El libro de la almohada (I)

La Emperatriz Sadako dijo:

-¿Qué se podría escribir en esta pila de cuadernos? El Emperador ya está redactando en otros sus Anales de Historia.

Sei Shônagon, que era una ayudante de menor rango, contestó:

-Si fueran míos, los usaría como almohada.

(Las almohadas japonesas eran pequeños cajones de madera que podían lastimar el cuello, pero dejaban intacto el peinado.)

De modo que Shônagon se llevó ese día los cuadernos y escribió en ellos las notas del famoso Libro de la almohada. Tenía 37 años (36 para Occidente), la edad en que dicen en Japón que las mujeres se vuelven melancólicas.

El libro de la almohada es, en principio, un libro de observación. No, no de contemplación (de hallazgos), sino de observación (de búsquedas). Sei Shônagon camina por los aposentos del palacio. Dice:

-Me duele la cabeza. Quiero saber la verdad.

Un día, una mañana de rocío, ve en el patio, cerca de los ciruelos: una telaraña rompiéndose.

Esto es quizás un buen punto de partida: Sei Shônagon habla desde esa mirada. Mirar y de pronto… romper una telaraña con los ojos. En cada búsqueda, Shônagon intuye. Entre la visión objetiva y la intuición, la telaraña se quiebra. Entonces, sobre la mente: solo queda el poder hipnótico de la imagen.

En la imagen, el mundo está quebrado. Con los fragmentos rotos, se lo vuelve a formar. Con los fragmentos rotos se abre un abismo:

“Vi el vestido interior de aquellas damas y parecía ¡de hielo!”.

“Vi la luna en el cielo como una sola astilla pálida”.

“Vi un día a un hombre ebrio y me… repugnó”.

“Vi una noche la luz de la luna llena que se filtraba por las celosías e iluminaba muy blanco todas las sábanas del cuarto”.

La visión es el espacio de los solitarios. Se ve cuando nadie está hablando, cuando el mundo alrededor se encuentra muerto. Se ve como a través de un súbito encanto que deja a todo el mundo mudo y amansado. Y cuando no se ve, se cierra profundamente los ojos y se escucha:

El hototogisu es un pájaro pequeño. Canta tan bajo que siempre que uno lo oye, inmediatamente… ¡duda de si lo está oyendo! Una madrugada, Shônagon está aún en la cama. No quiere despertar a las otras: quiere ser la primera en oír al pájaro. Lo oye. Se emociona: el canto le gusta tanto que se siente “casi intoxicada”.

“Todo lo que llora de noche me deleita, excepto los bebés”.

Escuchar una cosa es estar de pronto sorda para otras. Así también:

La Emperatriz extiende un día sobre el suelo varios rollos de pinturas. Shônagon entorna los ojos, y en vez de las imágenes en los rollos, mira las manos de Sadako. Dice que esas manos tienen un tinte rosa luminoso. Se pregunta: ¿cómo es posible que una mano así (dos manos así) existan sobre la tierra?

La Emperatriz es otro mundo. La isla hundida de otra soledad. Sadako le dice un día:

“Hay momentos en que el mundo me exaspera tanto que siento que no podría seguir viviendo en él por más tiempo. Pero entonces, si recibo buen papel blanco, papel Michinoku o papel decorado, siento que aún puedo soportar las cosas y seguir un tiempo más… viviendo.”

 

El tiempo 

Entre la China y el Japón del siglo X corre la era de los Imperios.

Los Imperios: la vida injusta, pero hermosa. Con un ministerio para cada cosa: el Ministerio de Ritos. El – Ministerio de Adivinación. El Ministerio del Tiempo, que emplea una clepsidra, para medirlo. En el Ministerio de turno suena un gong a cada hora. Las sirvientas y las damas corren hasta los muros, se trepan sobre la saliente de las torres y, abrazadas allá arriba, se quedan oyendo el sonido del gong alejado.

El tiempo está divido en horas. En cada hora – un animal enjaulado. Muy temprano en la mañana: la Hora del Tigre. Tarde, a medianoche: la Hora de la Rata.

Si uno sale al jardín a la Hora del Tigre en un día de nieve: el sol deslumbra tanto que nadie puede ver con nitidez. En una mañana así, la Emperatriz da a sus muchachas la orden de juntar toda la nieve del jardín y armar una montaña. Cuando ya la han armado, pide a Shônagon que profetice cuanto durará esa nieve. Cuánto: ¿es una orden o un pedido? Es una… oportunidad: desentrañar el tiempo, saber descifrarlo. Medirlo.

-¡Todo un mes!

-¿No es demasiado, Shônagon? – pregunta la Emperatriz.

Sei se arrepiente al instante. Pasa todo ese mes preocupada ¡por un montón de nieve! Trata de proteger la montaña de la lluvia. La contempla cotidianamente desde una ventana. No deja que los niños pasen cerca; que esparzan toda esa nieve, para jugar.

Se imagina, al final de aquel tiempo de invierno (gélido como una tortura) que cargará un puñado con la última nieve de la montaña hasta la Emperatriz Sadako en una canasta. Y acompañará esa canasta de triunfo con un poema para ella.

Sei Shônagon ama sobre todas las cosas del mundo a la Emperatriz Sadako. La ama como solo puede amarse a los solitarios. En un suspenso, una eternidad. El tiempo que dura la montaña de nieve en el jardín es más que un cálculo. Es, entre ambas, la promesa de un – idilio.

-¡La nieve durará un mes! – dice Shônagon.

-Pero eso… – dice la Emperatriz – ¿no es demasiado?

El tiempo detenido, para Sei Shônôagon:

A todas las damas se les erizó el cabello, viendo cómo se mecían las cortinas del carruaje en que pasó la Emperatriz.

El tiempo resistido:

Los días de tormenta, los Guardianes del Trueno salen a arrojar flechas al cielo.

El tiempo soportado:

La única manera de sentir un poco de fresco era observando los lotos que flotaban en el estanque.

El tiempo repetido:

¿Debe cansarse la gente de los cerezos porque florecen cada primavera?

El tiempo desolado:

Todos los árboles pierden su encanto cuando los pimpollos se abren.

El tiempo, como un rostro:

El leñador Wang Chih jugó una partida de go con dos sabios en la cueva de una montaña. Al partir, vio que el mango de su hacha se había podrido. Al llegar a su pueblo, descubrió que todos sus conocidos habían muerto hacía años.

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