Escojo la angustia (poética del cuento)

 

I
Fernando Pessoa, bajo el heterónimo —bien podría ser pseudónimo— de Bernardo Soares, dice en el Libro del desasosiego “escribo arrullándome, como una madre loca a un hijo muerto”. ¡Qué intensidad profética tiene esta frase que me acompañará hasta la muerte y qué atrevimiento tan perfecto! Escribir, para Pessoa, es entonces un intento casi fútil por encontrar calma entre lo inevitable, entre la muerte misma.

No estoy seguro de encontrar la calma en la escritura, en esto concuerdo con Pessoa. Sin embargo, esta actividad ni siquiera representa un arrullo débil: para mí escribir es angustia.

 

II
Cuando escribo un cuento (diferente a lo que siento con la poesía), empieza una cacería. No es la típica persecución del escritor buscando las palabras exactas, los personajes más apropiado y menos equilibrados, ni el espacio ideal —aunque esto no quiere decir que yo no considere estos aspectos—. Me refiero a que soy la presa.

Empiezo el cuento y siento que huyo como en los sueños: estoy en un espacio gelatinoso que frena mis afligidos movimientos. Entonces, cada palabra se convierte en una pincelada de la angustia que me compone. Siento que el cuento me persigue incluso sin estar terminado (porque nunca lo está). Y tal vez es lo que más temo, ese es mi desasosiego y por ello no puedo tener arrullo: escribir es una prisión donde los barrotes son el inicio, el final y las palabras que me agobian.

Comparto esto con Nabokov cuando dice que, al escribir una novela, solo quiere terminarla. Eso quiero yo, que el cuento pueda sobrevivir sin mi ayuda, que mi angustia ya termine y quede un ser incompleto pero auto-suficiente.

 

III
Ya que la angustia queda clara como el esqueleto fundamental de mi escritura, vale la pena hablar de los órganos, la carne y la piel. Empecemos por los desdichados que viven y tal vez mueran en mis cuentos.

Hombres y mujeres en principio vacíos, creo que eso los describe. Recipientes que se llenan con mi angustia. El sufrimiento es inherente a su existencia, pero no necesariamente físico. Es decir, que la muerte siempre ronda mis cuentos, sea en la forma de su contrario (amor) o en su forma esencial, directa y manifiesta. Pero no creo ser tétrico o siniestro —al menos no me lo propongo voluntariamente—, sino que me interesa la confusión, lo enterrado y oculto, y el misterio mayor me sirve a la perfección. Entonces, mis pobres «personajes» están a la merced de mi fascinación por lo velado, así que no tengo otra opción que confundirlos y tal vez, si se me antoja y cabe, asesinarlos.

 

IV
El lugar a veces no importa, pero cuando quiero que importe, opto por lugares poco transitados, aunque a veces lo obvio resulta útil: un hospital, un teatro o hasta una casa. No me angustia tanto el lugar que habitarán mis personajes como lo que pasará en ese lugar, ya que la locación, si no está ya construida y me apropio de ella, nacerá en la propia escritura. Con esto me refiero a que cuido los detalles mínimos de verosimilitud, pero no dejo que estos frenen la cacería. Si escojo un auto como lugar, me preocupo por la marca y escojo alguna, pero no permito que el color o el modelo me desvelen —estoy ocupado con problemas más incómodos—. A veces los propios personajes me permiten un lugar que no planifiqué y, entonces, lo diseño con lo necesario y nada más, o al menos eso pretendo.

 

V
Podría ser que la piel del cuerpo, lo que recubre todo y lo mantiene unido hasta que alguien lo escrute, sea quien narra mi desespero. Me gusta variar de voces y no creo tener una preferencia por alguna. A veces siento que el desdichado mismo tiene el deber de narrar sus acciones y funciona bien, es directo y sin giros innecesarios. En otras ocasiones, alguien más debe contarlo por la naturaleza misma de la narración, pero nunca seré yo quien lo haga.

Es este narrador, o tal vez transcriptor, quien posibilita el funcionamiento de la cacería en su nivel formal. Funcionan los desdichados, funcionan los lugares y funciona la confusión y la muerte.

 

VI
Termino por pensar que escribir, para mí, claramente no es el arrullo, ni es como una madre loca frente a un hijo muerto: escribir, para mí, se funda en que soy esa madre loca que decide no arrullar ni arrullarse, sino sufrir el desasosiego, el desespero. Cuando escribo, busco la calma, pero decido ser el objeto de cacería por más metódico que pueda hacerlo parecer, porque al menos tengo aquí la tranquilidad de escribirlo, pero seguramente en un cuento no podría expresar lo que es escribir ese cuento.

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