«Señor, fuimos nosotros, como los conquistadores, los que hemos destruido el Amazonas«
Percy Fawcett
La ciudad perdida de Z no es tanto una película como un libro escrito por el norteamericano David Grann. Es la historia de las hazañas del mítico explorador y Coronel Percy Fawcett, en la inhóspita selva entre Brasil y Bolivia. Ese mismo Percival Harrison Fawcett que fue miembro de la Royal Geographical Society, espía de su majestad en China y Turquía, militar en Ceilán (hoy Sri Lanka) y que adquirió la pasión por la arqueología, convirtiéndose, extrañamente, al budismo para buscar tesoros en las ruinas de la ciudad cingalesa de Anuradhpura.
Con tal historial de servicio imperial, aventura y pasión individual, y en las postrimerías de la primera guerra mundial, es enviado como topógrafo por la Royal Geographical Society a trazar el mapa de la selva sudamericana, cumpliendo los dictados de la misión geodésica de documentar lugares desconocidos en el globo. Una oferta irresistible para aquel hombre sediento de experiencias, que no temía al fracaso, y cuyo sentido de vida consistía en ser recordado como descubridor, tal como escribiría años después en una carta enviada a su esposa desde una región inhóspita de la Amazonía.
El Amazonas

Sin embargo, el Coronel no era pionero en tal aventura que le encomiendan a inicios del siglo XX. Los antecedentes de las primeras exploraciones del Amazonas databan del año 1616, cuando doscientos soldados portugueses bajo el mando de Francisco Castello Branco tomaron posesión de ese mismo territorio selvático en nombre de Su Majestad el rey de Portugal y España.
Las primeras impresiones de aquel inhóspito y oscuro lugar eran la de un fragmento de tierra pacífico y acogedor de árboles gigantes, lleno de animales exóticos y tierras y culturas vírgenes por descubrir. Era esta, por supuesto, una impresión romántica, ya que la inmensa selva escondía secretos inimaginables que nadie, hasta ese momento, se atrevía a desvelar, pues sería el inglés Walter Raleigh en 1596 el primer europeo en internarse en esta densa selva donde era enviado el Coronel, pero su intento sería una empresa estéril e infructuosa.
Sería entonces, con Francisco de Orellana que se daría inicio al descubrimiento del río Amazonas, aunque en realidad el conquistador español estaba empeñado más en buscar la legendaria ciudad de El Dorado, que descubrir el afluente que hoy recibe el sobrenombre del Nilo de América. Grandes exploradores, científicos, aventureros y filósofos se embarcarían para el nuevo mundo para nunca más volver, intentando encontrar esa gran civilización de calles de oro, palacios suntuosos, personas con vidas longevas, o el “paraíso adánico” como se concebía en Europa la leyenda de El Dorado, luego de las relaciones de viajes de San Brandán.

Al parecer, el Coronel Fawcett no creía tanto en la leyenda, como en la idea de una civilización milenaria destruida a la llegada de los españoles a las Américas. ¿Cuál era esa? Una que no estaba marcada con una X en un mapa, sino esa que era catalogada como Z, es decir, la última civilización americana sin raíces europeas y nombrada así para despistar a los exploradores que aún seguían empeñados en descubrimientos fastuosos. Los aventureros y arqueólogos llamaban a esta hazaña del Coronel: “El mayor misterio de la exploración del siglo XX”.
Desde que David Livingston había penetrado al oscuro corazón de África, hasta el descubrimiento de la tumba del rey niño Tutankamón por Howard Carter, los exploradores temían que otros pudieran ser los primeros en descubrir algo sorprendente. En esta carrera no había lugar para un segundo puesto. Por eso, ante la noticia en 1911 de que Hiram Bingham, un aprendiz de arqueólogo había encontrado el último reducto Inca de Machu Picchu, el Coronel Fawcett no se desmoronó. Antes se consoló sabiendo que Bingham no había emprendido nada parecido a su legendaria y arriesgada búsqueda.
La travesía que Percy Fawcett estaba por iniciar no era nada para nada alentadora. Se encontraría en el Amazonas frente a una laberíntica red de canales, afluentes y lagunas, cuya matriz central recorría una distancia de 6.000 kilómetros nacida en el Perú y que se precipitaba por los rápidos de Colombia, cambiando su nombre en cada país por el que atravesaba: de Apurímac a Ucayali y Marañón, de Marañón a Solimóes, desde la isla Marajó hasta su desembocadura.

Así, igual que Fawcett, quien quisiera emprender tal aventura, debía enfrentarse a mosquitos jejenes, peces carnívoros, sanguijuelas, abejas que lamían el sudor de los ojos causando ceguera, tribus hostiles, abismos, entre miles de cosas más que no hacía fácil el acceso a cualquiera aventurero que se desplazara por caminos de tierra y fango.
El determinismo ambiental imperaba (e impera), y cualquier tipo de vida allí, el sentido común lo confirma, es prisionero de la geografía. Otras exploraciones en pleno siglo XX habían sido emprendidas sin éxito alguno, como la de grupos alemanes que buscaban el reino Akkakor de los Ugha Mongulala, Dacca y Haisha y que serían olvidadas por un gran periodo de tiempo, hasta que el historiador germano Karl Brugger, emprendiera su búsqueda sin fruto a partir de 1972. El Dorado, habían concluido, era una Fata Morgana.
El punto de partida
El enigma de El Dorado, Paititi, o la ciudad perdida de Z en Fawcett comienza cuando accidentalmente entre la frontera entre Brasil y Venezuela encuentran una vasta región de pirámides gigantes. Inmediatamente, el explorador se convence de que la existencia de Z en el paralelo 12 es verdad. Y así inicia un ir y venir de Europa hacia América, dejando todo (esposa, hijos, prestigio), arriesgando su vida en peligrosas expediciones, recolectando información y tomando contacto con indígenas autóctonos. En una carta enviada a su hijo justificaba aquello:
«Hay algo completamente cierto. Un denso velo cubre la prehistoria de América Latina. El explorador que logre encontrar las ruinas habrá conseguido ampliar nuestros conocimientos históricos en una forma inimaginable».
A esto se suma, lo que el periodista hispano-brasilero Pablo Villarrubia Mauso anota en su investigación que las pirámides, que en realidad componían un complejo urbano una vez habitado, se hallaron estatuillas de estilo romano, templos y arcos con inscripciones, que Fawcett interpretó como símbolos que había visto en Ceilán. La conexión histórica del Coronel fue inmediata, argumentando una especie de eslabón cultural entre varios continentes, desde una gran civilización madre de todos los pueblos.

El Coronel pensaba en la Atlántida, Mú, Thule, Lemuría, y porque no, quizá en un nuevo Sangri Lá, donde encontraría las prístinas raíces de toda la humanidad. Tales ideas lo seducían, igual que las teorías de los Difucionistas que aseguraban que los fenicios, o algún otro pueblo como los israelitas, habían emigrado a la selva sudamericana, miles de años antes.
Sus motivaciones internas, ideas, y su orgulloso empeño obedecía al anhelo de encontrar en esa cuna civilizatoria un “capítulo perdido de la historia de la humanidad” perteneciente al orbis terrarum de Ptolomeo. Sabía que era una empresa descabellada, pero valía oro el intento, al igual manera que Heinrich Schliemann años atrás, criticado como loco y utopista, había confirmado la existencia de la ciudad de Troya mencionada literalmente por Homero en su Odisea.
Aunque, por otro lado, se especula que el escritor H. Rider Haggart, autor de obras como Las minas del rey Salomón había inducido al Coronel Fawcett a tal fantasiosa aventura al obsequiarle un ídolo con una leyenda en un idioma incomprendido, que detallaba que la ciudad que él buscaba existía en la realidad.
También se dijo que su obstinada y afanosa búsqueda de la “ilusión dorada” se derivaba de la confirmación de la “doctrina secreta” que su hermano ayudó a forjar junto a la mística rusa Helena Blavatsky (1831-1891). Y otros motivos más que hoy solo son suposiciones. Lo cierto es que en Fawcett reposaba el espíritu de los aventureros ingleses que creían hacer un bien a la humanidad, descubriendo hasta el último lugar de la tierra, sin importar si volvían desencantados o alucinados por lograr ver “cosas maravillosas”.
El destino

Todas las hazañas del Coronel en el infierno verde de Brasil están documentadas en sus diarios, y en las biografías que algunos especialistas y curiosos han redactado siguiendo sus huellas por Sudamérica. Lo cierto es que su desaparición en búsqueda de El Dorado o la última civilización perdida de Z (que Fawcett creía, era la primera) en 1925, lo catapultaría a la categoría de explorador legendario e insaciable en su búsqueda de la verdad histórica. La gloria del explorador y arqueólogo inglés no fue tanto el convertirse en una leyenda por desaparecer, como por encontrar su destino al morir por una pasión y una idea y entre los indios hostiles amazónicos.
Al igual que a muchos que le precedieron, y que fueron tras su búsqueda después de una recompensa ofrecida en un diario británico, el Coronel Percy Fawcett fracasaría debido a las condiciones climáticas y geográficas de los bosques de lluvia tropical y ya no regresaría de su última expedición en el verano de 1925.
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Tráiler «La ciudad perdida de Z»