Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas.
José Ortega y Gasset
Para leer Hojas que caen sobre otras hojas*, de Miguel Sardegna (Editorial Conejos – 2017, Argentina), hace falta tener el pasaporte al día. En efecto, los diez relatos que componen este libro de temática casi tan japonesa como universal (“El hombre es uno solo, y lo atormenta el mismo miedo”, Sardegna dixit), invitan al lector a desplazarse geográfica, histórica e imaginariamente, a viajar a través de tiempos y espacios. Oriente y por consiguiente Japón, así como China o Arabia (…piensen en lámparas y alfombras mágicas, dragones, momias y exóticos tesoros), representan, para los occidentales, una suerte de oasis. Allí confluyen todos los espejismos. Paradójicamente, Oriente es un lugar y un no-lugar (o el lugar del no-lugar). Ahí está estacionada la casa rodante de nuestras fantasías. A tal punto esto parece ser así que, para dar cuenta de la pulseada prehistórica que guardan metafísicamente lo Mismo y lo Otro, Foucault, un occidental eminente, recurre (en el prefacio de su afamado Las palabras y las cosas) a “cierta enciclopedia china”, aquella misma descrita por Borges, es decir, por otro occidental eminente, en El idioma analítico de John Wilkins. [Confesión: aunque sin proponérselo, Sardegna me ha susurrado estos nombres propios, también me ha dictado el título de esta reseña. En sus huellas había arenas del dédalo peor y, en uno de sus personajes, tics típicos de quien ha estado expuesto demasiado tiempo a la radiación disciplinar]. Para un francés, un mexicano o un argentino, sólo una enciclopedia china puede darse el lujo de agrupar dentro de una misma clasificación, en este caso de ANIMALES, a sirenas, embalsamados, que se agitan como locos, que acaban de romper el jarrón, etcétera. Cosas así no se permiten en casa.
Si el orden se trastoca, si los límites se corren evidenciando una distensión de la Razón, esto ha de suceder siempre a lo lejos. Para comenzar a familiarizarse con lo imposible, nada mejor que viajar a Japón, dejarse sorprender leyendo Hojas que caen sobre otras hojas y regresar a casa con algún souvenir.
Algo más: Después de haber leído este libro, sorprende saber que el autor de este libro-traslador (digamos a lo Harry Potter) no es japonés sino argentino. La maestría en el trazado del paisaje nipón excede las medidas del arrebato inspirado o de la fugaz aclimatación turística. Sardegna ha labrado con pasión la tierra de sus relatos. El resultado es un libro delicado, onírico, cargado de imágenes impactantes y de personajes misteriosos. El resultado es, asimismo, un puente vibrante, kilométrico, tendido entre lo ancestral y lo moderno, entre lo familiar y lo exótico.
Diez sellos indelebles en mi pasaporte:
(1) Fría luz de luciérnagas. Un relato heliotrópico, intergeneracional. El libro se inaugura con un quiebre, con el trauma esencial del Japón: aquel que ha avergonzado, arrebolándolo, a su sol (aquel mismo quiebre que Kazuo Ishiguro proyecta en su novela Pálida luz en las colinas). La historia está tensada y progresa a partir de un juego de polos opuestos: olvido/recuerdo, silla/tatami, corbata/kimono, papel de diario/papel de grulla, panza de embarazada/bastón de anciano.
Pese a todo, entre Ichiro y Mizuki, corre la misma sangre: aquella que les da buenos motivos para seguir viviendo.
(2) Imperfección. Esta es una historia que avanza a tientas y que de a ratos evoca el desconcierto palpitante de “La casa de las bellas durmientes”, de Yasunari Kawabata. Un pescador, Kurono, llega a una extraña posada. Lo esperaban. Los deseos se cumplen.
(3) Cien estatuas de Jizo. Un juego para grandes y chicos.
(4) Una novela de go. ¿Dije antes que la prosa de Sardegna es elegante, que está repleta de imágenes magnéticas y delicadas, que se torna, por momentos, sumamente poética? Por las dudas no está de más repetirlo. Este relato (quizás mi preferido) aporta un ejemplo que creo aglutina en un párrafo las características antedichas: “La disposición de las piedras evocaba una pintura de blancos y negros trazos. Las pinceladas blancas del maestro fluían diáfanas, sin ninguna interrupción. Como la espuma en un arroyo, pensé. Hiroki me había dicho cierta tarde que ‘todo cuanto existe sigue el curso del agua’. Por fin lo entendía: en el go, solo la belleza conduce a la victoria”.
No sabía lo que era el go antes de leer este cuento. Ahora que lo sé, quiero jugar. Aprendí que el go es a los orientales lo que el ajedrez a los occidentales. Si no me equivoco, este es el único relato del libro que no transcurre en Japón. El escenario es “una casita de té de Palermo”. Allí se produce la batalla decisiva, un choque que podríamos calificar de epocal-cultural. En Vigilar y castigar, Foucault nos cuenta cómo la disciplina trabaja sobre los cuerpos, cómo modela sus gestos más insignificantes, sus reflejos más espontáneos. También desarrolla la idea del panóptico (una ocurrencia de Jeremy Bentham), esto es, de una vigilancia continua, que todo lo ve. Menciono esto porque, a uno de los contendientes, el cuerpo le juega una mala pasada.
Una novela de go es un cuento que nos dice muchas cosas, que deja más de una moraleja, por eso me gusta tanto. Nos habla del tiempo, de sus velocidades, de sus lógicas: de la paciencia y su archienemiga, la impaciencia, de la meditación silenciosa y del arrojo irreflexivo. Bello juego de contrastes.
[Aparece un tal Hiroki, personaje secundario].
ADVERTENCIA: Tanto en este como en otros cuentos, Sardegna dispone las piedras hábilmente: las toma entre sus dedos (emplea los dedos índice y corazón), ocupa las intersecciones más importantes, ataca el nervio de las cuestiones y nos rodea, a nosotros, sus lectores, quienes, de un momento a otro, quedamos atrapados dentro de sus acogedores universos.
EL GO
Hoy, 9 de septiembre de 1978,
tuve en la palma de la mano un pequeño disco
de los trecientos sesenta y uno que se requieren
para el juego astrológico del go,
ese otro ajedrez del Oriente.
Es más antiguo que la más antigua escritura
y el tablero es un mapa del universo.
Sus variaciones negras y blancas
agotarán el tiempo.
En él pueden perderse los hombres
como en el amor y en el día.
Hoy, 9 de septiembre de 1978,
yo, que soy ignorante de tantas cosas,
sé que ignoro una más,
y agradezco a mis númenes
esta revelación de un laberinto
que nunca será mío.
Jorge Luis Borges, La cifra.
(5) Entre las rocas. Se apoya con fuerza la punta del compás sobre el blanco de la hoja. Se calcula la amplitud que se desea dar a la historia (el radio). Se empuja lentamente la mina haciendo girar el compás con las yemas de los dedos (esta vez el índice y el pulgar). Lentamente se va trazando el círculo. Cuando se ha dado la vuelta entera, es decir, cuando se ha dibujado el círculo, ya no resulta tan fácil (ni es tan importante) determinar cuándo y dónde comenzó a escribirse la historia. No es una metáfora. Este cuento es eso: un círculo perfecto.
[Ahora conocemos a Hiroki].
(6) La luna en una gota de agua. Avatares de la traducción a orillas del lago Biwa. Con la ayuda de una botella de Sake y de un poco de sana melancolía, este relato nos sume, al ritmo de curiosas ensoñaciones, en las aguas danzantes de la poesía. Los personajes se confunden y el tiempo se la pasa retornándose.
(7) Viaje a Japón. En la isla del sol naciente, el papel “Es mucho más resistente que el nuestro, permite infinidad de pliegues, infinitos detalles”.
En todo buen libro sobre Japón no pueden faltar los dragones.
(8) La práctica del zen es difícil. Otra buena razón para NO viajar a Japón. Freud nos enseñó que todo chiste tiene algo de verdad. Con mucho sentido del humor, Sardegna invierte los polos del exotismo. El resultado es desconcertante.
Y dos cositas más:
- A fuerza de clics que se oyen como truenos, de disparos incesantes que parecen como salidos de una luminosa metralleta compacta, la imagen perseguida se va… digamos que se va, ¿se va desgastando? ¿Puede una imagen languidecer hasta morir? Entre la pose y la espontaneidad (o la foto movida), se aventura una reflexión sobre la imagen: «En un primer tiempo, la Fotografía, para sorprender, fotografía lo notable; pero muy pronto, por una reacción conocida, decreta notable lo que ella misma fotografía. El ‘cualquier cosa’ se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor». Roland Barthes, La cámara lúcida.
- Reaparece aquí una obsesión que imputaré al autor, aquella misma que se vuelve sintomática en Una novela de go: “Pienso a menudo en esa costumbre que tanto se ha extendido, este último tiempo, de colocar cámaras en cualquier negocio. Incluso en los quioscos más pequeños tropiezo con carteles de ‘Sonría, lo estamos filmando’. Vigilancia constante con el pretexto de nuestra propia seguridad”.
(9) Mar de árboles.
Cualquier coincidencia con la realidad es pura semejanza.
El Bosque de Aokigahara los dejará boquiabiertos.
Sin querer, el narrador condensa y revela en una sola frase la clave estético-metafísica que informa este relato: “La belleza y el horror intentando convivir”.
(10) Declinación y belleza.
Bushido ‒ Voz jap.
- m. Código de honor por el que debían regirse los samuráis.
“Ningún guerrero nace de la noche a la mañana”.
*Hojas que caen sobre otras hojas obtuvo el “Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires” en calidad de libro de cuentos inédito, bienio 2010-2011.
Foto: Leandro Surce]