Hagiografía del recuerdo

Bueno, voy a escribirlo, solo porque las clases de psicoanálisis, después de todo, no parecen tan descabelladas. No, no argüiré nada sexual, perverso, edipal, contractivo ni morboso, eso se lo dejo, se lo he dejado siempre a los más atrevidos. Yo soy muy aburrida, débil, débil de palabra. Es una advertencia, por si acaso, porque nunca me meto más allá de lo que mi fuente de luz puede alumbrar, me quedo aquí arrinconada a desrompecabezar lo cercano.

En fin, lo escribo porque recién hoy me di cuenta.

—Oiga —le dije a Samira— los niños sí son ¿no?

Ella me sonrió con sus labios gruesos, con sus ojos caídos, con sus mechas torcidas y volvió la vista al altar.

—Es que —continué— son una piecita.

Esta vez se extrañó un poco por el calificativo, vio al suelo mientras abría los ojos fingiendo pensar en lo que proferí y volvió la vista al altar.

Por ahí pasaba entonces mi niño. Lo primero que se me vino a la mente fue que su rostro lucía extrañamente delgado. “¿No le habrá llegado la pubertad antes de lo normal?”, pensé, pero sí, estaba delgado, y se veía hasta mayor. Dije su nombre, traté de susurrar, pero eso nunca me sale, levanté la mano llamando su atención, pero él se fue, caminó de largo y se sentó siete filas delante. Aquello me desconcertó, habría escrito “me dolió”, pero pecaría de melodramática. No soy ese tipo de madre.

—Fíjese que ayer reconté la genealogía de niños de mi vida —volví a empezar con Samira.

La mujer se sobresaltó, estaba muy atenta a las acciones mecánicas del padre, quien preparaba ofrendas y separaba páginas de la Biblia. Samira no quitó la mirada del altar, pero involuntariamente me escuchaba y eso me era suficiente.

Le hablé de los rostros bien tallados de niños que tenía en la cabeza. Me parecía curioso, le comenté, que cuando alguien decidía oficializar mentalmente su árbol de vida, es decir, recordar a sus ancestros, siempre los veía y los recuperaba ya adultos, casi siempre viejos, viejos sabios, canosos, adormilados, sepultados en su propia saliva y en sus incontables enfermedades. Yo, por el contrario, le comenté, siempre me acordaba de todos en su infancia. Incluso a quienes no conocí siendo niños, me los imaginaba siéndolo, corriendo descalzos para perseguir y quemar alguna hormiga, cubiertos en salsa de espagueti, imitando alguna grosería que escucharon a un adulto para el cruel sonrojo de su madre.

—Qué lindo —me dijo Samira y volvió a imprimirse en la cara la misma sonrisa gorda de antes. Y volvió la vista al altar.

Yo empecé a buscar a mi niño entre la gente otra vez. Me picaba en los pensamientos su imagen corrida de mí, en la que ni me vio, ni reparó en mis llamados y me ignoró. No soy ese tipo de madre, obviamente, y por eso no me sentí mal. Pero no lo encontraba y eso, más allá de la impresión, me estaba preocupando. Un niño tan pequeño no podía andar a sus expensas en un templo tan grande, con tantas personas. Samira reparó en mi expresión y me palmeó la espalda.

—Por ahí anda —me dijo— está bien.

Me tranquilicé un poco aunque no dejé de buscarlo. Decidí continuar con mi simposio dirigido a una audiencia de uno. Esta vez Samira se volteó un poco hacia mí, como incitándome a que siguiera hablándole.

—Verá, los niños son rarísimos —le dije y me volvió a sonreír.

Le hablé entonces de mi más grande descubrimiento: de las aspiraciones infantiles en contraposición a las adultas.

—¿Si se ha fijado en los sueños que los niños tienen para su vida? —continué.

Samira me negó levemente con la cabeza, no entendía la dirección que mis palabras querían tomar. Le expliqué que de todos esos niños que recuerdo, de quienes tengo retratos inmateriales en mi cabeza, una gran mayoría querían crecer para hacer cosas que un adulto podría considerar inútiles, tontas o excéntricas y, por ende, imposibles.

—Mi madre, que debe estar por ahí adelante también —le dije— quería ser oficial de policía. Pero de esos que van en moto, usan botas larguísimas de cuero y salen en películas.

Samira contuvo una pequeña carcajada y dio un aplauso para denotar su entusiasmo ante mi historia. “Sí, es cierto”, le aseguré y luego le conté que mi hermano de chico quería vender helados en un carrito colorido por la ciudad.

Decía que cada vez que el negocio bajara sus ventas, él se comería un helado, el de temporada, y así convencería a los demás de que estaba bueno.

Samira no paraba de reírse en silencio. Le referí la anécdota de un tío mío cuyo sueño había sido ser chofer de autobús público. Sabía también, por mi madre, que yo creía estaba sentada adelante con sus hermanas, que él solía tomar una tapa de olla y sentarse en la primera grada de las escaleras del primer piso, emitía sonidos de radio sintonizándose, de ruedas chirriando, de motor encendiéndose y se iba lejos a recoger pasajeros imaginarios en las calles de la ciudad que inventaba al paso. Le dije que yo misma había soñado de chica con tener un bazar. Así de simple, le dije, un bazar de chucherías. Quería pararme detrás de una vitrina de cristal empañado y que entrara gente a pedirme un cuaderno de cien hojas a cuadros, borradores, láminas, papeles de colores, una que otra copia. Ese era mi sueño.

Yo estaba contenta con la atención resbaladiza que Samira me prestaba. Un momento me fijé en su rostro iluminado por la gracia, estaba un poco viejo.

—¿Qué te ha pasado? —le dije de repente mientras reía.

Ella no sabía qué responder. No fue una pregunta prudente, solo quería reconocer el proceso de vejez que había atravesado en tan poco tiempo. Ese día la veía más arrugada, su cabello había empezado a encenderse, no estaba gris aún, pero se notaba que era cuestión de tiempo para que lo esté. Me deshice de mis propias palabras enseguida, regresando al último ejemplo de mi tesis.

—El mío, por ejemplo —comencé— quiere ser de los que pinchan a la gente.

—¿De los que pinchan a la gente? —respondió Samira. Mi referencia fue débil, muy infantil porque solo reproduje las palabras de un niño. Pensé, como ellos, que cualquiera me entendería.

—Quiere poner vacunas a la gente.

Me reí, Samira rió entrecortada y volvió la vista al altar.

Yo vi a un niño elevarse y empezar a caminar hacia la salida del templo, cuando pasó cerca de nuestra fila volví a ver su rostro. Era él. Esta vez grité su nombre tres veces seguidas, Samira me cubrió la boca con una de sus manos y yo me quedé perpleja. El niño aceleró el paso y lo vi alcanzar el umbral, unirse al punto de fuga brillante. Quise levantarme de inmediato, pero Samira no me lo permitió. Yo no entendía nada.

—Déjeme —le dije entrando en desesperación.

Ella negó con la cabeza y me sostuvo las manos que empezaban a temblar. La boca me salivaba de una manera grotesca. No dejaba de ver la imagen del pequeño fundiéndose con la luz de mediodía que abría una puerta al exterior de la iglesia. Miraba mis manos contenidas por las de Samira y quería soltarlas, quería escupirle en la cara y correr hacia ese mismo punto luminoso, quería clavarle las uñas en las palmas para escabullirme entre las piernas de los invitados y salir. Pero nada hice.

—Está bien —dijo la ahora muy vieja mujer que me acompañaba ya desde hacía una hora a un encuentro cuyos protagonistas, apenas lo notaba, yo ni conocía.

La sangre, que se me había acumulado en la sien, volvió a bajar para llenar mis arterias. Sentí un incomprensible e inanunciado alivio. Sentí también muchas ganas de reanudar la conversación que se había cortado con la aparición del niño.

—Y en cambio cuando esos niños ya crecen, sueñan con ser todo lo que sus padres les han enseñado a ser.

Samira aún sostenía mis manos, sus gestos tomaron un tono turbado, y las dejó ir. Me miró y sin dejar de sonreír dijo: “Sí, usted sabe de esas cosas”. Me desanimé con esa respuesta, era lo mismo que decirme “Muy interesante”, era igual de vacío. Me callé, acomodé mi cuerpo en el asiento de roble y esperé a que la ceremonia empezara. Me asaltaron varias preguntas parecidas. ¿Quién era el celebrado? ¿Alguien se casaba? ¿Por qué estaba yo ahí?

De a poco el silencio fue sentándose en los reclinatorios de las bancas gruesas. Ya no hubo ni un solo murmullo. Un hombre gordo y enteramente decorado por textiles y piedras entró solemne, detrás de él una serie homogénea de hombres con túnicas blancas. Al final el niño, también de blanco, con una rama de laurel en la mano, agitaba con la otra un sahumerio, ese aroma inundó el templo. Yo vi al niño y me asusté. Entre la bruma fragante distinguí sus facciones. Eran las mías, las que reposaban en mi cabeza como las que siempre le pertenecieron al rostro de mi hijo, pero al mismo tiempo se alejaban de esa estampa impenetrable.

—No es mi hijo —musité. De inmediato me arrepentí y me cubrí la boca.

Samira se volteó casi por completo, puso su mano detrás de mi espalda y me dio tres palmadas.

—No —dijo.

Perdí suelo.

—¿Qué?

—Está bien —me dijo.

—Pero entonces, ¿dónde está? —me volvió a llenar un miedo efervescente.

—Ahí adelante —dijo y señaló el altar.

Asumí que la dimensión de su señalética era amplia. Absorta nuevamente, vi con profunda calma al niño.

—No, no es. —resolví—. ¡No es! —alcé la voz.

Samira asestó una pisada fuerte en el suelo para disolver en el aire mi medio grito.

—A ver, ya está bueno —me susurró—. A ver si se calla. Estamos en un acto serio.

—¿Y qué hago yo aquí? —le tomé de las solapas de la camisa, me estaba enfureciendo–. Yo a nadie le he pedido que me traiga, más bien déjeme salir, pero dígame primero dónde está mi hijo.

Samira miró al techo, puso sus dos manos en mis mejillas y con ternura condescendiente me dijo: “Ahí adelante, más adelante del niño, entre los hombres de blanco”. Uno de esos alfiles se volteó y levantó la mano, clavó sus ojos en mí, me estaba saludando a mí.

Ni es mío, ni Samira es joven, ni sé yo en qué periodo de una vida triste vivo. Los hombres de blanco se presentaban frente al hombre gordo, el Obispo, y este los bendecía, los ordenaba, y ese niño, ese niño era un donnadie.

Samira, la vieja, secó con un dedo la lágrima cuadrada que caía de uno de mis ojos.

—Ya, ya. Está bien —dijo con desinterés–. Solo se le olvidó.

—No —le corregí—. No, pero usted sabe de esas cosas.

 

De Cómo tratan las mujeres a sus peces dorados (FLAP, 2016)

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