El alambre enamorado

Y un día, así como si nada, la jaula se enamoró de la flor que mantenía cautiva. En un comienzo, fueron solo un par de miradas secretas que parecían escaparse de su control y dirigirse furtivamente hacia la belleza hipnotizante de aquella planta tan oronda que, sin importar las circunstancias, mantenía su altivez. A pesar del encierro, del ruido molesto de los autos y del precio puesto por convenciones capitalistas que monetizaban lo que se suponía como la pureza más intachable, su dignidad se erigía con una persistencia admirable.

Mucho tiempo había pasado desde que el geranio había llegado por primera vez al vivero, y nada en particular lo diferenciaba de las otras plantas: era solo otro brote vivaracho que pronto comprendería su inevitable destino de decoración doméstica y se resignaría a pasar el resto de sus días en una maceta muy bien decorada con gente muy bien ataviada y en una posición muy bien apreciada. Pero eso nunca ocurrió. En lugar de conformarse y soportar pasivamente aquel empleo impuesto, el geranio persistía con incansable fervor y firme dignidad en su intento de encontrar la libertad. Todos estos esfuerzos no pasaron desapercibidos por el alambrado que, sin otra distracción que el chisme ocasional de los gorriones y el ir y venir de los peatones, encontraba entretenimiento en observar la inagotable labor de la flor altiva.

Fue así como, con el pasar del tiempo y casi sin darse cuenta, el alambrado descubrió un día que había roto con todos los reglamentos de la profesión al enamorarse perdidamente de su prisionera. Intentó negarlo rotundamente y convencerse de que aquello era imposible, que nunca una valla podría querer a alguien tan vano y superficial como una flor, que cómo, si eso iba en contra de las leyes naturales, que no, que jamás, que por qué, que qué hago ahora, que me pregunto si me está mirando, que qué linda amaneció esta mañana.

Al notar el titubeo incesante y las miradas (no tan) disimuladas del alambre, el geranio decidió tomar provecho de la situación y prometerle amor eterno a cambio de un pequeño favor: la libertad tan ansiada. «Es que vos entendés, yo jamás podría querer a quien es causa de todos mis pesares y angustias», era el argumento demandante al que recurría la flor. Luego de mucho insistir, y con la convicción de que sí, efectivamente va a cambiar, el presidiario finalmente liberó a la prisionera.

En el instante mismo en que el geranio escapó de su encierro, se escabulló con su nueva independencia entre sonrisas de triunfo y miradas culposas de perdón a su prometido amante para no volver jamás. Este, nada sorprendido con el resultado, se despidió en silencio del único ser que alguna vez había logrado arrancarlo del sopor cotidiano de su rutina. Con mucha parsimonia, decidió olvidar aquel penoso incidente para retomar la tarea que, en pos de una adoración ficticia, había dejado renegada. Al fin y al cabo, se suponía que los alambrados no se enamoraban de geranios. Al fin y al cabo, solo era otra flor superficial y vana.

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