En un cuento de Franz Kafka, un anciano afirma que la vida entera no alcanzaría para llegar cabalgando al pueblo más próximo. El espacio es demasiado ancho; la vida es, por definición, insuficiente.
Sigue Kafka, en una entrada de su diario:
“Moisés no pudo llegar a la tierra prometida, no porque fuera profeta, sino porque era un hombre.”*
Una vida humana, para Kafka, no alcanza. Basta con moverse apenas un poco, para empezar a echar en falta – un más allá. Basta incluso con quedarnos quietos, para que la sensación del espacio aún sin recorrer nos agote.
En el relato “Un mensaje imperial”, un heraldo comienza a caminar, para llevar su mensaje al otro lado de una multitud de súbditos de un emperador agonizando. Pero el hombre pasa días, meses y años (pasa un cuento entero) sin poder salir de las habitaciones interiores del palacio.
En la obra de Kafka, los mensajes nunca llegan hasta sus destinatarios. No llegan porque llegar no parece ser su meta. La meta del mensaje es, en cambio, su desesperación por traspasar.
La meta equivale al mérito: el mensaje tiene que merecer haber llegado. La llegada del mensaje es un hecho puntual. El mérito es, en cambio, eterno.
Cuando Franz Kafka recibía una carta, porque era muy meticuloso, la dejaba cerrada sobre la mesa por algún tiempo. Sobre la mesa y entre las cuatro paredes de su sala, la carta no llegaba. Para alguien meticuloso, en las cartas, todo es plausible de prolongarse: la lectura, la relectura, los bocetos de respuestas, las respuestas. La llegada de la carta es el único peligro: la irrupción de algo incontrolable, una agresión para la vida de un solitario. La llegada provoca el contratiempo de una – invasión. Una carta que llega es una carta que ya no está en camino. Rompe la espera del destinatario y la desesperación del mensajero. A menos que uno deje la carta cerrada encima de la mesa. Entonces, todavía, el mensaje, encerrado en el sobre, continúa luchando.
De la misma manera que las cartas, Kafka percibía el recorrido de la sangre por su cuerpo.
En los diarios:
“Mi cuerpo es demasiado largo para su debilidad (…) ¿Cómo podría un corazón tan débil como el mío empujar la sangre por todo el largo de estas piernas?. (…) Por causa del largo del cuerpo, todo está desarticulado. ¿Cómo un cuerpo así podría lograr algo? Incluso si se compactara, tendría demasiada poca fuerza en relación con lo que quiere alcanzar.”
El cuerpo de Franz Kafka es “largo”, como un camino. Hay una distancia enorme entre él y sus brazos. Hay un abismo entre él y la punta de sus pies. Así como la sangre se abre camino por el cuerpo, el agrimensor, el escritor (la cabeza), miden el espacio. Pero lo miden en vano.
La sangre baja hasta las rodillas y ahí, ya sin fuerza, llega hasta las pantorrillas. La necesitan arriba. El cuerpo es ridículamente largo, y sin embargo, la sangre tiene que moverse.
A Mílena: “No olvides nunca tu gran A pesar de…”
Dein großes Trotzdem.
Kafka anota en su diario:
Aunque la salvación no exista, lo único que uno puede hacer al respecto es… merecerla.
La idea kafkeana del “mérito” es absolutamente excéntrica: el mérito es la lucha. El mérito de un movimiento no está en su meta, sino en su desesperación. El mérito de la quietud está en la espera. En el lenguaje, el mérito está en el absurdo, porque es, al mismo tiempo, esperanza y desesperación.
La justificación de la vida por medio del mérito resulta hoy casi impensable. Porque el mérito y la meta, en nuestros tiempos, se reducen a un solo elemento: la vida. El que tiene el mérito de estar vivo tiene como meta: la vida. La vida no merece otra cosa que más vida. La vida, que para Kafka era ridícula. La vida, que para Kafka era un sueño en el que nos encontrábamos con la posibilidad extraordinaria de merecer algo más.
En la última carta a Mílena, Kafka anuncia que ya no le importa el modo en que sus palabras lleguen hasta su destinataria. Incluso cree que la carta cobrará una fuerza nueva si, en vez de recibirla en su casa, Mílena encuentra al mensajero (con la carta) desmayado frente a la puerta.
El desmayo del mensajero es una parte del mensaje. La puerta es una parte del mensaje. Pero la llegada de la carta es un afuera.
Toda la obra de Franz Kafka llega hasta nosotros a través de un mensajero desmayado. El camino es largo, la meta no se divisa, sino que simplemente “se merece”. Solo un ser humano puede guardar una idea así como un tesoro.
Una idea así merece – un loco. Un loco así merece una – humanidad.
Para Kafka, el ejercicio desesperado de “merecer” era una desolación y un alivio.
Era una desolación, porque el esfuerzo sin meta (sin límite) siempre desespera. Dice a Mílena: “¿Hay tanta paciencia en el mundo como la que yo necesito?”
Era un alivio porque, si no hubiese existido esta posibilidad de merecer, por medio de la vida, algo distinto… entonces Kafka hubiese preferido (lo dice muchas veces, en su diario) saltar por la ventana.
Nuestros tiempos olvidaron la conexión kafkeana entre la vida y el mérito, como otras ideas que (con razón) asustan.
Negar que la vida misma sea el más grande de los méritos y, a la vez, la más grande de las metas, resulta hoy casi inmoral. Y sin embargo la moral de nuestros días es quizá la más penosa de toda la historia. Para merecer, no hace falta más que vivir. Todos merecemos, porque estamos vivos. ¿Y qué es lo merecemos? Una vez más: vida.
La vida tomó el lugar de la meta y del mérito.
Franz Kafka, en cambio, pensó, que un leñador, para merecer otra cosa que el sueño de la vida, tenía que seguir cortando leña hasta el final, conociendo, en cada golpe contra el árbol, que el golpe presente, el siguiente y el pasado eran solo el sueño de un golpe. Que la salvación era cortar toda la vida un árbol, habiendo merecido en realidad cortar en dos un sueño.
*Todas las traducciones son mías.