de cómo un país se vuelve otro sin dejar de ser coherente
Rusia no es solo el nombre de un país, es el nombre de un destino. Turístico, entre otras cosas. Es el nombre de un destino gris. Entre otras cosas. Rusia no es un destino nacional, sino un destino humano.
Para no comenzar por el costado de las fobias, hablemos primero de los Rusófilos. A fines del siglo XIX, el siglo de los nacionalismos, un grupo de intelectuales rusos tiene la convicción de que Rusia ostenta la misión y el don de salvar al resto del género humano. La idea no es del todo caprichosa. Los rusos son un pueblo con una consecuente (y persistente) patología de redentores. No es una idea ridícula ni menos caprichosa, y va de hecho muy a tono con el alma del pueblo.
Sé muy bien que a esta altura de los hechos es poco serio hablar de “almas nacionales”, pero creo que el concepto es claro: nunca se le hubiera ocurrido a un argentino pensar que el mundo sería salvado por su propia nación. No somos un pueblo de redentores. Creo que ni siquiera de redimidos. Si todos los argentinos fuésemos encuestados, sería más probable encontrar un número insólito de rusófilos argentinos que de argentinófilos.
Ya entrado el siglo XX, la rusofilia era tan convicente y estaba, al parecer, tan elegantemente fundamentada que adquirió adeptos incluso en Occidente. Y ¡atención! eran adeptos notables: Rainer Maria Rilke dijo que Rusia era tan enorme que limitaba… ¡con Dios! Y, con Rilke, las listas de rusófilos extramuros apenas se inician.
Pero no quiero detenerme en nombres. Consideremos los hechos en sus imágenes: para nombrar una sola de las conocidas proezas nacionales, las tropas de Napoleón entraron a Moscú, vagando con nieve hasta el cuello. En el brillo azul del frío, la ciudad de madera había sido incendiada por sus propios habitantes. La Moscú humana huyó. La Moscú de madera ardía. Durante su estadía en Rusia, Napoleón mandó que desmontasen la Catedral de San Basilio y la montasen en París, como regalo para Josefina. Al abandonar Moscú derrotado, prefirió seguramente que el regalo hiciese menos bulto. De modo que el templo sigue en la punta de la Plaza Roja: (como dijo Le Corbusier, según citan los guías turísticos) sus cúpulas de colores parecen producto de la fantasía de un pastelero loco.
Durante su estadía en Rusia, Napoleón usó iconos como leña para las hogueras de sus soldados y puso a los caballos de su ejército a vivir en las catedrales. Las iglesias rusas no tuvieron históricamente mucha suerte. Rusia (en esta ocasión puntual, al menos) sí. Finalmente el Usurpador Universal Napoleón Bonaparte, rodeado por un ejército de hambrientos y engripados, terminó retirándose. Si fue el destino, fue el invierno o fue “el alma rusa”, no queda muy claro.
De modo que ya nos entendemos: Rusia y el destino. Rusia y lo prodigioso. Rusia y la eternidad. Y sin embargo (¡peligro!) mucho más próxima a nosotros: Rusia y el turismo. Fin del Infinito. Hablemos de una vez por todas como gente que anda de paseo:
La Rusia del turista no es ninguna prostituta hermosa, resfriada y harapienta. Ni tampoco la Rusia de los brazos trabajadores y las frentes con estrellas. A esa Rusia apenas se la percibe en algunos monumentos y en los museos. De Marx queda en la plaza frente al Teatro Bolshoi una estatua, mitad hombre, mitad piedra. Ya no es posible decir si el pobre hombre está a medias esculpido, a medias escondido o (lo más vergonzoso) a medias atrapado.
La Rusia del turista es fascinante. Sobre todo: por lo (inesperadamente) noventosa. Brillo, luces de neón, musicales malos, madera satinada, helados fluorescentes, chupetines. Mucho play back. Purpurina. Por la calle, mujeres con las cejas pintadas. Utilería.
Alguien dirá: después de la abstinencia, la sobredosis.
Utilería. Y niveles de pobreza cercanos al 40%. La Plaza Roja parecida a una cajita de música (pop). El cadáver de Lenin, embalsamado y tendido sobre una cama de volados de raso. Me conmueve la inocencia (rusa), la euforia (rusa) por el mal gusto y lo escenográfico. Es una fascinación histórica. Un ejemplo de utilería histórica: en el kremlin, un guía nos muestra una campana gigantesca que nunca sonó. Un cañón que nunca llegó a dar su primer disparo.
En los años noventa, en Argentina, mujeres y varones se vestían insistentemente de dorado. Comenzaba la década del brillo que pica. En Rusia, se vivía en cambio una de las peores recesiones económicas de la historia. Seguramente no era momento para el raso y el paillet. Sí era momento, al parecer, para la reconstrucción de viejos templos, volados durante la década del 30 por Stalin. Al dinamitar la Iglesia de Cristo Salvador, la Rusia soviética se proponía cosntruir en su lugar una estatua gigante de Lenin con una biblioteca en la cabeza y, en la palma de la mano, ¡una pista de aterrizaje para helicópteros!
Alma rusa de por medio, el terreno se terminó convirtiendo en una pileta. Alma rusa de por medio, otra vez, en los noventa, y quién sabe si por amor al pasado o a la utilería, la Iglesia de Cristo Salvador fue nuevamente levantada y rehecha con los fondos de varios donantes transoceánicos. Es revelador encontrar, entre esos ilustres, el nombre de nuestro inolvidable Carlos Saúl…
Habrá quien diga: escenografía. Ya lo dije, a mí me tienta: alma. O ¿de qué otra forma podría llamarse a lo que parece ser, en un país entero, a lo largo de los siglos, una coherencia y una constancia?
Después de la abstinencia, la sobredosis. Después del gris monótono: el veneno fluorescente.
Hay algo infantil, casi tonto, casi satírico en esta nueva Rusia. Dulcemente siniestro, en el estilo de las novelas de Platónov. Algo infantil ya casi legendario, casi folklórico, como ese templo de repostería que corona la Plaza Roja. Sufrir y comerse un helado fluorescente: en Rusia. En las novelas de Dostoyevski: sufrir y tomarse un té.
Anda siempre vagando por Rusia ese espíritu de repostero extraviado en el alma de un santo loco. Junto a Rusia y el destino, Rusia y el helado. Rusia y el chupetín. Rusia y la versión happy-ending de El lago de los Cisnes. La insistencia con que se toma té en las novelas de Dostoyevski es casi tan perturbadora como la psicología de sus personajes. El vodka, si se lo compara con el té dostoyevskiano, es una bebida literariamente secundaria. ¿Qué sucedió en Rusia en estos años? ¿Las golosinas reemplazaron al té? Tomar insistentemente té era el rasgo propio de los locos. Pero los helados y chupetines fluorescentes ahora ¿no resultan también bastante sospechosos? Los países cambiarán de gustos, pero no cambian de actitud ante los gustos. Siempre hay algo ruso entre los rusos. Un modo legendariamente ruso de excederse y exagerar. A destiempo, cuando parece que ya nadie más lo soporta. Unos años noventa fuera de hora. Una manera completamente rusa de haber, digamos, caído, con estilo ruso, demasiado bajo.