Cincuenta años se cumplen de la publicación de Tres tristes tigres, la novela de Guillermo Cabrera Infante; medio siglo de convivir con las maravillosas páginas en las cuales el cubano ensayó un aluvión lucido, lúcido y lúdico con el idioma español, la lengua que se volvió arcilla entre sus manos de artista y hechicero.
En esta obra, el lenguaje es un carnaval; es un volcán que estalla de literariedad y logra que la palabra vista ropajes coloridos y desusados. Como un guía turístico, el Infanterrible nos lleva a recorrer su orografía e hidrografía, nos hace apurar el cáliz hasta las mismas heces, la lengua española se hace camaleónica, se llena de acrobacias verbales, de malabarismos que no recuerdo que alguien obsequiara al español desde las épocas del indeleble Quevedo. Cabrera Infante es un jugador lujoso por donde se lo mire, lleno de tacos y retruécanos, de túneles y aliteraciones, de sombreros y paronomasias.
Ganador del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral en 1964 (pero publicado recién tres años después), el libro es una fiesta de la oralidad, un texto que hubiera pasado la prueba del «gueuloir» de Flaubert con pasmosa comodidad, como-deidad.
Si alguna vez me sentí orgulloso de tener al español como lengua materna por poder disfrutar a Quevedo bebiendo directamente de la fuente, sin la intermediación de traduttores-traditores, también me invade el mismo orgullo por tener la chance de leer en su lengua original a estos tres tristes tigres donde vuelve a aparecer el refranero, pero retocado, trasfigurado bajo la luz de Miguel de Infantes o Guillermo Cabrera Cervante. Una obra cuya infantería lingüística enloquece a los traductores.
Es posible inferir que el autor escribió los borradores de este libro sobre pentagramas, porque su prosa es también una música, un concierto entero de ingenio y de humor. La Habana está eternizada en sus páginas, retratada a base de negras y redondas, inmortalizada entre silencios y corcheas.
Un párrafo aparte merece el personaje Bustrófedon ─seguramente un trasunto del autor─ que es un experto en juegos de palabras. Y mete hipérbatos y gambetas, carambolas y calambures, remata trabalenguas, cabecea palíndromos y lanza anagramas en profundidad.
Con un engranaje aceitadísimo, como en una máquina de pinball, se van sucediendo las historias en la obra, el lenguaje es la bola y pasa por diversos ámbitos y muestra luces, sonidos y movimientos.
No está difunto el Infante. Porque desde las páginas atravesadas de tropos y trucos y de atrabiliarios zarpazos de estos tres tristes tigres, su pluma todavía se encumbra, alumbra, deslumbra, relumbra, retumba, zumba y rumba.