«La plaza San Martín» por Borges: Donde encalla el sol

La plaza San Martín

A Macedonio Fernández 

En busca de la tarde
Fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde entera se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como un ademán de hombre enlutado
Todo sentir se aquieta
bajo la absolución de los árboles
—jacarandás, acacias—
cuyas piadosas curvas
atenúan la rigidez de la imposible estatua
y en cuya red se exalta
la gloria de las luces equidistantes
del leve azul y de la tierra rojiza.
¡Qué bien se ve la tarde
desde el fácil sosiego de los bancos!
Abajo
el puerto anhela latitudes lejanas
y la honda plaza igualadora de almas
se abre como la muerte, como el sueño.

Jorge Luis Borges. Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé Editores, 2007.

sunset-1625073_960_720

Reflexión:

Un Borges que busca la tarde, telón que abre el poema. Un Borges que va dejando atrás calles y zaguanes ya encantados de sombra, para acomodarse en la plaza, poeta, al fin y al cabo, espectador de atardeceres.

Las plazas, desde una perspectiva borgeana, vienen siendo zócalos, ágoras, tan intrincadas como el laberinto, «remansos en donde las calles renuncian a su geometralidad  persistente y rompen filas y se dispersan» (Borges, 1925, p. 90). Escenarios en que los atardeceres se decantan, anulando la monotonía de los días.

La caída de la tarde es el momento más intimo e inaugural, en el que Buenos Aires se revela ante la mirada límpida de quien la contempla. Bien lo sabía el poeta y Macedonio Fernández, a quien está dedicado el poema, y cuyas plumas le cantaron a una ciudad mágica, dibujada al filtro de las tardes encalladas.

Desde la personificación, Borges logra transformar el atardecer en un rebaño sereno de luces, vientos y cadencias que se tumban a pastar en la plaza, nido de calma y frescor, apartado del ruido guarango de los porteños. Desde los bancos de la plaza, se contempla el espectáculo del atardecer, que ofrece su luz resplandeciente como fina madera a todo aquel que busque el luto del deleite, despidiendo al día que se va.

«Con fino bruñimiento de caoba
la tarde entera se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como un ademán de hombre enlutado».

Los árboles, parecen redimir, enaltecidos en un sentir religioso, la nostalgia de aquellos para los que un atardecer significa otro día que se les fue. En todo caso, sus ramas y formas intrincadas, rompen la rigidez del tiempo, plegando horas del día y desdoblando instantes que no trascurren, que no resbalan en la cascada de luz solar; instantes que se detienen en las manecillas del follaje. «En  Plaza San Martín», los árboles son la frontera entre tierra y cielo, red de ramajes en la que se enreda ese breve lapso crepuscular en el que todos los sentires se hacen un solo sentir.

«Todo sentir se aquieta
bajo la absolución de los árboles
—jacarandás, acacias—
cuyas piadosas curvas
atenúan la rigidez de la imposible estatua
y en cuya red se exalta
la gloria de las luces equidistantes
del leve azul y de la tierra rojiza».

Una plaza, un banco, un atardecer; el sosiego, la ciudad…, reflexiones. Es el atardecer un puerto de lo incierto, desde el cual se sospecha la latitud, lejana aún, del nuevo día que pronto vendrá. Atardecer, lugar de encuentros, de soledades compartidas, de ires y venires. La Plaza San Martín, un escapare desde el cual Borges y Macedonio Fernández se sentaban a contemplar un atardecer que es para todos, como la muerte, como el sueño.

«¡Qué bien se ve la tarde
desde el fácil sosiego de los bancos!
Abajo
el puerto anhela latitudes lejanas
y la honda plaza igualadora de almas
se abre como la muerte, como el sueño».

A %d blogueros les gusta esto: