“Sólo creería en un Dios que supiera bailar” dice el Zarathustra de Nietzsche y quizás sea así, sólo podría creerse en un Dios que hiciera del cuerpo un espacio de apertura a una experiencia del afuera y se dejara llevar. En las películas de Yorgos Lanthimos, el baile aparece como esa posibilidad de que el sujeto se des-ate por un rato de los mecanismos de control que lo sujetan, se des-controle y habite cierto espacio-tiempo de soledad estando con otros.
¿y quién es dios en las películas de Lanthimos? Encarnado en los diversos personajes que pueblan sus películas, quizás podría ser esa voluntad controladora, alguien cuyo sueño de la razón engendra escenarios monstruosos, que urde utopías de microsociedades asfixiantemente ordenadas y oscuramente puras.
¿Qué hacer entonces frente a un dios así sino reírse y con la risa horadar esas estructuras que se erigen bajo una violencia silenciosa? ¿ o vengarlas, hacer aparecer una forma de contrajusticia?
Porque ¿Qué sería una utopía sin esa grieta, esa válvula de escape representada por uno o más personajes que no quieren asumir las reglas del juego, que se resisten, que muestran a través de sus ojos las aristas distópicas de esas arquitecturas perversamente ideadas y montadas? Pensemos por ejemplo en Winston de 1984 de Orwell o en Bernard Marx de Un mundo feliz o volvamos al cine y veamos qué y cómo se juega en las microsociedades de Yorgos Lanthimos.
Empecemos por The Lobster (2015). Allí, David (Colin Farrell) es abandonado por su mujer y se dirige a un hotel donde los hombres y las mujeres que se “hospedan” tienen 45 días para encontrar pareja, en el caso de no hallar a alguien afín, el castigo es transformarse en un animal. Y ¿por qué un animal? Tal vez porque la esencia animal sea portadora de todos los atributos rechazados (desorden, instinto, disruptividad, movimiento continuo entre la soledad y la sociabilidad, entre el deseo y la apatía) o quizás porque haya tantos “modos-de-ser” distintos como animales en el mundo. Como sea, devenir-animal desde esa conciencia que carga con todo el peso de cierta mentalidad occidental falologocentrista es una forma de mortificación.
Y en ese hotel está todo fríamente calculado para que todo funcione. Desde la distribución de los espacios donde todo es lujoso y ordenado (el manejo escenográfico en las películas de Lanthimos es magistral) hasta la planificación de las actividades en supuestos cócteles románticos y la asignación de momentos de relajación en espacios tipo spa destinados a que se despierte la sensualidad, todo apunta a huir de la soledad como de un animal salvaje y peligroso. Porque en este microespacio del film estalla esa ilusión posmoderna de la continua expresión del sujeto. “Hoy estamos anegados de palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras e imágenes. (…) El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir», nos recuerda sabiamente Deleuze.
Y David, quien afortunadamente fracasa en su intento de conseguir pareja, busca escapar de ese duro engranaje pero cae en la proyección de otro sueño distópico, en una sociedad montada en mitad de un bosque donde el precepto es exactamente el contrario: mantener la soledad a cualquier costo.
Si bien aquí la finalidad es opuesta a la del otro espacio, la rigurosidad de las reglas para disciplinar el cuerpo en función del cometido es extrema. Es imposible ver una película de este director griego sin que aparezcan rápidamente en la mente del espectador aquellos mecanismos que Foucault se ocupó tan exhaustivamente de narrar en sus obras: división en zonas o parcelas que asignan una función específica a los sujetos, creación de espacios celulares para el aislamiento y la fácil localización, planificación de actividades cronometradas que garantizan una sujeción constante de las fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad. Toda una microfísica del poder actuando continuamente en estos espacios imaginados por una conciencia que proyecta su sueño de un mundo utópico.
Afortunadamente, la risa, una risa muy sutil y siempre un poco amarga, una risa que parodia los clichés, oxigena al espectador-testigo de estos universos. Y la risa corrosiva aparece cuando los límites son forzados hasta el absurdo, como sucede en Canino (2009), film que cuenta el experimento llevado a cabo por un maquiavélico padre de familia cuyo fin es construir y mantener un hogar donde sus hijos no tengan ningún tipo de contacto con el exterior.
Esta distopía con rasgos naturalistas, dados por la ausencia de banda de sonido, una iluminación poco artificial y un ritmo lento que registra como en un documental la rutina de esta familia encerrada, genera una suerte de clima asfixiante del que solo se sale por momentos a través del humor.
El enclaustramiento es tan profundo (podría pensarse Canino como una referencia a la alegoría de la caverna de Platón), tan llevado al paroxismo, que hasta el lenguaje (el mayor vehículo de lazo social) es modificado dentro del núcleo familiar y las cosas intercambian sus nombres.
El resultado de este sueño de pequeña sociedad familiar donde reinen el orden y los hábitos impolutos es la transformación de los personajes en naturalezas muertas, seres que sorprenden por su manera tan automatizada de comunicarse y relacionarse. En este punto, cabe destacar las maravillosas actuaciones de los personajes de Lanthimos, quienes actúan de que actúan, quienes pareciera que todo lo dijeran “como entre comillas”, como si repitieran un parlamento.
Este recurso de dejar al desnudo la impostación se ve perfectamente en Alps (2011), donde una pequeña comunidad de individuos filántropos se ofrecen para reemplazar/imitar a los familiares recientemente muertos frente a sus allegados y así aliviar su dolor. Para lograr cierto efecto de mímesis, “los actores” investigan cuáles son los gustos del difunto (su comida predilecta y su actor favorito). Claramente, estos datos no alcanzan y la tragedia se vuelve comedia cuando aparece al descubierto el artificio.
En Alps, los cuerpos son, como en toda la filmografía hasta el momento del director griego, vehículos de disciplinamiento. Allí los cuerpos se sacrifican duramente por alcanzar la perfección en su práctica deportiva o por lograr parecerse lo máximo posible al muerto al que buscan imitar. Cuerpos alienados, automatizados, como zombis o muertos-vivos que recuerdan y remiten bastante a las subjetividades en el seno de un mundo capitalista.
Sólo en un momento de la historia los cuerpos parecen experimentar otro destino, cuando bailan. Lo hacen de forma descontrolada, ridícula, casi sin estilo, como si respondieran solamente a sus impulsos, pero se los ve felices. (Nota al lector: recomiendo fervientemente revisar las escenas de baile de las tres películas hasta aquí mencionadas).
Retomando las palabras de Nietszche que dieron comienzo a este texto “solo creería en un dios que supiera bailar”, cuando se mueven al ritmo de la música, los personajes parecen volverse dioses, desatados de los duros mandatos divinos.
Es que si se trata de justicia divina, o contrajusticia que rompa con esos mundos fríamente maquetados, nada mejor que instalarse en el universo del último film de Lanthimos, El sacrificio del ciervo sagrado (2017), una suerte de tragedia altamente perturbadora en la cual un chico toma venganza por la muerte de su padre de un modo inexplicable o sobrenatural.
Este joven donde están presentes ciertas características (pobreza, marginalidad, aspecto un tanto monstruoso) que una familia rica, extrañamente perfecta y prestigiosa, de niños rubios, bellos y talentosos, se ocupa disimuladamente de ignorar, irrumpe en la tranquilidad del hogar y comienza a corromper los vínculos.
El blanco al que apunta la narración es la prepotencia de la ciencia que se cree todopoderosa frente a una especie de profecía de muerte que se va cumpliendo lentamente de un modo tortuoso. Con planos filmados desde las alturas que hacen aparecer a los personajes como títeres de una justicia divina, la historia de este film avanza de modo lento y cada vez más mortificante.
En la menos cómica de las películas de Lanthimos pero igual de crítica y corrosiva que las demás, la salida de ese sospechoso “mundo feliz” familiar recae en manos de este joven que nos encierra nuevamente en un mundo sofocante. En la expectación de los films de Lanthimos nada aparece con mayor fuerza que la frase que da título al aguafuerte de Goya “Los sueños de la razón producen monstruos”.
Por suerte, existe la risa, el baile y obras fílmicas como éstas.