‘Adoro’ o el amor como tributo

Adoré Adoro, lo confieso, ¿no se enamora acaso una también de las historias de los libros?, ¿no tiene todo relato sobre el amor la forma de una confesión?, ¿no es a veces más real esa suerte de dulce ensoñación en la que se cae en la lectura que la propia realidad?

Adoro, esta novela de Osvaldo Bossi reeditada por Modesto Rimba, habla de todo esto como sólo la literatura puede hacerlo, de un modo indirecto y poco sentencioso, lleno de meandros y zonas de intensidad, de picos de altísimo lirismo que nos recuerdan que la prosa y la poesía al final no se encuentran tan lejos.

Y Adoro habla, porque encontramos en estas páginas al sujeto hablado por el amor, atravesado por el otro que nos extravía, nos pone fuera de sí. ¿Y quién habla? Habla Ovi, que si bien dice en primera persona, parece correrse del lugar de protagonista y por momentos se acerca a un lugar de testigo, a una suerte de voz que describe al otro, al otro del amor. ¿Y de qué habla? Parece hablar siempre de lo mismo porque es siempre la misma escena la evocada: el encuentro de Ovi con Cristian en un cuarto de hotel, la cama (el lugar central de esta historia), lo que pasa entre dos cuerpos. Y aunque la escena se repite una y otra vez a lo largo de estas páginas es cada vez distinta, porque lo que se pone en juego aquí es el discurso amoroso, que siempre pero siempre es inagotable.

Pero volvamos a esa voz, a esa voz que se corre del centro para darle lugar al otro. “Es un muchacho. Tiene tan sólo veinticuatro años. Me dice que se llama Cristian. Y yo le creo”. Así empieza esta historia, metiéndose de lleno en el otro, en Cristian, a quien se lo va a describir de innumerables maneras, como quien rinde tributo a la belleza del otro, realizando con trabajo de artesano, su retrato. Así comienza, con un acto de creencia este relato, creerle al otro, ¿no es también el amor un acto de fe?

Entonces Ovi recuerda sus noches con Cristian, Ovi consciente de que recordar (re: de nuevo; cordis: corazón) es volver a pasar por el corazón y por eso el narrador escribe en presente. Es clave el uso de este tiempo verbal por dos motivos. Por un lado, tiene el valor de actualizar, volver a presentar, pasar por allí otra vez. Por otro, nos sumerge en esa especie de ensoñación suspendida que es la atmósfera que se encuentra en todo el libro. El amor como forma de ensoñación, porque cuando el amor acontece, un cuarto de hotel no es un cuarto de hotel, una cama no es una cama, el cuerpo del ser adorado no es simplemente un cuerpo. Estalladas las tautologías, el mundo se multiplica y se abre en infinitas direcciones. Quizás por eso amemos tanto el amor, por su fuerza infinitamente expansiva. Y entonces, una maravillosa sensación de irrealidad irrumpe, y la brasa del cigarrillo es de golpe un bichito de luz que se prende y se apaga entre los dedos y todo es posible, cae un rayo en medio de Plaza Constitución, aparece Astroboy, y el viento de una noche gélida lleva nuevamente a los amantes a su sitio preferido: la cama de un cuarto de hotel.

Escrita con oraciones breves, en presente, en una primera persona que resuena como una voz en off, esta novela tiene el tono de la narrativa durasiana, o del guion de una película de Resnais. Pequeños bloques de sentido rodeados de silencio, es así como lo define con mucha fidelidad el autor en la nota final.

Y no deja de resonarme mientras la leo la palabra testigo, porque por momentos, pareciera tratarse de alguien que da testimonio de su adoración. Y entonces pienso en Roland Barthes, que de estos temas sabía bastante, y en esa entrada de esa especie de diccionario del amor que es Fragmentos de un discurso amoroso, cuando dice: “Adorable: al no conseguir nombrar la singularidad de su deseo por el ser amado, el sujeto amoroso desemboca en esta palabra un poco tonta: ¡adorable!” y agrega: “Por una lógica singular, el sujeto amoroso percibe al otro como un todo y al mismo tiempo ese todo le parece aportar un remanente que él no puede expresar”. Eso que no se expresa, que cae en los márgenes en blanco de este maravilloso libro, es ese deseo potencial inefable, al que el narrador se acerca todo el tiempo cuando contempla la imagen del ser amado.

Es que si algo es Adoro, es un libro sobre la contemplación, la visión y descripción del cuerpo adorado. Y hay algo sumamente llamativo, la precisión con la que se evocan ciertos detalles, esa mirada que se sabe resignada a abarcar la totalidad (si algo nos enseña Adoro es a renunciar a la totalidad y a la posesión) y se concentra en lo íntimo, en lo ínfimo y en lo minúsculo.

“Es raro lo que está pasando… yo que soy tan corto de vista, veo toda la escena con claridad. Veo cada partícula, cada línea de sus labios, como si el cuerpo de Cristian estuviera expuesto, constantemente, bajo el cristal de una lupa”.

Y otra vez Barthes: “¿Qué es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación de fetiche para mí?, ¿Qué porción, tal vez increíblemente tenue, qué accidente? ¿El corte de una uña, un diente un poco rajado, un mechón, una manera de mover los dedos al hablar, al fumar? De todos esos pliegues del cuerpo tengo ganas de decir que son adorables”.

Y eso es lo que hace, entre otras cosas, esta prosa poética: adorar con las palabras lo minúsculo. Un pequeño riacho de gotitas microscópicas avanzando a través del vientre, una gotita de saliva sobre el labio superior, un diente que brilla como un diamante. Todo envuelto siempre por el humo ascendente de un cigarrillo que siempre prendido, como el deseo, esfuma la escena, la envuelve en una niebla, la vuelve parecida al color de los sueños.

Pero el sueño se desvanece al atravesar la puerta del hotel, “el aire cambia. Cristian, inclusive, se convierte en otro: el mismo pelo, los mismos ojos…Y sin embargo, otro”.

Y el sueño, repentinamente,  por un rato, se acaba porque “toda separación es como una pequeña muerte”.

Por suerte existe la bella literatura, la literatura que pone el cuerpo, para traer de nuevo y hacernos revivir lo que el tiempo caprichosa y arbitrariamente se lleva.

 

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