Un infierno tibio (II)

Es mediodía. Toco el timbre. Frau Welzel se asoma a la ventana. Tiene en la mano una tacita y en el cuello una bufanda. Pregunto desde abajo:

-¡Hola! ¿Puedo subir a hacerle una pregunta?

No pronuncia una palabra. Hace, desde la ventana, una señal de que no.

-¡Frau Welzel! – vuelvo a gritar. Soy una típica argentina obstinada.

Ella desaparece y ya no vuelve a abrir la ventana. Me resigno. Salgo por la puerta de la verja peticita. Estoy sola. Veré qué me depara Alemania.

Salgo, sin haber hecho mi pregunta. Ando por las calles, a merced de las crías de grúas y las veredas remodeladas. Veo pasar a mi lado ciertos rostros que parecen engendrados en los tiempos del primer huevo y del primer árbol. En el colectivo, me siento frente a un hombre nacido durante una glaciación. Toco el timbre, para descender. Desciendo. El hombre glacial me mira todavía un rato largo desde la ventana, como desde el interior de un témpano de hielo.

Las mujeres alemanas me dejan paralizada. Ojos descuartizadores. Una piel fuliginosa, de serpiente. En las mejillas, escamas. Todo: frío al tacto. Otras tienen los ojos saltones, casi blancos. Ojos de helado derretido. Pienso: helado de limón.

 Fauna humana. En clase: una profesora con el rostro absolutamente decolorado. Sin cejas, pero también sin pestañas, sin boca.

Enseña Nietzsche.

-Para dar a luz a una estrella danzante…- dice.

Saca un papel tissue y se suena la nariz. Muchas veces. Con rabia.

Bendecimos su estornudo. Nadie ríe.

Guarda indignadamente su pañuelo y continúa:

-Para dar a luz a una estrella danzante…

El invierno dejó en el cuerpo docente una lacrimosa estela de resfriados. Según los comunicados, dos profesores faltan por “enfermedad”. Enfermedad quiere decir: ¿resfrío? ¿O algo más grave? Krankenheit jamás puede significar simplemente estornudar y hundir la cara en un pañuelo. De las clases suspendidas, me retiro con la sensación de que jamás voy a volver a ver a los enfermos.

A la semana siguiente, me siento decepcionada. Todo el mundo ya se recuperó.

Pero otros pañuelos salen ondeando de otros bolsillos. Señores que estornudan como dentro de un bolso. Señoras que estornudan como dentro de un salón. Señoritas que estornudan como dentro de una tacita. Entre los alumnos, también se estornuda de un modo ridículo. Todo el mundo ríe. Se festejan estornudos como ocurrencias geniales.

Un buen día, nos visita una eminencia. Publicó un libro sobre el modo en que la poesía impacta fisiológicamente sobre el cerebro. Es tan desgarbado como alto. Más tela de camisa que carne humana.

La eminencia nos narra en detalle de qué modo un gran poema traspasa el cerebro del oyente como una flecha. De qué modo un poema mediocre apenas repercute sobre algunas neuronas, hamacándolas. Explica el fenómeno con la indispensable ayuda de cuadros y Powerpoints. Llego al final exhausta. Duermo debajo de mis ojos. En mi sueño, la eminencia cae lenta y maravillosamente por un pozo.

Al final de la conferencia, en las dos primeras filas, se saludan y felicitan los profesores. Algunos se ponen sus sacos, otros lanzan una mirada incómoda a sus secretarios. Se aplaude: con los nudillos de los dedos, sobre la mesa de madera. La eminencia apaga su pantalla gigante. Los secretarios salen de todas partes, silenciosos. Como después de un llamado, todas las puertas de la sala se abren.

Dejamos la sala. Noto con enorme sobresalto que estuve sentada todo el tiempo en la fila de los profesores. Bajo la mirada, para no tener que admitir. Afuera, una secretaria me sonríe con una sonrisa serpentinamente cómplice. Se la devuelvo y me marcho con mi falta estrepitosa de protocolo.

Es de tarde y vuelvo a casa. Esta vez, Frau Welzel está en el balcón. No toco el timbre. Abro la verja, agachándome.

-¡Hola!- saludo.

-Hola. – ella a mí.

Ambas sonreímos.

-¿Puedo hablar con usted ahora?

Baja la cabeza, vuelve a mirar el río. Me hace un gesto de que no, con la mano.

Está lloviendo al otro día. Por la calle: gente, con paraguas, con chalina y ¡descalza! La lógica es algo extraña: los zapatos mojados tardan demasiado en secarse. Es más expeditivo dejarlos por ese día en casa, y salir a pisar lluvia con la planta de los pies. La lluvia, en los pies alemanes, me llena del presentimiento de que algo – específicamente humano – comienza a escapárseles.

La amabilidad de algunas personas va pareciéndome lentamente una exótica forma de indiferencia. Todo se hace con mesura, en base a una estricta regla. Se sonríe. Se conversa sin emoción. Se oye música. Se espera a que la cafetera deje de escupir café. Empiezo a sospechar que todas las sonrisas bonachonas están enumeradas dentro de cierta lista de lo que “hoy tiene que hacerse”. Hoy tiene usted que… sonreír. Que bonachonamente sonreír, si especifico. Que… pasar la tarde frente al río. Hoy…usted…descansa. ¿Mañana? Consulte en la tabla de horarios.

Me sorprendo de haber descubierto. Los alemanes tienen, en el lugar del alma, una ¿amabilidad?

Entre el río y la casa, un grupo de jóvenes se instala. Sacan una guitarra y comienzan a cantar. Los cisnes no se escandalizan. El sol apenas perezosamente se desplaza. Escucho pacíficamente desde mi ventana. Hasta que Frau Welzel, desde arriba, grita:

Auf! ¡Auf!

Los jóvenes intercambian miradas despavoridas. Inmediatamente, la guitarra entre el río y la verja pequeñita – calla.

Insisto. La amabilidad cordial me asusta, no sale al encuentro ni se dirige a nadie. Es una amabilidad que apenas roza. Por eso, da igual a quién se dirija, se cumple entera en quien la “da”.

Toda esta cordialidad me deja algo así como una duda. Me subo a un colectivo, como si tuviese prisa. No tengo prisa, pero la amabilidad de una señora que está en la puerta me espanta y me empuja para adelante.

Escribo:

Las damas serpiente se comen un cisne y escupen su sangre entre sus crías. Comparten con sus crías la sangre del cisne. Todo, en el celular.

Dos hombres glaciales me ayudan tristemente a bajar del colectivo. Bajo. Plumas de cisne se esparcen sobre la parada.

Llego a casa. Frau Welzel saluda desde el balcón a su vecino, de 95 años. También en un jardín de rosas (ninguna roja, todas rosas, crema, tenues).

-Frau Welzel ¿puedo hacerle una pregunta? – yo, desde el umbral.

Desde el balcón, ella – ahora – me hace señal con el dedo – de que sí.

¡Al fin! festejo yo. Pero abro la puerta y desconfío. Decido cambiar de pregunta mientras subo la escalera.

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