Director: Terrence Malick
Año: 2017
Nacionalidad: USA
Se conoce como movimiento browniano a las trayectorias azarosas que describen las partículas que colisionan con las de un medio fluido, recorridos que deben su aleatoriedad a la diferencia de fuerzas ejercidas por unas partículas sobre otras y que encuentran un símil en las mareas humanas de las muchedumbres o en los individuos abandonados a la sociedad líquida que deambulan perdidos en un desequilibrio de experiencias de las que, como dice el personaje de Rooney Mara al comienzo del filme, es preferible tener muchas (buenas o malas) a no tener ninguna. El argumento de la película quizás resulta muy evidente en su denuncia del tener por encima del ser, algo propio del Malick más espiritual, quien en esta ocasión nos introduce en la moderna bacanal de los festivales de música, en los que resiste el testimonio de las comuniones místicas de la enajenación colectiva.
Los cuatro protagonistas son así centros gravitacionales alrededor de los cuales pivotan alternativamente el resto, donde Michael Fassbender es un atrayente agujero negro mefistofélico que bautiza a sus adeptos con las cenizas de un muerto y ante el que Portman, Mara y Gosling venden sus almas por un pedazo de cielo económico y fama. También venden sus cuerpos, que se convierten en meros instrumentos de placer en el juego de los polígonos emocionales, trocando los encuentros sagrados, ritualizados por un baile de caricias leves, en los encuentros profanos de una danza macabra.
Malick quiere que sus personajes vayan hacia la luz, la tienen alrededor, por todas partes pretendiendo entrar, pero algunos caen al amanecer en la profundidad de las aguas buscando su redención y otros cierran las cortinas. Los espacios son escenarios de un devenir sin que se conviertan en hogares, son casas que se exhiben, que dan una idea de estatus sin ser poseídas, habitadas y vividas. Hay que peregrinar para despojarse de las sombras de los edificios –sea en un viaje a Latinoamérica o en un regreso a la tierra de las raíces–, echarse a sentir el llamado de la tierra y deambular en el desierto.
La cámara de Malick se convulsiona, no se detiene a la caza del detalle del personaje, revelando sus gestos propios, lo que su cuerpo dice cuando habla y lo que expresa al tocar, esos actos repetidos, gastados y luego liberados por la presencia del otro que no es ya otro, sino parte de uno. El vientre de la mujer puede ser acariciado con lascivia como un receptáculo de lo sagrado que quema o besado como un milagro, recalcando la diferencia entre la privacidad y la intimidad. El diálogo empieza cuando lo que había que decir ya se ha dicho o cuando aún no se ha dicho lo importante, demostrando su condición inane ante el gran sentido del tacto, al que se puede engañar pero no vencer, porque las palabras no nos sirven para conocer al sujeto, que es su drama existencial.
Si buscas experiencias, no hay experiencia más radical que el amor, y la poesía es su condición de posibilidad. Si alguien dijo alguna vez que la vida es música, aquí hay demasiado ruido: hagamos silencio. La cámara de Malick se agita buscando ese gesto final que le dé reposo y lo halla en el bautismo de agua bendita que mana del ser querido, al que se vuelve portando las heridas del hijo pródigo en el deseo de comunión con aquel otro que habita en uno mismo.