En mi mente resonaban en paráfrasis las palabras de Virginia: Oscilaba minuto tras minuto, de aquí para allá, entre los reflejos y las piedras, subiendo y bajando con el agua, hasta —ya conocen el pequeño tirón— la súbita conglomeración de una idea en la punta de la caña; a continuación, el apurado tirar de ella, para luego tenderla sobre la ondulación del mar. La atención captada. La curiosidad por lo que se piensa.
El agua también es mi casa, mi espacio; me convierto en extensión suya o viceversa, su inmensidad me provoca sed de infinito. Estoy desnuda, mis pies y mis pechos se distorsionan por los movimientos de las olas lentas. Trato de enfocar. Sigo prendada a la idea que atrapé. La siento, me envuelve. Trato de concentrarme, no puedo. La infinitud del mar es mi única casa, me asfixia el aire. Salgo de mí.
¡Despierto!
Estoy recostada sobre un sillón blanco, a mi cuerpo sólo lo cubre una sábana color ciruela; al fondo suena Kavinsky, el ambiente huele a incienso y yerba. — ¡Vaya sueño!—, pienso, y me doy vuelta para acomodarme de nuevo. Permanezco muda. Y en mi mente retumba: ¡Mi casa, mi mar!
Me percato de que es la primera vez que duermo en este sofá; que lo disfruto; que lo sé mío. Y es la primera vez que hablo sobre “el lugar que habito”. La primera vez, en muchos años, que puedo pagar una renta. Que puedo independizarme del mundo.
Nunca había disfrutado de este espacio, ahora me desnudo y me restriego al mueble. Reflexiono sobre lo que pienso y sueño, sobre “la casa, el hogar, el refugio” aquello donde habitamos y nos protegemos del exterior; aquel lugar donde se desarrollan las relaciones de vida, donde se protegen los relatos, las nostalgias; donde se encuentra intimidad, o se trastoca. Un espacio donde tu cuerpo es, donde descansa, vibra, se guarece, el vehículo material para encontrarnos con las otras personas.
Desconozco cuál es la relación que establecen las demás con el espacio que habitan; o qué se sentirá vivir más de veinte años en un solo lugar, o vivir rodeada de varias familias, ya en edad madura y en casa pequeña. Sólo puedo decir que en doce años he vivido en más de diecisiete casas o departamentos. Nunca he permanecido más de doce meses en un lugar; pocas veces he terminado de desempacar; y me gusta, aun así he tenido espacios que he sentido muy míos, que realmente me han resguardado del infinito.
Siento que cuando alguien vive mucho tiempo en un lugar, y además éste le gusta, aquello logra ser su propio país; un lugar con olor y dinámica propia, sonidos específicos; espacios medidos; aquello se convierte en una extensión de sí. Debe existir una especie de simbiosis. Quizá no existen detalles de la casa que se desconozcan; y la mente se vuelve una fotografía del espacio que se multiplica siempre.
En realidad el cuerpo es mi único espacio, mi primer territorio; mi mente es la casa que no deja de autocrearse, laberíntica. La casa, el espacio que me permite desdoblarme, iniciar la conexión con lo demás.
Aún despierta pongo fragmentos de historias sobre el serpentino mar de la imaginación; sigo cómoda sobre el sillón blanco, respirando mi morada. Mi cuerpo ahora tiene casa; espacio y tiempo. Disfruto la soledad; me enamoro de mi compañía. Observo mi lugar y me siento radiante, encontré el soundtrack de mis días. Mi propia música. Mi habitación propia.
Ese sueño llegó como el inicio de un diálogo directo con el espacio (extensión mía); con las cosas compañeras. Todo esto a partir de un ejercicio teatral que pone en relieve el escenario de los objetos. Estoy contenta, reconozco el olor de mi ropa, de mis sábanas. Puedo escucharme, pronuncio, leo, escribo sobre las olas.
La vida puede ser un no descansar hasta tener un espacio cómodo, y lo más propio posible; un lugar en el que puedas desenmascararte, desbaratarte y reconstruirte. En mi caso, apenas ahora tengo una casita que me permite comenzar viajes en paracaídas a las profundidades mías; ojalá todas pudieran gozar de un lugar que resguarde su cuerpo cuando los infiernos se asomen, o que les permita rodearse de sus compañeras cosas; aunque sea sólo una; un libro, una frazada o una libreta.
¿Para qué o por qué buscamos espacio e independencia?
El espacio es importante, el ambiente conformado por los objetos; por lo otro. Esas cosas que cuentan nuestras historias, la cotidianeidad, nuestros días. Eso que termina siendo la vida.
Un lugar donde el ruido cesa sólo bajo tu decisión, en el que la actividad comienza cuando tú despiertas, en el que cuentas con el templete y decorado que se acomoda a tu mirada. Es ahí donde se sitúa el compromiso y el goce de encontrarte a ti misma, y gustas de citarte para el desayuno, conversar en la comida. Un templo donde puedes llorar la soledad ineludible que te quema, donde puedas urdir tus sacrificios, tus glorias; donde puedas enfrentarte a la angustia, así como asumir el valor de salir a intentar comprender y transformar todo lo que al mundo aqueja.
Me gustó ese rincón de mi hogar donde puedo soñar y convertirme en mar.
Cuando vives en un entorno amable, cuando cuentas con cierto espacio propio, logras ser tu propia huésped; y empiezas a pensar en no dejar jamás la vida.
*Pintura: Erika Craig