Puede ser una montaña
que quema con la soledad.
Puede ser santuario de espectros
que se refugian en las gélidas sombras.
Puede estar cerca de la ciudad y,
aun así, ser inmaculado.
La melancolía serpentea en el páramo y
el frío la abraza en su grácil trazo.
Melancolía de las bestias ancestrales,
melancolía del cóndor con su vuelo acallado.
Puede primar lo quieto y solitario:
el oso que come la bromelia
y se oculta en el cristal nublado;
el débil y lejano gemido del venado
entre los frailejones
donde sus cuernos afloran.
Puede ser la montaña y sus hijos
el templo de la quietud y el retiro.
Pero en el páramo la elación se viste
con un delicado velo de nubes bajas.
La soledad es la dicha que el páramo evoca,
la necesidad de la quietud
donde el venado tiene voz
y el agua un eco;
donde el oso se esconde entre el silencio.