«Persona» y sus lenguajes ingobernables

Karl Jaspers en uno de sus textos filosóficos señaló que el asombro sucede/acontece solo en situaciones límites, como el amor, por ejemplo. En mi caso, el asombro que me ha sucedido a partir de este libro ha nacido desde el dolor. Mi lectura la planteo desde este lugar y la resumo desde una frase. He leído tantas veces este libro, que sentí dolor.

Quisiera comenzar mi presentación contándoles un brevísimo y fantástico cuento del mismo autor que celebramos hoy día. José Carlos Agüero. Hablar de este cuento me permite desarrollar un tema que me parece necesario y relevante dentro de la propuesta del libro que presentamos hoy: me refiero al de la lucha desde el lenguaje, contra el lenguaje mismo, el lenguaje escrito, ya que resulta insuficiente para representar una realidad violenta que lo sobrepasa simbólicamente. Del mismo modo, este libro, “Persona” (FCE, 2017) no es una versión final, no es una resolución sino que por el contrario, es un conjunto de preguntas fragmentadas, un conjunto de desconfianzas sobre el lenguaje mismo, sobre su funcionalidad, y en ello, es también un honesto ejercicio de tensar los límites de la representación visual por probar hasta dónde es posible cargarla de significados para hablar de lo que todavía no tiene palabras para ser hablado. El dolor. Pero veamos el cuento, para entrar en el tema que me permite desarrollar un poco estas ideas.

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   “El hombre hecho de letras” de Los cuentos heridos (2017) nos cuenta la historia de un hombre viejo, hecho de letras grandes. Es decir, cito, “donde estaba su brazo, decía brazo, donde estaba su cabeza, cabeza, donde latía su corazón, decía corazón”. Lo más sorprendente eran sus ojos. Estos estaban “llenos de letras más pequeñas que copiaban las cosas” entonces cuando uno lo miraba a la cara,  aparecían los nombres y era como si absorbiera lo que veía. El final del cuento es doloroso. El hombre es expulsado del pueblo porque nadie soporta mirarlo, se enferman de ver tanta rareza, tanto lenguaje. Más aún, se enfurecen de lo abstracto e inútil del lenguaje mismo, de lanzarle fuego y que él no se incendie, sino que su cuerpo se hiciera “fuego”. De tirarle piedras y que no aparezcan moretones o gritos, sino que su cuerpo dibuje “piedras”. Todo su cuerpo era lenguaje, letras, palabras. El hombre al final, muere, pero no por los ataques, sino de casualidad, cuando sin querer, se mira en un espejo.

Mirarse, es decir, confrontar al lenguaje con el lenguaje, fue su perdición. Fue, cito, como “si se desangrara en letras grandes y pequeñas, miles de tipos y caligrafías en una hemorragia que llenó el patio de miles de palabras por mucho tiempo”. En este cuento se intersectan dos temas relevantes que aparecen en “Persona”, libro que presentamos hoy. El cuerpo de un sujeto, y el lenguaje. Por supuesto, en el cuento la complejidad está colocada al mil por ciento porque ambos temas están intersectados, colocados de tal modo que no se pueden separar. En “Persona”, estamos ante un texto que discute un cuerpo verdadero, digamos, producto de una historia, uno que ha pasado a ser un montículo de polvo, una pregunta, una incertidumbre desde una intensa experimentación estética. Por todo ello, en este libro, ambos cuerpos, el textual y el visual luchan contra y desde sus propias limitaciones. Con todo esto, en “Persona” (FCE, 2017) encontramos una lucha para escapar al lenguaje escrito, al de las palabras, que no puede expresar el dolor en sí mismo, es decir, que no basta para simbolizar o representar una realidad que lo excede. En ese sentido, este libro emprende una búsqueda en los silencios, en las traiciones que hay en la misma imagen (fotografía, y su discusión) y en los afectos, es decir, en lo que JC Agüero ha llamado, lenguajes ingobernables.

En este panorama, en el que se repite la acción del cuento, me refiero al rechazo al lenguaje puro, al lenguaje cargado únicamente de palabras, se apela a la expresión del dolor desde el dolor mismo. Hablo de, por ejemplo, el dolor de aquella mujer Senderista que dejó a su hijo, cito, “recién nacido, flaquito, sin pelo casi, cubierto con ramas y piedras, para que su llanto no los delatara en su escape” (27), hablo de ese dolor, para el que todavía no hay palabras. Como cuando llueve y uno imagina que ese hijo abandonado regresa en forma de agua. O como cuando una madre perforada de violencia brota como una libélula y desafía el desorden de su propia muerte. El libro cuestiona eso. Cómo hablar de eso, cuando las palabras no alcanzan. Entonces se abren otras opciones, justamente, las que se abren desde lo que Agüero llama “lenguajes ingobernables”: los mapas intervenidos, interpretados, las lecturas sobre las fotografías también intervenidas, los dibujos de las fotografías, el humor lacerante, es decir, todas las herramientas que exceden a la escritura y que aparecen como otras formas de representar. Veamos una, que engarza a su vez, otro elemento, al que llamaré,  a falta de un mejor nombre, disruptivo. No subalterno, sino únicamente disruptivo.

Me refiero a la lectura que elabora Agüero de la posición de los sujetos que arman el Perú en la carátula de un cuaderno escolar. Aquel en el que el país es como un muro, como un obstáculo hecho de cemento y de unos ladrillos duros. Entre los personajes que arman este obstáculo – país resalta una niña sonriente, que es quien tiene el último ladrillo que encaja a la altura de Tumbes. Su figura está en el lugar equivocado, postula el libro, ella está donde no le corresponde, su lugar, para el autor, debería estar más abajo, donde realmente su cuerpo comenzaría a desintegrarse en la oscuridad de los otros cuatro hombres que hacen del Perú un muro/obstáculo.

cuaderno (1)

La niña, o la lectura que se propone de ella, el hacer que esta imagen, hable así, es una continuidad en el libro. Su presencia no acaba en este apartado, sino que continúa hasta el final del libro, hasta cuando acaban las palabras. Así, no importa en qué sección estemos, la niña vuelve a aparecer. A veces cargando un diente, que reemplaza al ladrillo (72) o a veces cargando dos ladrillos (191), otras veces al lado de unos trozos de rutas, extirpados de un mapa personal (153). La niña es el símbolo de cómo un cuerpo puede convertirse en un trozo que pulula de página en página, y puede, en su fragmento -ya que representa lo que le falta al Perú/muro/obstáculo-, en su exceso, ser completamente algo. Ella interrumpe constante y aleatoriamente para advertirnos, para mantener al lector alerta, para hacerle recordar. Y esto, hasta el final del libro (ver contraportada) cuando solo queda un código de barras que lo identifica como un objeto y ya no como un documento de memoria, de testimonio, de arte.

Incluso el memorial con el que acaba el libro está “escrito” con dibujos, a modo de tensar nuevamente la relación imagen-texto, lenguaje visual/escrito: solo lo pueblan dientes sin cuerpo y esta niña –sonriente siempre– que ya no sostiene nada excepto un gesto: una mano extendida junto a los dientes, que en principio, servirían para reconocer al Otro, al que ha sido desaparecido. La unión de dientes solos y de la niña en forma de pirámide memoriosa, conforman la larga lista de lo que el lenguaje, la palabra escrita, no puede decir. No alcanza a representar.

IMAGEN 2

Finalmente, encontramos en la última página del libro otros restos. Quiero decir, las señas de dónde fue escrito dice lo mismo, otro salto que reta lo escrito, desde lo escrito mismo: se terminó de imprimir en noviembre, en tal taller de gráfica, en Lince, pero algo más, este libro usa zapatos. Y son talla 35. Miden 23.5 centímetros del talón a la punta del dedo. Con esta medida personal, aparece otra vez la pregunta de cómo hablar de lo personal, cómo hablar de la madre[1], específicamente, porque este zapato no es de “El”, sino de “Ella”, intuimos, de ella, o de las otras madres que dejaron hijos solos. ¿Cómo hablar de lo que no entra en este alfabeto, sino mejor, que representándolo con una huella indeleble? ¿Una talla funciona como huella dactilar? A esto apunta este libro, de principio a fin.

Desde las fotos familiares, o la foto del mismo autor que se incluye como “ex hijo” visitando la isla del Frontón, el dibujo de la foto familiar, el poema largo que es profundamente visual en tanto representa una acción y otra acción que la imita, y la necesidad de dejar huellas para ser único, llámese con esto dientes, costillas, algo que nos permita salir de nuestro anonimato y no ser simplemente residuos sin nombre. Otro tema, en este rubro son los cuerpos para armar, los que el autor encaja desarmados, y además de estos, los restos, llamados residuos, las partes incompletas de los cuerpos violentados que conversan, produciendo lo que James Scott ha llamado, el “discurso o guión oculto”, aquel discurso humorístico que visibiliza transgresoramente la terrible verdad detrás de lo atroz. Y que más aún, a través de la risa nos hace cómplices de la desdicha. Y que, creo, desde su humor negro nos permiten “contraatacar la hegemonía visual vigente” (Vich, 2015: 98), y que con ello, nos permiten “repolitizar la mirada, con el fin de mostrarla como un dispositivo de interpelación social” (Vich, 98). La fuerza del humor nos permite luego de la carcajada buscar una explicación a nuestro escalofrío, y en ello la potencia máxima de la subversión en la “poética del resto” que propone Agüero desde ese particular lenguaje ingobernable, el de la caricatura de un hombre que ahora es resto.

No obstante todo señalado, este libro no se agota en estas lecturas. Les invito a leerlo, y a continuar la reflexión y la desconfianza sobre las palabras escritas. Este libro es una buena forma de empezar a mirar la complejidad de una mirada desde todos los otros lenguajes, esos que nos exceden, esos que son ingobernables.

[1] La madre, como los mapas, intervenida por la lucha entre lenguaje e imagen, también aparece como un personaje, una imagen, un tema, y a su vez, ella es un verso que se repite, y que ahora se extiende y se desarrolla como un poema extenso. El libro nos habla de la mimesis entre un cuerpo y otro, la mimesis en el lenguaje cuando “ella dice “duele” y yo dije, “duele”, en el poema “La otra”, un poema en el que una voz dice, y la otra repite, en el que un cuerpo hace, y el otro copia. Un poema que a diferencia de todos los otros incluidos en Enemigo, en El nacimiento de los monstruos, e incluso en fragmentos de Los rendidos, aquí aparece en su extrema belleza, quizás porque aparece enteramente repetida, copiada, por la insuficiencia y subjetividad de la memoria y de la escritura. Además, porque, en esta poética no se trata de eliminar el dolor, sino de repensar las posibilidades de salir de la traición inminente del lenguaje que traiciona lo que representa. De ahí la necesidad de los lenguajes ingobernables como espacios, como formas de intentar desde otro lado.

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