«Una mujer sería encantadora si uno pudiera caer en sus brazos sin caer en sus manos.«
Ambrose Bierce
En Medea, la famosa obra del poeta griego Eurípides, la primera ruina de su protagonista es que es una mujer instruida. Cuando el rey Creonte, cuya hija ha prometido a Jasón, viene a desterrarla de Corinto, ella afirma: «Yo mismo participo de esta suerte, ya que, al ser sabia, soy odiosa para unos y para otro hostil». Pero este exilio forzado no es tanto por su ilustración o su magia, a pesar de ser sobrina de Circe, sino porque al sufrir un cambio súbito, al transformar su amor en odio, al desafiar al rey, al insistir en conspirador políticamente, ha obtenido una fama peligrosa para la estabilidad del reino.
Todo es vertiginoso, y Medea pasa de ser amada, a ser una mujer repudiada sentimentalmente, además de persona non-grata, y por ello se dedica a reflexionar con amargura sobre los juramentos nupciales, el destino de su familia, el deber conyugal, la traición de Jasón, el odio a la polis, y esto ha engendrado en ella, irremediablemente, una sed de venganza, una inquina personal que ha deformado su rostro y su alma y ha encendido su imaginación. El rey Creonte intuye que una mujer, en su condición, puede ser más peligrosa que todos sus enemigos juntos, y aún así, decide visitarla personalmente una tarde para notificarle el exilio, y en su tajante decisión, no está dispuesto a escuchar razones contrarias al veredicto de expulsión. Tiene justificaciones de peso como cuidar sus intereses (su hija Creúsa ha sido prometida a Jasón), velar por la seguridad del reino, y evitar cualquier tragedia familiar.
La nodriza, que es la confidente de Medea en la obra de Eurípides, presagiando un mal augurio y enterada de la situación de su señora, dice: «La mejor salvaguarda radica en que una mujer no discrepe de su marido». Una meditación sabia, pero no justa, pues su consejo sugiere el recato y no la domesticación matrimonial, ya que esta, como todas las féminas, sabe que la mujer es solamente un botín entre otros enseres en Grecia, y únicamente un buen casamiento le asegura dignidad, poder y estabilidad, como sucedió con Medea al casarse con Jasón.
Este nodriza, quien podría ser la intuición de la protagonista, conoce bien la naturaleza de su patrona, porque más que sierva y tutora de sus hijos, dispone su voluntad para acompañarla y escucharla cuando ella está sola, triste, o tiene algún sentimiento encontrado y por eso nadie la comprende mejor que ella. Gracias a esta sensibilidad humana se encuentra facultada para saber hasta qué extremos puede llegar su ama, en caso de que lleve a cabo sus reflexiones sin límite razonable alguno. «Ella odia a sus hijos y no se alegra al verlos, y temo que vaya a tramar algo inesperado, [pues su alma es violenta y no soportará el ultraje. Yo la conozco bien y me horroriza pensar que vaya a clavarse un afiliado puñal a través del hígado, entrando en silencio en la habitación donde está extendido su lecho, o que vaya a matar al rey y a su esposa y después se le venga encima una desgracia mayor], pues ella es de temer».
Su fama tiene antecedentes, y si Medea consume sus pensamientos de venganza, si deja que su fuego interno se crispe, estará irremediablemente lanzada a un destino atroz, a una tragedia anunciada, a una vesania incurable, sin posibilidad de redención más que por la muerte o el repudio. Es cierto que ella ha sido desterrada, primero, del reino del amor por la infidelidad de su esposo Jasón, luego es obligada a autoexiliarse del lugar que la acogió, le dio fortuna y tranquilidad y por último, se destierra de la razón para seguir los dictados de sus ciegas pasiones humanas.
Ella está herida, además de marcada como un peligro para la estabilidad social, aún así, piensa que fuerte como la muerte es el amor y por ello debe resolver algo aunque esté derrumbada más no destruida. Y precisamente es, a partir de este sentimiento, que filosofa sobre su condición para encontrar un camino. Se hace preguntas en soledad y forma ella misma las respuestas. Su razón dialoga con las pasiones internas, no con el amor erótico, filial o patriótico, y así Medea, sin saberlo porque es un avatar del destino, se convierte en una actriz de su propia tragedia, en la intrusa, (según Eurípides), que representa un personaje ostentoso que dará rienda suelta a su imaginación.
Con el arquetipo del odio estructurado, con el alma envenenada por sus conclusiones, Medea trata de convencer al rey Creonte que no la expulse de la ciudad. Razona arduamente con él, pero este se niega a ceder, luego apela a representar el pío sentimiento materno de no querer expatriarse, sin antes dejar a sus hijos en una buena situación, porque ¿qué culpa tienen, en su destino, dos criaturas que nacieron en contra de sus voluntades? Por piedad filial, el rey accede y extiende una prórroga para su exilio de Corinto, so pena, de ser traspasada a espada si desobedece. La suerte está echada y el veredicto va en serio. Y Medea también siente su herida en serio y su personaje está presto a encarnar su mejor y más cruel tragedia.
El Corifeo, que aparece como ese deux ex machina tras escena, compadece su situación: «¡Desgraciada mujer! ¡Ay, ay triste por tus pesares! ¿A dónde te dirigirás?» Pero ella sabe bien a dónde debe ir, al centro más oscuro de sus pasiones, a ese agujero negro de su corazón que le procurará un camino para buscar justicia. Convencida ya (o engañada) y en la obnubilación de su razón se mofa de la decisión del rey: «Pero él ha llegado a tal punto de insensatez que, habiendo podido arruinar mis proyectos expulsándome de esta tierra, ha consentido que yo permaneciera un día, en el que mataré a tres de mis enemigos, al padre, a la hija y a mi esposo».
Dialoga con su yo e imagina formas y métodos para tales muertes: fuego, espada, tortura, hasta que finalmente se convence de usar venenos para lograr su cometido, o en sus palabras, buscar «justicia para su situación». Pero no hay que juzgar a Medea tan pronto. Es una mujer que ha apostado todas las fichas al amor y ha perdido: Mató la serpiente que resguardaba el vellocino de oro que Jasón fue a tomar; traicionó a su padre y su reino en Yolco, y asesinó al rey Pelias, (indirectamente, pues fueron sus hijas las que cometieron parricidio, después que Medea las convenciera de que podían rejuvenecerlo al despedazarlo y hervirlo en un caldero), cuando este rehusó entregarle el reino, como promesa, al que trajera el vellocino de oro.
Jasón, su ex esposo, es ahora metal falso, medida adulterada para Medea. Y aunque el Argonauta reconoce que ella es sabia, y que Eros fue el dios que la impulsó a tales arrojos y aventuras épicas, justifica su traición marital al desposarse con Creúsa, hija de Creonte, afirmando tajantemente que busca un bien para ella misma y para sus dos hijos, procurando una vejez con gloria, un status, económico, social, familiar que los beneficie a todos. Medea no entiende ni esta ni otras razones, porque su corazón se siente desgajado del hombre que ama: «No deseo una vida feliz, pero dolorosa, ni una prosperidad que desgarre mi corazón». Se dice a sí misma.
Así comienza el descenso de la montaña del amor a la meseta del odio y prepara la artillería para combatir una guerra a muerte. Está dispuesta a todo. Diligentemente se procura asilo en Atenas logrando que el mismo rey Egeo garantice el acceso a sus tierras, mientras trama el feminicidio de Creúsa, la hija de Creonte, rey de Corinto y futura esposa de Jasón. La estrategia es sencilla: enviar dos presentes (que en realidad son elementos de ella misma, indumentaria real de la princesa de Yolco), un fino peplo o chal de lana, y una corona de oro laminado ungida de veneno para que la doncella sufra la más agónica de las muertes.
Pero el plan urdido no será fácil, debe ser cautelosa, actuará sola y eso requiere concentración y precisión. Sin vacilar, se muestra dócil con Jasón al comunicarle que ha desistido de sus planes malévolos y su sed de venganza para con el rey y la princesa. Se deja pasar la mano por la melena como una criatura mansa. Aduce que por amor a sus hijos no hará alguna cosa que perjudique sus destinos. Empero ella, Eurípides, Jasón y nosotros, sabemos que esto no es nada más que una «falsa representación oscura» para enviar los dones preparados a la futura esposa de Jasón. Y así, valiéndose de sus hijos y aprovechando sus dulces inocencias, les encomienda llevar el ajuar y la corona de la muerte, y en cuestión de tiempo (momento que aguarda con paciencia) cumple su doble propósito: asesina a la virgen Creúsa y a su padre, el rey Creonte.
Un mensajero corre a traerle la «mala nueva» detallándole el doble crimen, pero pronto hace un descubrimiento macabro: al relatarle el suceso, percibe una dosis de autocomplacencia, además de no sentir en ella, alguna expresión de temor ni pesar como todos los súbditos del reino. Por ende, el heraldo conjetura si acaso esta mujer no es la autora de tan horripilante magnicidio, aunque sabe que el rey y su familia tuvieron declarados y peligrosos. Solo cuando Medea se entera que Jasón se dirige a su casa, y presintiendo un mal peor, decide asesinar a sus dos hijos, convenciéndose con razones propias:
«Amigas, mi acción está decidida: matar cuanto antes a mis dos hijos y alejarme de esta tierra; no deseo, por vacilación, entregarlos a otra mano más hostil que los mate. Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es preciso, los mataré yo que los he engendrado. Así que, ¡ármate, corazón mío! ¡No te eches atrás! ¡No pienses que se trata de tus hijos queridísimos, que tú los has dado a luz! ¡Olvídate por un breve instante de que son tus hijos y luego… llora! Porque, aunque los mate, ten en cuenta que eran carne de tu carne».
Así, con un razonamiento envenenado, ciega por la pasión y contra las protestas del coro (conciencia), asesina a sus dos hijos, sin piedad alguna, en el patio interior de su casa. Jasón llega tarde a la escena para detener la mano infanticida, e impotente lamenta con profundo dolor tantas muertes inútiles. Medea huye rápidamente de Corinto hacia Atenas en un carro empujado por dragones, (regalo de su abuelo), donde previamente ya tenía un asilo asegurado, pero de allí es desterrada debido a su hazaña conocida por todos.
De ahí parte para Italia, cambiando de función social, pues ya no es una experta en hierbas y pócimas, sino que ahora es una encantadora de serpientes. En este deambular errático, igual que Caín, finalmente se radica en Francia, y, por último, se dirige a Asia donde se casa con un rey poderoso para así terminar viviendo feliz hasta los últimos días de su muerte. Medea, con su tragedia anunciada por Eurípides, desciende a los sótanos del infiernos, sube al cielo de su propia justificación, y desaparece en una llamarada anónima, consumando de esta manera la sed de venganza de un amor transformado en odio filicida.
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