“Geometrías incompletas” es un libro inquieto, curioso, lleno de vida. Quizás por eso se presenta a mi imaginación como una especie de líquido (nada más ingeométrico) que se derrama haciendo posible todo un pulular bajo la forma (fisurada) de acentuaciones y tensiones que se renuevan según cómo se lo lea. Estructuralmente hablando, está hecho de una serie de poemas que tal vez sólo tengan una cosa en común: no les gusta avanzar en línea recta. La muerte (experimentada en esa “tendencia a la ruina” manifestada por el cuerpo definitivo), concebida como un destino ineludible, los hace retroceder (¿a la infancia?), demorarse, es decir, pausar instantes, dar rodeos que se quisieran eternos para poder así perpetuar la risa de los mejores momentos.
Como este libro está lleno de vida, a veces le toca sufrir o exorcizar el dolor para seguir adelante. Así, por ejemplo, sufre en “Un adiós” (uno de mis preferidos) o en “Arraigo”: “Me miró apenas / y otra vez / sus ojos se alejaron, / en busca / de algo impreciso / en la ventana / en cualquier lado / donde yo / no estuviera” – “No tengo más ganas / de que las cosas pasen / quiero que se detengan / y se queden”.
Porque está vivo, este libro busca, duda, sueña con encontrar, pide perdón a moscas y hormigas (a la vida pequeña). Comprende, también, que en el fondo lo que hay, lo que no se puede ver, lo que esencialmente es invisible a los ojos (Principito dixit), es una mezcla, un menjunje de sensaciones y experiencias: las personas somos, por dentro, bajo la piel, asimétricas e informes, somos como una obra en perpetua construcción. Julieta Dal Verme, con versos frescos, palpitantes y contundentes, pescó (escribiendo) una gran verdad (o, según Clarice, “lo que no es palabra”): vivir es esa ardua alegría consistente en tener que reconstruirse una y otra vez, aprendiendo incluso a sobrellevar desmoronamientos de proporciones babélicas.
Como “Geometrías incompletas” es, como decía (sé que sonaré repetitivo), un libro lleno de vida, se explica que hospede algunos poemas-vegetales. En “De anima”, un libro que dio mucho que hablar durante siglos, Aristóteles sostenía que el alma debía pensarse como aquel principio que animaba todo lo vivo. Para el Filósofo, el movimiento delataba esta animación: “De aquí que pensemos que las plantas sean vivientes porque se observa que poseen en sí mismas una energía originaria a través de la cual crecen y decrecen en todas las direcciones espaciales”. Cierta sensibilidad común obliga así a Dal Verme a posar la atención en otras “formas de vida”: “desde su anclaje único / resisten / Hoy, para ellas, / pueden pasar dos cosas: / que yo las riegue / o que no”. Algo similar sucede en “La danza” (este poema es precioso), crujiente belleza fúnebre del otoño: “las hojas vuelan / porque no saben / todavía / que están muertas”.
Decía también que se trataba de un libro curioso, uno que se pregunta qué habrá detrás de todas esas puertas que no pudo abrir. Tan curioso es este poemario que en un momento dado la narradora hasta sale de sí para contemplarse, para verse viendo lo que ve, para recursar caminos andados. Esta osada pirueta narrativa también supo ser practicada tiempo atrás por Fitzgerald, precisamente en su famosa novela “The Great Gatsby”. Al hacerlo dejó, con o sin querer, en evidencia la fuente que motivaba aquella inusual excursión autocontemplativa: “Yo quería levantarme e irme caminando hacia el este, rumbo al parque, en el suave crepúsculo, pero cada vez que lo intentaba me enredaba en una discusión acalorada y estridente, que me jalaba hacia atrás, como una cuerda, reteniéndome en la silla. Pero, alta sobre la ciudad, nuestra hilera de ventanas amarillas tenían que haberle brindado su ración de secretos humanos al observador casual de las calles crepusculares, y yo era un observador también, que miraba hacia arriba con asombro. Yo estaba adentro y afuera, al mismo tiempo encantado y molesto con la interminable variedad de la vida”.
Dal Verme también parece estar molesta y encantada con la interminable variedad (perspectiva) de la vida, es por eso que, sospecho, le gusta salir de un “Atardecer” para, tanto mejor, verse ver el atardecer. Por eso mismo quizás escriba. Por eso mismo quizás nos haya regalado un primer libro tan enternecedor y bello como “Geometrías incompletas”, para que busquemos con ella, para que salgamos a ver, para que alguien nos pueda encontrar.
desde la estación
vi pasar el tren
adentro, en algún vagón
iba yo, sentada
apretaba en el puño
un muñequito Jack
el flequillo me tapaba los ojos
quería
preguntarle algo a mi mamá
pero ella dormía
apoyé la cabeza sobre sus piernas
esperé
el tren pasó
lo vi alejarse
con la punta del zapato
apagué el cigarrillo
y crucé
Foto: Leandro Surce]