es bondadosamente buena. El cuento La Biblioteca de Babel es la versión pesadillesca de esta máquina, la historia distópica de un depósito colosal que alberga por combinatoria alfabético-matemática todos los libros infinitamente posibles. Cualquier manotazo caótico de un bebé en un teclado ya es una cita textual de un libro de la biblioteca de Babel. En este cuento reaparece entonces la cuestión del jeroglífico que ya habíamos comentado en las inscripciones de Sarmiento en las piedras del Zonda, ya que si la biblioteca contiene millones de volúmenes completamente ilegibles, no estamos a salvo de la sospecha paranoica de que alguno de ellos encripte bajo una escritura secreta un programa político de subversión. Este tipo de sospecha distópica, heredada de Arlt, se repite permanentemente en Borges, y tiene su arquetipo en la enciclopedia, dispositivo tecnológico que, al conferir un orden a la totalidad del universo, despierta la sospecha de que haya excluido algo, siempre con fines siniestros, y sin que nunca podamos descubrirlo. El cuento que mejor expresa este problema es Tlon, Uqbar, Orbis Tertius. Toda la intriga parte de un artículo de enciclopedia que falta en el tomo XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia, el de Ukbar. A raíz de esa arbitraria ausencia que es su arbitrario agregado en otra edición apócrifa, se detona la sospecha distópica de la existencia de una “sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras” que urde un universo paralelo con sus propias reglas cósmicas y físicas. En la idea del comité delirante que planea una especie de antiutopía absurda, ( que el narrador evalúa no menos inverosímil que el comunismo o que el nazismo[3]), volvemos a reconocer los ecos de la influencia decisiva y no siempre reconocida de Los Siete Locos en la obra borgeana. Y también volvemos a advertir el tópico del jeroglífico, ya que esta sociedad inventa nuevos idiomas con los que escribe nuevas enciclopedias y con los que quizá proponga, no tenemos forma de saberlo, porque son indescifrables, manifiestos subversivos contra nuestros regímenes políticos. Esta sospecha de una conspiración se viene a confirmar cuando el narrador encuentra cerca del río Tacuarembó un inconcebible objeto de Tlön.
La lotería en Babilonia es tal vez el cuento más cyberpunk de Borges: una inquietante multinacional llamada “la Compañía” controla hasta el último pormenor de la vida de sus súbditos mediante la aplicación metódica del azar, el sistema más igualitario posible y al mismo tiempo el más siniestro y arbitrario de todos. El dispositivo tecnológico de la lotería hace de puente entre civilización y barbarie, ya que la perfectamente planificada ausencia de errores y caprichos humanos en este sistema de gobierno al mismo tiempo permite que una persona puede ser asesinada sólo por el dictamen de una bolilla de lotería. El cuento no es avaro en homenajes a las dos fuentes que lo inspiran: hay en Babilonia una letrina sagrada llamada “Qaphqa”, y los agentes de la Compañía son astrólogos, oficio que también practica el líder de la sociedad secreta de las novelas de Roberto Arlt[4]. La conexión con el motivo de la política argentina como un delirio impredecible que tanto se repite en las distopías de nuestra literatura se sugiere en una de las más famosas frases del narrador, que dice: “Soy de un país vertiginoso, donde la lotería es parte principal de la realidad”.
Para terminar con Borges, quisiera recordar una conversación en homenaje a 30 años de su muerte que armó el Ministerio de Cultura entre Beatriz Sarlo y una booktuber llamada Juli Ferraro. Esta charla fue un paradigmático ejemplo de dos formas de entender nuestra literatura. Una vetusta, plomiza, canonizada hace décadas por una academia que la sigue reproduciendo acríticamente en papers y en cátedras universitarias, y otra que en su ingenua jovialidad la cuestiona y conecta con los problemas del presente. Dice en la entrevista la booktuber, que no tendría más de 17 años, que el aleph es un “aparatito”. Sarlo, horrorizada y con tono paternalista, le responde, como si fuera la representante en la tierra del sentido oficial de la obra de Borges, que el aleph no es un aparatito, que el Dios del que ella es Sumo Pontífice jamás pensó el aleph como un aparatito[5], y que Borges, en suma, no es un autor de ciencia ficción. A pesar de la advertencia de Sarlo, sin embargo, la filiación que la booktuber propone para Borges está en consonancia con las lecturas que en otros países, menos asfixiados por la sombra marmórea de tenerlo por padre fundador de su literatura, vienen haciendo. Recordemos, por poner unos pocos ejemplos, que en el 2007 salió en Estados Unidos una edición conmemorativa de su más famosa antología de cuentos en inglés, Labyrinths, con prólogo del escritor cyberpunk estadounidense más emblemático, William Gibson, y que este mismo año, 2016, el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius recibió el Premio Hugo honorífico, una especie de Premio Nobel de la ciencia ficción. En esta misma línea, el genial escritor chileno Sergio Meier compuso un homenaje steampunk a Borges en su novela La segunda enciclopedia de Tlön. Pese a la dogmática terquedad de Sarlo, entonces, la consideración del aleph como un aparatito no podría ser más pertinente, y nos interesa en el marco de este ensayo no sólo porque, en su forma diminutiva, es síntoma del íntimo vínculo afectivo que prácticamente todos entablamos con nuestros dispositivos de uso cotidiano, sino porque conecta a Borges con el tema más importante de nuestra literatura, el de la tecnología como frontera, punto de fricción y de cruce. Y en efecto el aleph es un aparatito que nos muestra que la reunión del todo, sueño de la civilizada Ilustración, sólo puede hacerse en un punto de caos, que a su vez se incluye a sí mismo en una regresión al infinito. Esta misma paradoja aparece en todos los aparatitos de la obra borgeana, el aparatito enciclopedia, el aparatito biblioteca, el aparatito máquina de pensar, el aparatito lotería, todos aparatitos que son la frontera y el cruce entre la civilización y la barbarie, ya que el máximo intento de orden, piensa Borges, engendra el máximo caos, sea este filosófico, gnoseológico o político.
La historia de la literatura argentina es entonces una historia de la modulación de este problema, el de la tecnología como cruce de la civilización y la barbarie. Y la pregunta que inmediatamente este problema nos propone es cómo debe ser reactualizado en una época en la que como nunca antes en la historia de la humanidad se hizo una apología tan grande de los avances tecnológicos, y en la que como nunca antes, tampoco, estuvimos tan marcados por ellos.
En efecto, para la mayoría de nosotros es inconcebible, incluso diría aterrorizante, no ya una vida, sino un día sin celulares, computadoras, tabletas. La publicidad, la opinión pública, los medios de comunicación hegemónicos, festejan diariamente el impensado límite de estos aparatitos para seguir mejorando nuestra calidad de vida y la de nuestros seres queridos. Pero tras las seductoras bambalinas de Mac y de Google también se encuentran los niños taiwaneses que los fabrican, las islas flotantes de chatarra en el Pacífico, las silenciosas guerras libradas en África por el coltán, valioso metal del que se producen sus baterías. Tras estas bambalinas se esconden también los sistemas de vigilancia, el robo de información, los drones y las bombas que matan miles de civiles todos los días. En un país como el nuestro, en el que los dispositivos tecnológicos se siguen poniendo al servicio de la represión estatal, al servicio de grandes corporaciones agroquímicas y mineras que contaminan para siempre nuestros suelos y nuestros ríos, escribir novelitas pintorescas sobre Facebook, Wikipedia o Twitter es como mínimo una ingenuidad brutal. Este festejo ciego del dispositivo, que a diario vivimos, no es otra cosa que el esteticismo de la tecnología, que mueve millones y que el capital concentrado propugna. Pero a esta estetización de la tecnología sólo podemos responder con una politización tecnológica del arte, con una literatura que engendre distopías sobre los modos económicos de producción del presente, con una literatura que profane el aura sagrada con la que el dispositivo tecnológico ha sido en nuestra época investido. Sólo modulando el problema del que nace nuestra tradición literaria podremos escribir esa literatura del futuro, la que no haga de las mercancías del capitalismo un goce estético, la que de esa manera reclame para todos formas más dignas e igualitarias de vida.
[1] Sbarra, Noel, Historia del alambrado en la Argentina, Buenos Aires: Eudeba, 1973.
[2] Jameson, Fredric, Archaeologies of the Future: The Desire Called Utopia and Other Science Fictions. London & New York: Verso. 2005.
[3] “Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?” Obras Completas, Buenos Aires: Emecé. 1974. pp. 442-443.
[4] “(…)Los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa.” Obras Completas, Buenos Aires: Emecé. 1974. p. 458.
[5] La discusión en los minutos 6:10-6:57 del video. Youtube: “#Borgestubers: Intercambio entre Beatriz Sarlo y la booktuber Juli Ferraro sobre Borges.”