- Título: Animal Político
- Nacionalidad: Brasil
- Año: 2016
- Dirigida por: Tião
Cuenta Enrique Vila-Matas en Aunque no entendamos nada la anécdota de Omar Vignole, el filósofo argentino que andaba por las calles de Buenos Aires tirando de una cuerda en cuyo lado opuesto se situaba una vaca que era su musa, a tenor de los volúmenes que el pensador le dedicara, con títulos como Lo que piensa mi vaca, según comenta Pablo Neruda en Confieso que he vivido. Si tenemos en consideración que el verbo rumiar en castellano sirve tanto para denotar la actividad digestiva de este animal como para describir la actitud (¿puramente?) humana de la reflexión, el vínculo mental queda establecido. No sé hasta qué punto esto lo habrá considerado el director novel Tião en el momento de planificar su primer largo o si acaso se trata de una mera coincidencia entre Vignole y él, pero lo cierto es que la similitud en hacer que el pensamiento surja desde el, acaso, más sumiso de los animales que ha domesticado el ser humano contiene una buena dosis de sarcasmo. Una arriesgada apuesta que podría haber caído en la comedia fácil y que se desenvuelve con solvencia como una feroz crítica a la cultura contemporánea al cuestionar a la imagen cinematográfica misma al tiempo que desenfunda toda la batería de las narrativas de la posmodernidad.
El filme se abre con un guiño a El Peregrino de Magritte, un sujeto que deambula sin cabeza en un desierto rojo recortado contra un cielo azul, un espacio vaciado del estilo de filmes como La cicatriz interior en el que pronto veremos vagando en busca de iluminación a nuestra vacuna protagonista, que huye de una ciudad sin nombre y plagada de los no-lugares en los que se desarrolla su rutina. A partir de allí, la historia prosigue con los tópicos a los que suele echar mano un cierto «existencialismo indie de festival» contra el que el director arremete sin contemplaciones por medio de referencias a la tradición del cine moderno, con las que cuestiona la automatización de la mirada y el poder subversivo que todavía conserva lo experimental. Incluso plantea una estructura dialéctica al establecer tres partes en el relato, en la que la segunda parece un inserto extraído de algún metraje setentero y que, precisamente por sus elementos de oposición con la primera sección, si bien en la misma tónica de denuncia, da lugar a la síntesis del tercio final: ¿qué gran verdad ha descubierto la vaca «sagrada»? Y lo más importante, ¿cómo aplicarla a este mundo?
La película es como el monolito de 2001: Una odisea del espacio, al que se hace alusión en varias ocasiones: compacta. Sus casi ochenta minutos están muy bien aprovechados y no queda la sensación de que nada sobre, sino que se ha sabido seguir un hilo argumental muy preciso hacia el efecto irónico. Por otro lado, se ha sacado partido del aspecto de bajo presupuesto al escoger una historia de preocupaciones que se podrían considerar típicas de los países más desarrollados y situarla en el mal llamado «Tercer Mundo», con lo que el filme se asemeja a un objeto extraño, extraterrestre, hasta el punto de preguntarte dónde está Brasil. Pero es que el Brasil de hoy, como otras naciones de Latinoamérica, es también esto, sus heridas abiertas (el racismo y el clasismo derivados del pasado colonial esclavista), la sensación de no pertenencia, la explotación laboral, el opio televisivo, las falsas salidas de la pseudoespiritualidad, el consumismo y los contrastes entre los núcleos urbanos abarrotados y la inmensidad de las tierras abandonadas (curiosamente resecas, anti-amazónicas, en el caso que nos ocupa), entre no oír nada por culpa del ruido y que no haya cosa que oír porque te rodea el silencio del sitio despoblado. Un sincretismo que hace convivir los signos de la diversidad étnica, como el animismo que tal vez inspira en algo a este largometraje, con los logotipos y clichés de la aculturación global.