El más inútil de los sentidos

Lo dijo con un tono de condescendencia que pronto corrigió por uno en el que intentaba marcar su poca importancia: “ya le están saliendo cataratas”. Él, como si pudiera descifrar los vocablos, volteó a verme buscando una respuesta en mis también enfermos ojos.

– No, pero. Pero sí ve.

– Claro que ve, es progresivo. ¿Sí ve esas nubecitas blancas al fondo?

Yo había notado una claridad peculiar en el iris de cada uno de sus ojos. Uno más que el otro. Sin embargo, minimicé por completo su existencia como he hecho siempre con todo lo que aparece frente a mí como un problema o un peligro: lo pulverizo con el peso de lo bueno de mi vida, que, aunque es poco sigue siendo (a la fuerza) más contundente.

Me aseguró con una convicción fervorosa que todo estaría bien pues la visión es probablemente el menos útil de los sentidos. No obstante, yo ya había empezado a llorar y sostenía su cabeza mientras negaba con la mía. Me parecía imposible que algo así se materializara, uno siempre oye de este tipo de cosas: los amigos imaginarios en los niños, los embarazos imprevistos en los adolescentes, la monotonía pulsar en los adultos y las cataratas en los viejos. Pero son eso, figuras que se conocen y aducen a lo lejos y que no se espera que sean parte de la propia rutina. Esto, especialmente, por la belleza de la palabra catarata que suena y se siente a agua, a turbulencia y sobre todo a fugacidad, no podía aceptarlo como signo negativo y propio.

– Imposible saber cuánto o cómo se desarrollarán. Ahí si ya depende de cada paciente.

Él seguía mirándome, como si entendiera, pero a la vez no le preocupara del todo, como si tuviera incluso mayor consciencia que yo de que era natural y que por lo tanto lo consentía. Yo no podía aceptarlo, por otro lado, no podía imaginarlo tanteando los bordes de los sillones, buscando juguetes que no existen en el rincón de la sala, llamando con el borde de la nariz a mi mano para una caricia.

– Eso no va a pasar, la vista es el menos útil de los sentidos. – repitió el doctor mientras sonreía pues se había impacientado con mis sollozos.

No tenía de qué preocuparme, según el doctor, era normal. La normalidad, siempre he pensado, está marcada por esos detalles sobre los que uno conoce porque se repiten en las historias de vida de las personas que también uno conoce por casualidad; como esos detalles reinciden y aburren tanto uno piensa que son como muletillas argumentales. Pero son reales.

Seguía mirándome, y me asaltó una imagen como de película en la que su visión de mí y del mundo entero era como ver un rompecabezas no terminado. Nos explicó que una sola doctora en el país las operaba, a las cataratas, pero que era un procedimiento muy básico que, según él, no aseguraba nada y que además era carísimo.

– Siempre hay una esperanza – dijo mi mamá.

– En este caso es mejor dejarlo ser – aseguró el médico.

Salimos ensangrentadas, siempre pienso en las lágrimas como sangre porque son muy pesadas y después de dos minutos de ahogarse con ellas, sobre la cara adquieren un olor extraño, una humedad viscosa y salada que a propósito se resiste a eliminarse. No podía evitar pensar en el tiempo que se multiplica absurdamente, en la manera en que nueve años volaron entre las comisuras de sus labios oscuros y gruesos para incrustársele en las arrugas del cuello, proyectarse en esos lunares marrones que también el doctor determina como signos de la vejez.

– ¿Y ahora? – le balbuceé a mi mamá mientras caminábamos en la oscuridad contemplando su cuerpito tambaleante.

Lo único certero, me explicó el doctor antes de salir, es que algún día llevarán a una ceguera total.

– ¿Total?

– Total, dijo.

– ¿Y ahora qué debemos hacer?

Ya en la puerta, tomadas de las manos y formando con ellas un pozo en el que seguro irían a depositarse las lágrimas saladas a modo de cascada, el doctor dijo: “Vamos a esperar, pero no se preocupen que para un perro la vista es el más inútil de los sentidos”.

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