Las rosas, siempre pensamos en ellas como las clásicas flores que usamos para conquistar, agradecer, o simplemente hacer un regalo que sabemos hará que se pinte una sonrisa en el rostro de la persona que las reciba. Las hay de muchos colores, de todos los que podamos imaginar: blancas, rojas, azules, rosadas, amarillas, incluso hasta negras; la ocasión es la que nos dice que tonalidad escoger. Deslizar los dedos por los pétalos de una es como tocar la seda, la mano se deja llevar por la superficie sin obstáculo alguno. Percibir su olor es como abrir una puerta al edén, los poros de la piel despiertan con cada gota de perfume que se impregna. Las rosas también caminan, se desplazan cual gacelas por los parques, por las calles, por las escuelas. También miran, ven con diferentes tinturas. También ríen, iluminando como estrellas el lugar en el que se encuentran. También lloran, derraman lágrimas que resaltan su frescura, y también son dignas de estudiarse cual lección de escuela cada día.
Yo me defino como un botánico, que se mezcla con los árboles, se camufla por las casas y en algunas ocasiones se mimetiza entre los edificios, sólo para verlas pasearse frente a mis ojos. Hay veces claro que una de ellas llama más mi atención, y es cuando mis pupilas se clavan en ella fijando su imagen en mi mente, volviéndola la actriz que protagoniza la película que pasa por mis ojos una y otra vez. Cuando algo así sucede, esa única flor se vuelve el objeto de mi estudio por días o meses, como sucedió en un parque tiempo atrás, ahí fue dónde corté mi primera flor, porque ¿Para qué habría rosas si no puedes cortarlas y disfrutar de todo eso que las hace tan especiales?
Me encontraba sentado en una banca convertido en un camaleón que pretendía pasar las hojas de un libro. Las rosas inundaban el sitio, sus cuchicheos y risas enriquecían mis oídos como los acordes de la primavera de “Las Cuatro Estaciones” de Antonio Vivaldi. Cada flor tocaba un instrumento, y el lugar era una sala de conciertos. Alcé la vista del encuadernado y ella pasó frente a mí, las perlas aguamarina que adornaban su rostro se mezclaron con las mías, sus rizos dorados que competían con la luz del sol bailaban al ritmo del viento, uno que otro cairel se venía sobre su cara y ella sin dejar de sonreír lo quitaba para colocarlo detrás de su oreja, su piel nívea y lisa contrastaba con el resto de las tonalidades, y esa chispa, esa chispa de vida que sólo tienen las flores frescas provocaron que una corriente eléctrica me recorriera de pies a cabeza. Una sensación parecida a la de un girasol que recibe los primeros rayos del sol me envolvió, convirtiendo a esa flor en mi obsesión.
No había día desde entonces que mis pasos no me dirigieran hacia ella, la seguía a cualquier parte que fuera, la vigilaba, la observaba, la esperaba, cual tigre que acecha a su presa. En poco tiempo conocía ya todo sobre ella: horarios, amigos, familia. Mi lugar favorito para verla era por supuesto el parque, para ella yo sólo era un hombre que leía, ella para mí, una rosa pintada por Renoir que me invitaba a deleitarme con su presencia. Mi mente imaginaba todo tipo de cosas cuando la tenía cerca. Resolví tomarle algunas fotos durante mis visitas para calmar mis ansias por poseerla, a menudo por las noches las veía y soñaba que la tenía ahí, a mi lado, que podía explorarla, oler su perfume, rozar sus pétalos, y como cualquier amante de las flores, mi desesperación y aquel deseo de dejar la fantasía atrás pudieron más, y una tarde la esperé paciente entre los árboles, no supe en que momento ya la había arrancado yo del jardín, sólo recuerdo la sensación de tenerla entre mis brazos, intentó herirme con sus espinas, supongo que a ninguna rosa le gusta ser retirada de su espacio, quizá logró clavarme una que otra, pero yo pude más, mi anhelo pudo más.
Fue cuestión de unas horas para que llegáramos a mi invernadero, sí, yo tenía un lugar acondicionado para mis flores. Una a una le fui quitando sus espinas, dejando su silueta libre para dibujarla con mis manos, mis palmas se deslizaban por cada rincón, mis dedos delineaban cada rasgo, cada línea, me bebí el rocío que brotaba con cada caricia, absorbí el aroma que su piel emanaba, y cuando me hube saciado, cuando la hube secado por completo, decidí que era mejor marchitarla yo mismo a dejar que el tiempo lo hiciera, mis ojos no podrían soportar aquel cuadro que de sólo pensarlo me temblaba el cuerpo. Un color escarlata pintó el nácar de su piel hasta cubrir la mayor parte, y después, la volví a plantar, con la esperanza que floreciera, aún más bella, aún más fresca.
Los días pasaron y ninguna flor volvía a llamar mi atención como aquella que yacía ahora esperando las primeras lluvias del año. A menudo la recordaba mientras miraba los jardines citadinos que continuaba frecuentando, las rosas iban y venían, pero ninguna lograba cautivarme lo suficiente como para hacerla parte de mi floresta, aun así yo persistía, la añoranza por la primera me hizo querer experimentar de nuevo. Como buen fitólogo sabía que agudizando mis sentidos, otra llegaría, y en el verano, sucedió.
Mientras mi mente adornaba las calles con las notas de Antonio Vivaldi y ahora su verano, cruzó ante mis ojos una criatura ligera como una pluma que danzaba al ritmo de las oleadas del viento que la envolvían. Su cabellera azabache caía simulando una cascada a la mitad de su espalda, sus pupilas eran dos ágatas que se hundieron en las mías y su piel blanca, blanca como la escarcha, terminaba por darle forma a la musa que reía y platicaba. Y así, habiendo elegido a mi flor, me introduje en su mundo.
El estudio teórico y de observación duró varias semanas, como era de esperarse no dejaba de pintarme escenas a su lado, mis ansias crecían con cada día que pasaba, las fotos no ayudaban mucho a calmarla, no esperaba que lo hicieran, si la primera vez no habían funcionado no tenían por qué hacerlo esta, pero al menos con ellas podía ir trazando lo que sería el trabajo de campo.
Una tarde ya no pude más, y mientras caminaba por la calle me ofrecí a llevarla, y con la inocencia que caracteriza a las rosas tiernas se dejó extraer por mis manos y mi auto que se mostraba como salida a un largo recorrido. Arribamos a mi espacio, la coloqué donde alguna vez estuvo la de caireles de oro, preferí no apresurarme, y examinarla poco a poco. Le fui quitando las espinas, la fui regando, la fui podando, hasta que mi afán resolvió fundirme en ella. Uno a uno, la fui despojando de sus pétalos que terminaban bailando entre mis dedos, acariciando las yemas que se paseaban por su textura para luego frotarlos en mi rostro, me impregné de su rocío, me perfumé con su aroma, la deshidraté, y la agosté convirtiendo el blanco de su piel en malva. La sembré junto a la otra, esperando de nuevo su florecer, su florecer tierno e inocente.
El otoño se hizo presente y con él los compases de Vivaldi adornando los rincones de la ciudad. Mis rodeos por las calles y parques eran cosa de todos los días. Mi segunda experiencia fortaleció mi fascinación y mi deseo por hacer crecer mi edén, recordaba a mis dos flores que seguramente ya estaban echando raíces para emerger como los más exquisitos rosales, podía verlos con tan solo cerrar los ojos, pero dos rosales no formaban un jardín, y pasé así buscando a la siguiente a agregar al paraíso que estaba creando. No podía ser cualquiera, un botánico como yo no se puede dar el lujo de aceptar una simple flor, por ello la búsqueda se volvió más minuciosa, mis cuencas ya se habían vuelto como las de un halcón, capaces de percibir hasta el último detalle sin importar la distancia, mis oídos, los de un murciélago, que detecta hasta el más fino sonido cuando caza.
Mi paciencia al fin dio frutos, y una mañana entre los colores anaranjados de las hojas que caen de los árboles, la vi, tratando de peinar con sus manos sus cabellos rojizos que se alborotaban con el viento ensortijándose más de su estado natural. El moca de sus ojos reía ante la broma que le jugaba el aire, y con esa sonrisa que distingue a las rosas joviales, me invitó a acercarme, eché un vistazo alrededor, nadie nos miraba, me aproximé y rocé su rostro con la palma de mi mano para ayudarla a desenredar uno de sus rizos atrapado en el botón de su abrigo, se asustó un poco, pero agradeció mi ayuda. Una voz llamándola por su nombre evitó que prosiguiera, fue mejor así, las cosas apresuradas nunca me han causado el menor placer, ella se retiró lanzándome una última sonrisa que marcó el modo en el que procedería.
Mi táctica dio un giro a partir de aquel suceso, tomé la decisión de estudiarla, pero no como a las otras, a esta lo haría dándole seguridad en mí antes de desraizarla. La veía los sábados, los cuales salteaba para evitar despertar en ella alguna sospecha que la alejara. Cada que tocaba encontrarme con ella la sensación de un adicto a punto de recibir su droga se apoderaba de mí. La imagen de hombre culto y conocedor del mundo funcionó para atraerla a escuchar mis pláticas. Cada sábado llevaba algo nuevo que contar, algo más con que sorprenderla, no tengo palabras para describir el gozo que me invadía al sentirla cada vez más cercana, y de tiempo en tiempo fui cultivando su confianza. Las rosas frescas, inocentes, tiernas y joviales son así, fáciles de persuadir.
Uno de esos sábados le hablé sobre mi profesión de botánico y junto con eso, de mi jardín. Sus ojos de inmediato dejaron salir un brillo, un destello de deseo por conocer el paraíso que le estaba describiendo. No pasé por alto su mirada y sacando provecho le insinué que podía llevarla a verlo sin ningún problema, dudó un poco, se le enredaron las palabras, pero la tranquilidad que había ido depositando en ella comenzó a hacer su labor. Con el pretexto de que no estaba muy lejos y que sólo sería cuestión de una media hora logré convencerla, la subí al auto y nos trasladamos al invernadero.
Le di los mismos cuidados que a mi segunda flor, intenté tomar más precauciones para que su duración fuera mayor. Cada que entraba a verla la encontraba envuelta en aquel rocío que la vestía de plata, bastaba con dar un paso hacia ella para verla tiritar ante mi presencia, el sentir que toda ella se estremecía con tan sólo un roce de mis dedos me encendía por dentro. Mis esmeros fueron una vez más insuficientes y pronto mi rosa comenzó a amustiarse, mi conclusión, ya estaba lista para unirse a las demás, no sin antes bebérmela yo. Prefería ser yo quien las secara a dejárselo al tiempo, mis ojos no podrían soportar verlas perder su vitalidad paulatinamente, la simple imagen me causaba náuseas. Sin más empecé a deshojarla, a dibujarla con mis palmas, a delinearla con mis dedos, me embriagué con su aroma, me absorbí su frescura, me adueñé de su inocencia, me deleité con su ternura y cuando el reflejo de sus ojos se oscureció, decidí marchitarla como a las dos anteriores, coloreando de carmín él nívea de su piel.
El invierno ha llegado y con él los acordes de Vivaldi que inundan mis oídos en cualquier parte que visito. Las flores están más vivas que nunca, porque las rosas que caminan no conocen de estaciones. Yo las examino, las observo, mis ojos se alegran con cada flor que pasa frente a mí. Hay veces claro como ahora que una de ellas llama más mi atención, volviéndose mi objeto de estudio por días o meses. Pienso llevarla a mi jardín, no le veo nada de malo, porque después de todo ¿Para qué habría rosas si no puedes cortarlas y disfrutar de todo eso que las hace tan especiales?
Alejandra Ángeles