El corazón sabe

Es verdad que un tiempo fui feliz. Era un periodo de cierta abundancia económica y comodidades hogareñas que se tradujeron en una larga lista de hábitos sedentarios y caprichos alimenticios. Estos últimos acentuaban especialmente la tranquilidad de mis tardes frente a la computadora, ya fueran horas de trabajo, ya fueran momentos destinados a ver series y películas. Recuerdo con claridad las alitas al parmesano con aderezo de queso azul que pedía una vez a la semana o cada quince días a un pequeño restaurante llamado Grill Concept. No era un platillo caro, pero no todos los placeres tienen que serlo: de buen tamaño, bien cocinadas, con la sazón perfecta y rebozadas en una porción generosa de parmesano, aquellas alitas combinadas con el aderezo de queso azul representaban la eficacia en sí, la culminación de una idea simple pero efectiva y reconfortante.

Un día, sin embargo, dejaron de constestar las llamadas. Algo en mi pecho lo sabía de antemano, pero yo, tonto esperanzado, optimista irracional, asumí que este silencio se debía a que cada vez más se privilegian los pedidos hecho por internet o mediante aplicaciones por encima de los hechos vía telefónica. Así pues, intenté comunicarme con el restaurante a través de su página y de un par de aplicaciones, pero tampoco hubo respuesta. Bien sé que buscar un sustituto ideal de inmediato ante una posible pérdida es una respuesta tan injusta como natural, pero no me importó. Comí en otros restaurantes de la zona y, como debí haber imaginado, en pocos de ellos ofrecían un platillo parecido  y en ninguno de los casos resultaba tan satisfactorio. Quizá esperaba demasiado, así que lo dejé por la paz, por mi paz. Meses después, la página web también desapareció sin aviso. Estaba inquieto. Nunca había tenido interés por buscar el establecimiento en sí, pero ahora era diferente: se trataba de la última oportunidad de dar de nuevo con esa grasosa porción de calma.

Al llegar a la dirección que anunciaban antes de desaparecer, lo noté enseguida: el lugar llevaba cerrado bastante tiempo. El nombre en letras rojas pintado sobre el toldo se había deslavado por las lluvias, las cortinas blancas de metal se mantenían cerradas con candado, nadie sabía si volverían a abrir. Volví a casa con una pesadez inmensa sobre mi espíritu, tratando de aceptar el hecho: jamás volvería a comerlas. Hay ocasiones en que el mundo, con toda su indiferencia, nos orilla a la resignación. Aquella tarde, lo recuerdo bien, contemplé cómo se ocultaba el sol detrás de un horizonte manchado de tonos rojizos, como las letras del toldo, mientras pensaba: «No somos nada. Todo termina».

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