El libro de la almohada (IV)

El palacio

La gata que vive en el palacio se llama: Dama Myôbu. El perro: Okinamaro. Okinamaro tiene en la cabeza una guirnalda de hojas de sauce y pimpollos de duraznero. El cuerpo cubierto con cintas de flores. Un día, el perro no se porta bien y el Emperador ordena azotarlo hasta su muerte. Okinamaro… vive. Pero ya no está lleno de flores. Parece otro perro, dice Shônagon, una reencarnación de Okinamaro en otro cuerpo.

Más personajes del palacio con sus nombres:

Los kotos, las flautas y otros instrumentos musicales tienen también nombres propios. Hay un Ide (Corriente de Agua), un Ikyo (Puente sobre el río Wei), un Kosuirô (Pequeño Dragón de Agua). Se cuenta que, con uno de esos kotos, el legendario músico Suzushi lograba hacer descender de los cielos a una doncella que seguía el ritmo con sus danzas.

En el patio, las flores cuelgan de los árboles, frágiles como insectos. Las ramas de ciruelo suelen ser arrancadas, para ir atadas a las cartas de los hombres elegantes. Un día de frío a la luz de la luna, el Emperador ordena que se junte un poco de nieve sobre una bandeja. Cuando traen la nieve aún fresca, pide a sus sirvientes una rama de ciruelo florecido y la clava en el medio de la pequeña montaña.

He aquí (una bandeja de nieve con una rama clavada) ¡la voluntad del Emperador!

El Emperador, en todos los sentidos: un extraño. Shônagon lo ve pasar tras una cortina, como un demonio calmo. Cuando, en una sala, alguien estornuda, todo el mundo lo mira. Dicen que un estornudo es signo de que el último que habló frente al Emperador… estaba mintiendo.

La soledad

 Anota Shônagon en una lista de cosas que la emocionan:

Encender un incienso muy bueno y acostarse en una habitación, sola.

Si bien está el palacio, con sus ventanas de papel, sus puertas corriéndose, sus cortinas tras las que las mujeres espían a los hombres, también el palacio está lleno de rincones solitarios.

La soledad es, por ejemplo: un viento de tormenta al amanecer: Estoy acostada con las celosías y las puertas completamente abiertas y de pronto el viento entra en la habitación y golpea en mi cara. Una… ¡delicia extrema!

O aún:

El día siguiente a un feroz viento de otoño abro las ventanas del cuarto y miro. El jardín me parece como golpeado.

El viento que atraviesa la celosía no es el mismo que el que sopla afuera. Después de una noche de viento, de una ventana abierta así, de una mañana y sus descubrimientos: una se mira un segundo en un espejo y no ve nada. Sale luego al jardín, a recoger las plantas arrancadas por las ráfagas.

Pero, al final de una noche de insomnio, una necesita mirarse al espejo un rato más largo. Seguramente, nota en el medio de su propia cara, una telaraña que ¡no acaba de romperse!

En ese silencio de la casa aún oscura: la delicia de la compañía de un escarabajo caminando por el piso.

(Se dice que los escarabajos verdes hacen reverencias, porque “se infiltró en sus corazones la fe en Buda”. Se oye a los escarabajos verdes como una presencia. El ruido de los escarabajos se respeta en todo, como el murmullo de una plegaria.)

Cuando una mujer vive sola… – empieza Sei Shônagon – … su casa tiene que parecer ruinosa. La pared debe estar cubierta de musgo, debe estar… cayéndose. Si hay un estanque en su patio, debe estar completamente cubierto de nenúfares. No es esencial que al jardín lo invadan las artemisias, pero bien podría ir creciendo la maleza en la arena.

La uva me enternece especialmente, pues crece sobre paredes que se derrumban.

La ruina es el hechizo de los solitarios. Su país desmoronado… aún – colgando antes de caer.

Una mujer, habiendo escapado del orden del mundo con un gesto huraño de desdén e inteligencia, no pude de ninguna manera seguir su vida en un orden perfecto y con la puerta de entrada de su casa firmemente cerrada.

Si una mujer vive sola, entre la enredadera de la uva, el estanque invisible de nenúfares, sin mantener ya más la ropa en orden, sin – doblarla hasta dejarla tan fina como la cola de una rata… – entonces: la puerta de su casa no debe estar abierta, sino entornada. Como únicos acompañantes… quizá no más que un gallo y un escarabajo. La mujer, como una telaraña, en el medio de la sala, (con la cara de insomnio en el espejo: la telaraña que… ¡ya nadie jamás podrá romper!), el pelo lacio, oscuro, los ojos cortados por dos luces. La casa desmoronándose y ella recitando lentamente, en un salón del fondo, el Sutra del Loto.

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