Para encauzar un río

Mi vínculo con el río se halla en los viajes familiares a la sierras de Córdoba. O por vacaciones, o el trabajo de mi viejo. Casi siempre en enero. Mis recuerdos encuentran un río bajo, rápido y escoltado por arena y piedras. No uno ancho, profundo y silencioso. Por lo general, rodeado de palitas y baldes con castillos y niños jugando. No nos posábamos detrás de una valla a mirarlo. Nos tirábamos a jugar con él.

Luego, en mí, el río fue mera literatura. Ya no visité las sierras ni ningún otro río. El sedentarismo me cambió aventuras por poemas.

En la etapa universitaria conocí un río literario y argentino: “Al Paraná”, oda de José Manuel de Lavarden. Allí encontré con un río prehispánico, neoclásico y virreinal. Esplendoroso, sobreadjetivado y empalagoso. También utilitario: “vertiendo franco / suave verdor y pródiga abundancia(…)”, “a la gruta distante, que decoran / perlas nevadas, ígneos topacios, / y en que tienes volcada la urna de oro / de ondas de plata siempre rebosando”.

Neoclásico en su forma y en su contenido. Como dice Martín Prieto: “una oda de 98 versos endecasílabos asonantes dedicado al ‘primogénito ilustre del océano’ que, por un lado, respondía tardíamente a las convenciones neoclásicas que habían dado su nota más alta en la literatura europea del siglo XVIII y despuntaba, por otro, la novedad absoluta del color local”. Pero habría que agregar una cosa más, Lavarden inaugura un nuevo neoclasicismo con referentes cercanos pero su corazón pertenece a la corona. Su vida estuvo del lado hispanista más que del revolucionario, a pesar de que se lo recuerde en su lucha contra la primera invasión inglesa. Y, por encima de todo, se muere un año antes de que aquella estalle. Digamos que fue un localista por encima de todo. Luchar contra el enemigo de la corona para preservar nuestro gobierno, es decir, el gobierno de lo que podríamos haber sido los argentinos habitantes de ese entonces.

Lavarden inaugura el río (y demás temas de América) y ese es su caballito de batalla. Ahí se queda, en un argentinismo prematuro, inexistente y un río plagado de dioses griegos, descripto como bien mercantilista y de progreso, al servicio del poder. Se adelanta a los poetas de la revolución, que realizan el mismo gesto: estructura heredada española, temáticas locales. Y también se adelanta a los románticos: forma francesa, color local. Eso es ya demasiado para el recuerdo.

Luego llegó a mis manos un ejemplar del libro Por encima de los techos de Roberto Malatesta. Allí se pone el paisaje de la rivera ante los ojos de quien contempla una obra de arte, pero ya no el río de Ortíz, manso, calmo, dispuesto a ser mirado, ni el de Lavarden, abundante de riquezas; el río es bravo, distinto al de su infancia -dice- que se llevó todo el pueblo y sólo quedaron los habitantes dispuestos en los techos de las casas observando el desastre. Dice: “Los calendarios mojados / se parecían a los relojes derretidos / de Dalí”.

El río también es exterior al yo, pero además es un intruso: “…el río en mi casa, / pero a él, más antiguo que yo, más  viejo que una ciudad / de más de quinientos años, todo le era indiferente”. Esta situación se condice con el desfasaje del yo y el río. El primero también se convierte en extraño y mediante el extrañamiento ve al río: “Yo avanzaba en medio de la confusión, / pero de todo aquel extrañamiento: / el ruido del agua que desplazaban mis pies, / un ruido que nunca había oído/era la nota mayor, / el ruido, un ruido que dudo / jamás pueda olvidar”.

El título lo anuncia, por encima de los techos están los hombres, los sobrevivientes, a la contemplación de las cosas inútiles que arrastró el río, que está debajo, que convierte lo material en obra de arte. Porque precisamente, lo arrastrado es el sentido, el vacío, los silencios son el sentido: “y el vacío mismo era un sentido, y, aún en medio del desasosiego, / ¡se parecía a la esperanza!”.

El acto de escritura, en Malatesta, no es grandilocuente y pretencioso como la refundación de una ciudad, la reconstrucción de un mundo destruido, sino, más bien, la llama de una vela, la que tiene en frente del papel en el que escribe: “Hay quienes se placen en hablar de reconstrucción / otros de refundación / pero yo lo único que veo es la luz vacilante. / La luz vacilante de una vela”.

El acto de escritura es tan espontáneo como la mirada. Se escribe lo que se ve, no lo que no existe. En un poema con registro coloquial el autor confiesa: “no quiero para mí / ni para mi poesía / grandes temas. / Volveré a escribir sobre el sol / posado sobre alguna flor, que, / ciertamente, habré de buscar / fuera de casa, puesto, / y ya ven qué difícil se me hace / y qué trágica reincidencia, / el río entró en mi patio / y no dejo ninguna”.

Los ríos de Malatesta y Lavarden me resultan más lejanos, más santafesinos. Ríos contemplativos. Ríos que se miran pasar, tranquilos y anchos, por encima de nuestras miradas. Sobre todo el de Malatesta, que inunda nuestras casas. Pero, ese río, si no hubiera sido el artífice de la inundación, también seguiría siendo uno para contemplar desde lejos.

Con el tiempo encontré un río que puede ser más próximo a mi experiencia, uno escrito por Lilia Lardone. En él, el yo y lo que lo rodea interactúan, son parte del mismo entorno, a pesar de que la autora se encargue de hacer pasar desapercibido al sujeto.

En Diario del río de Lardone la propuesta radica en reducir los sentidos a algo menos importante que la ciencia que los gobierna, despojar la mirada del método de observación científica. Para ello, la autora crea un objetivismo intruso, una descripción detallada de aconteceres naturales desde una posición que no sea percibido el espectador por el orden natural. Dice en “Primer paso”: un gran pájaro negro/ inmóvil/ bajo el sol de la mañana/ (…) ignora mis pasos / mientras lo miro.

Ya no es el río que tapa al mundo de Malatesta y todo lo gobierna, hasta la mirada del espectador que debe irse a una esquina seca o al techo de su casa. Acá el espectador es un autoexiliado, un refugiado por voluntad en lo natural pero que no trata de espantar ningún movimiento mínimo de su entorno. Dice en “Orillas (2)”: [los bordes] cambian / para no cambiar / como nosotros / que duramos / apenas / una vida.

La naturaleza nos sobrepasa en tiempo y espacio pero Lardone no deja de exhibir nuestras huellas. Por un lado, la basura, los restos eternos sin nosotros, que queda depositada a orillas del río después de la creciente. La basura y la naturaleza, como dije, nos exceden. Cito a “Mutación”: “los tordos / se adueñan del despojo”.

Pero Lardone deja una mejor huella de nosotros en sus textos: la mirada. A pesar de sobrepasarnos, la naturaleza es mirada por nosotros: “a la distancia veo la lucha”. O le da consejos a un gato que persigue a un pájaro y queda atrapado en una rama: “¿no ves que es/imposible?”.

Pero lo que más me conmueve de Lardone está en su poema “Movimientos”. Allí se presenta una escena en la que lucha un gran pájaro negro contra un pez que estaba en el agua. Primero se señala la focalización del pájaro, luego la lucha, tercero se habla del pez, cuarto se describe al pájaro y, por último, el corazón del espectador. En ese poema la información se presenta gradual y consecuente con el resto del libro, primero la naturaleza, en su morfología desenfocada, luego el espectador que es menos que ella y que trata de no ser percibido.

Movimientos

Ha atrapado un pez
plateado
a la distancia veo la lucha
el pez se mueve
el pico del gran pájaro negro lo aprisiona
también se mueve el pico
en otro vaivén
entre el desamparo del pez
y la certeza del ave
el latido de mi corazón.

Ahora el río se concentra en mi biblioteca. Extraño ese río más profundo, el de la experiencia. Pero no hay tu tía, soy docente, mal pago y con pocas horas, con escaso amor por el sacrificio y con poderosas ganas de leer. Todo un circo de dudas dispuestas a no conseguir dinero suficiente para hacer apenas 50 km hasta llegar a un río de verdad.

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