Según pude averiguar, has vivido, además de en un tu Montevideo natal, en París, Berlín, Buenos Aires (experiencia que imagino presta testimonio en tu libro “La ciudad invencible”; Ed. HUM, 2015), Nueva York y, actualmente residís en Bogotá. La pregunta es doble: ¿a qué atribuirías tu nomadismo?, y ¿cómo pensás que tu cosmopolitismo impacta en el contenido o en la forma de las historias que narrás?
Lo atribuyo a la curiosidad y al desapego. Soy curiosa y no soy muy apegada a los lugares ni a las personas. Me cuesta desarrollar una sensación de pertenencia y al mismo tiempo siento que pertenezco a muchos lugares. Eso se cuela, inevitablemente, en lo que escribo, y se mezcla con todo lo demás. Por eso en La ciudad invencible y en No soñarás flores aparecen temas como el desarraigo, la identidad, el ser extranjero, cómo hace una para apropiarse de una geografía y qué cosas te separan de manera irremediable del otro. Tal vez busco romper la ilusión de que hay una separación “irremediable”. Hasta ahora no lo he logrado, sin duda.
Siendo que sos traductora de formación, ¿ensayaste alguna vez escribir en otro idioma? En términos comparativos, ¿dirías que el español es un lindo idioma para escribir?
No, nunca ensayé. Me gusta escribir en mi lengua materna, que es en la que tengo más libertad porque es la que manejo mejor. Pero entiendo que hay casos (no muchos) en los que una lengua extranjera puede aportarte otras libertades y que las limitaciones de esa lengua pueden utilizarse incluso a tu favor. Cuando hablo en otro idioma siempre tengo la fantasía de que soy otra, de que puedo inventarme una identidad, de que lo que digo o escribo es levemente impostado. Y tal vez para algunos escritores ese enrarecimiento sea necesario al momento de escribir.
Recientemente se presentó en Montevideo tu último libro (que es un libro de cuentos), No soñarás flores (Ed. HUM, 2017), personalmente me impresionó la maestría con la que modulás las voces de los personajes, ¿cómo lográs el manejo tan verosímil de registros tan distintos?
Desde el comienzo tuve esa facilidad. Recuerdo que Levrero me dijo que tenía buen oído para los diálogos. El oído se afina, pero es cierto que ese oído se tiene o no se tiene de entrada. Hebe Uhart es una maestra del registro oral. Desde siempre me ha pasado que un personaje o narrador se me ocurre en el momento en que lo oigo hablar en mi cabeza. En ese momento sé que “lo tengo”. A veces una palabra, una muletilla, ya te alcanza para entender a tu narrador. En el fondo supongo que se precisa curiosidad y atención, es un ejercicio de escuchar cómo habla la gente que conocés, la gente en la calle.
No quiero revelar mucho, pero por ejemplo en los cuentos “La muñeca de papel” y “Último verano” (del libro No soñarás flores), la cuestión de las distintas presiones con las que debe lidiar una mujer a lo largo de su vida (presiones de índole profesional, afectiva, social) está muy presente. ¿Qué nos podés decir en relación a este tema? En términos generales, ¿concebís a la literatura como una herramienta de transformación, de emancipación?
No, no creo que nadie se vaya a transformar ni a emancipar por leer esos cuentos. Creo que, en el mejor de los casos, alguien se puede llegar a sentir menos solo. Eso ya sería mucho; sería todo. A mí me sirve para explorar esos conflictos, sentirlos y de algún modo reflexionar sobre “el alma de los hechos” (Bellatin). Es un intento siempre fallido de entender lo que se me escapa.
Esta es la pregunta farandulera. Cada vez somos más los que descubrimos y nos maravillamos con tu compatriota Mario Levrero, ¿es cierto que lo conociste personalmente? ¿Qué tipo de enseñanzas te dejó en el plano literario?
Sí, fue mi amigo. Enseñanzas literarias me dejó muchas. Podría escribir unas cuantas páginas sobre eso… Y en parte eso es lo que transmito en los talleres de escritura que doy en Bogotá, esas enseñanzas que se han sumado a otras tantas de otros maestros y de la experiencia personal. Pero también me enseñó cosas, digamos, extraliterarias, vinculadas a la ética del escritor. Una de las primeras cosas que me dijo fue: “Aprendé a desoír el canto de las sirenas”.
En la célebre novela distópica de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, cada miembro de una especie de comunidad de lectores que vive apartada de las gran ciudad, memoriza un libro para salvarlo del fuego y del olvido, si tuvieras que hacer lo mismo, ¿qué libro memorizarías y por qué?
La vida breve de Onetti. Porque nunca me cansaría de recitarlo y de hurgar en todas las capas de su escritura.
Ahora, esto va a ser un poco como “Elige tu propia aventura” (¿te acordás de esos libros?). De las tres preguntas siguientes contestá la que quieras, pero solo una:
a) Un escritor, ¿debe ponerse en el lugar del lector al momento de escribir o, por el contrario, es lo último que debería hacer?
b) La hoja en blanco… ¿es un poco tu Odradek o nada que ver? [El Odradek es un monstruito kafkiano que “es extraordinariamente movedizo y no se deja apresar. Puede estar en el cielo raso, en el hueco de la escalera, en los corredores, en el zaguán. A veces pasan meses sin que uno lo vea. Se ha corrido a las casas vecinas, pero siempre vuelve a la nuestra” (conózcalo más en Preocupaciones de un jefe de familia). El Odradek es también aquello en lo que se ha convertido el miedo de la protagonista de La ciudad invencible].
c) Aprovechando que viviste un tiempo en esta ciudad, sácame una duda: ¿Quién compra flores en Buenos Aires un lunes a las tres de la mañana?
No le tengo miedo a la hoja en blanco por dos motivos: el más “espiritual”, digamos, es que no le pongo presión a la escritura. Si escribo, muy bien, y si no escribo, la literatura universal no se va a enterar. Esto suena humilde, pero en realidad funciona también como cábala. Mientras no le ponga presión, hay más probabilidades de que no se produzcan bloqueos. Cuanto menos en serio me tome, más chances tengo de sentirme libre de fracasar mejor. El otro motivo es más práctico. No le temo a la página en blanco porque nunca me enfrento a ella. Dejo macerar las ideas incipientes en la cabeza hasta que se me aparece, sola, una frase, una voz, una imagen. Entonces escribo eso en una libreta. Una vez que tengo ese punto de partida todo es más fácil: puedo abrir una hoja de Word, pasar en limpio lo que escribí en la libreta y ya no hay hoja en blanco.
Por lo menos en dos de los ocho cuentos que componen No soñarás flores la reflexión en torno a la muerte está muy presente, me refiero concretamente al cuento que le presta su título al libro y a “Inzúa”, ese interesantísimo mosaico de puntos de vistas gravitantes alrededor de la figura del sepulturero, la pregunta sería: ¿la muerte es algo que tenés muy presente, una temática que te obsesiona desarrollar?
Me parece imposible pensar que a alguien no le interese el tema de la muerte de un modo u otro (pero que los hay los hay). Tiene muchas aristas y todas me parecen interesantes, desde la muerte en vida (como los diarios de Ribeyro, “la tentación del fracaso”) pasando por la pérdida, el duelo, y, como en el caso del sepulturero, el aspecto más material de la muerte, el cuerpo que colapsa. Desde La azotea está presente ese tema, e incluso antes, con Cuaderno para un solo ojo. La figura del sepulturero me gusta porque es como una voz que viene del más allá a recordarnos (a mí, a los lectores) a qué se resume ese cúmulo de vanidades y de miedos que somos. Un polvo de huesos que se riega, sin querer, sobre los zapatos de alguien.
Me gustan mucho tus «comos». Doy algunos ejemplos:
…como un animal pesado y estable.
…como si no supiera lo que va a encontrar adentro, como si cada manta fuera una galera de la que va a salir algo mágico.
…la lengua ancha como un molusco o una cuchara tibia.
…la bata enrollada en el antebrazo como un búho blanco.
…un lazo que nos mantendría unidos como esas cintas amarillas que usan los bomberos para demarcar la zona de derrumbe.
…el abrazo comprimiría el tiempo como un acordeón, aplastaría el abandono y la culpa, y serían felices para siempre.
…como si él hubiera comprado toda la alegría que existía en el mundo y fuera el encargado de repartirla.
…me miraban como a un animal traído de lejos.
Los enfermeros la miraban como a una res a punto de ser carneada…
…como un hombre invisible al que se le ha tirado una sábana encima.
¿De quién son los «comos» que a vos más te gustan (vale poner ejemplos)?
Sin duda los de Felisberto Hernández. Aunque Onetti también tiene unas comparaciones brutales, me quedo con lo sorprendente de la mirada de Felisberto. Fijate que el cuento “Úrsula” empieza así: “Úrsula era callada como una vaca”. Esa comparación no solo pinta la manera de estar callada de Úrsula, sino que te adelanta lo que viene después. Úrsula es gorda y lenta, parece que fuera a quedase trancada en una calle estrecha. Y se vincula directamente con la descripción de la señora Margarita en “La casa inundada”: “El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primera sílabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas…”.
Bueno, esta es la última pregunta, es clásica pero efectiva: ¿en qué situación deberíamos imaginarte escribiendo: de noche o bien temprano a la mañana, sola o acompañada de un cigarrillo, un café o una copa de vino, etc.? Guiándonos (nosotros, tus lectores) por “Anatomía de un cuento”… ¿haríamos bien en imaginar que vas a todos lados acompañada de una libretita, que preferís escribir a mano en vez de en la compu?
La libreta es fundamental para los primeros apuntes. Dice Joan Didion que las notas en una libreta pueden ser la diferencia entre escribir o no escribir un libro. Puede ser. Se me han pasado muchas historias por no haberlas anotado a tiempo. Creí que me iba a acordar, que ya podría anotarlas al volver a casa o al despertar, y luego se me olvidaron o perdí la frase exacta, que en mi caso sí puede ser la diferencia entre escribir o no escribir una historia, porque lo más importante es el cómo. En general no tengo rituales fetichistas, pero sí necesito mucha soledad. Esa soledad a veces es impracticable, porque tengo parámetros de soledad demasiado estrictos. Necesito que no haya nadie en la casa, por ejemplo. Aunque estén en otra habitación, en otra parte de la casa, igual me perturba la presencia de otros. Y necesito silencio. Antes escribía escuchando música, ahora hace años que no lo hago. Prefiero escuchar el ruido de las teclas. De hecho, paso muchas horas de mi vida escuchando ese ruido, que es como un cuchicheo de los dedos.
Sin embargo, el proceso que se describe en “Anatomía de un cuento” es más o menos así, o muchas veces es así, una lucha cuerpo a cuerpo con el texto, derrotarse varias veces y sacar provecho de los puntos débiles de tu propia escritura. Creo que eso, aliarse a las debilidades de la propia escritura y convertirlas en tu propia marca, es lo que han hecho los mejores.
¡Gracias Fernanda por tu tiempo y por tu literatura!
Fernanda Trías. Narradora y traductora uruguaya radicada actualmente en Bogotá. Realizó la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Es profesora de narrativa en la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y dirige el Taller Distrital de Cuento «Ciudad de Bogotá» del Ministerio de Cultura. Ha publicado las novelas La azotea y La ciudad invencible, la nouvelle Cuaderno para un solo ojo y el libro de cuentos No soñarás flores. En 2017 obtuvo el Premio Residencia SEGIB-Eñe-Casa Velázquez para desarrollar su proyecto “Mugre rosa”.
[Fotos: Fernanda Montoro]