El trastorno conocido como “claustrofobia” se define como “un tipo de «fobia específica», lo cual significa que existe una aversión específica que causa la ansiedad, en este caso, miedo a los espacios cerrados o a las multitudes” (Pittman Lindner). En el cine, han sido muchos los directores que han jugado con este pavor psicológico a los espacios cerrados para lograr thrillers que transfieren al espectador esa angustia de los personajes. O, en otro nivel, el público es que el padece esa fobia al observar los sucesos que están aconteciendo ante sus ojos. Las ansias de golpear una ventana y escapar, de abrir una puerta y comenzar a correr se apoderan de las pupilas de los espectadores y el director, con gozo, puede comprobar que ha alcanzado su deseo: causar ese fastidio latente en el público.
Puede que lograr lo que se proponía en un primer momento haya sido el regalo envenenado del estadounidense Darren Aronofsky cuando en 2017 lanzó a la gran pantalla la magistral y caótica Mother! En esta película, de amplia polémica y baja recaudación, los protagonistas interpretados por Javier Bardem y Jennifer Lawrence se instalan en una gran casa a medio construir. Él es un escritor que mueve masas y ella una especie de musa silenciosa y guardiana del hogar. La primera visita que reciben, la escandalosa pareja interpretada por Michelle Pfeiffer y Ed Harris, son los pioneros de una larga lista de caraduras que llegarán a la casa para visitar al endiosado escritor. La “madre” Lawrence intentará por todos los medios ahuyentar a tales pirañas, pero el escritor adora el espectáculo de sus fanáticos admiradores y abre las puertas de su casa de par en par.
El espectador no será jamás consciente de que exista una realidad más allá de las puertas de esa casa. La “madre” recorre las escaleras encontrándose todo tipo de personajes de lo más variopinto instalados en su amado hogar y esta locura desembocará en un sacrificio: la muerte del hijo recién nacido de ambos, despiadadamente devorado por las fauces de todos aquellos que necesitan poseer una muestra de la carne de su ídolo. Las referencias bíblicas han sido analizadas varias veces por la red: Dios y la Virgen María, Adán y Eva como los primeros en llegar al Edén y de destruir las normas de la casa, Caín y Abel (los hijos de Pfeiffer y Harris) cometiendo el primer asesinato que salpicará el suelo del hogar, Cristo como el bebé sacrificado para deleite de las masas.
Con una tensión in crescendo, poco a poco la angustia de la madre se instala en las vértebras del espectador. Aronofsky consigue causar esas ganas de gritar, de girar la vista, de no querer estar dentro de esa casa por más tiempo. Quizá es por eso, por su maestría, que algunos abandonaran las salas de cine ante el anárquico final de la película.
Asimismo, dos directores que navegan en estas sensaciones de angustia y hermetismo son Roman Polanski y Álex de la Iglesia, aunque a través de estilos dispares, tomando como escenario donde se desarrollan los acontecimientos un edificio y su comunidad de vecinos. En el primer caso, con El quimérico inquilino, la obra se tiñe de una especie de capa grotesca cuando observamos cómo las artimañas de los psicóticos vecinos ejercen una poderosa influencia en el carácter débil del personaje de Trelkovsky, interpretado por Polanski. Este muchacho ocupa un apartamento que ha quedado libre tras la muerte de la inquilina anterior, Simone. Poco a poco, la hostilidad de los vecinos con los que convive Trelkovsky le empujará a metamorfosearse paulatinamente en Simone (ropa, maquillaje, gustos personales) hasta dar con su mismo y trágico final.
Con La comunidad hay más espacio para la comicidad gracias a los ariscos personajes que ocupan el edificio. La agente inmobiliaria Julia, interpretada por la excelente Carmen Maura, halla en un piso del que se encarga la cantidad de 300 millones de pesetas, cantidad que atesoraba el anciano fallecido propietario de la vivienda. Su objetivo será salir con el botín y la vida del edificio, custodiado por todos esos vecinos que conocían la riqueza del anciano.
En ambas películas la finca de viviendas se convierte en nido de víboras, sibilinas y cautelosas en la primera película o bien agresivas y asesinas en la segunda.
En el caso de Polanski, el director polaco registra una atención hipnótica hacia los espacios cerrados en varias obras que llevan su firma. Es el ejemplo de Repulsión, que genera en el espectador una cruenta angustia a través de los asustados ojos de Catherine Deneveu (paredes que abren grietas por donde emergen dedos), e incluso Un dios salvaje, donde dos familias enfrentadas se reúnen para hablar de los problemas de sus hijos.
Otra referencia de la claustrofobia más surrealista se debe a la mano de Luis Buñuel y su El ángel exterminador (1962). El título parece que haga referencia a la obra poética de su amigo en la Residencia de Estudiantes de Madrid, Rafael Alberti y su Sobre los ángeles (1926-1727). En esta imprescindible película se celebra una reunión entre invitados de la clase burguesa. De manera inexplicable, ninguno de ellos se verá capaz de salir del salón tras la cena. El primer plato lleva al segundo, al postre, al café, al “no quiero irme” sutil, una especie de sentimiento que todos comparten aunque nadie manifieste una imposibilidad a partir. Y, al día siguiente, el desayuno y de nuevo la noche donde duermen como pueden, ocupando sillas, sofás y suelo. El pánico atroz de abandonar la lujosa sala contagiará el escenario, que empieza a ser corrompido por la huella de los invitados quienes, sucios y hambrientos, seguirán negándose a abandonar la habitación. Las cordiales maneras de la cortesía son abandonadas en ese salón que semejará una selva donde el protocolo dejará de importar y la ira y la frustración devorarán a los personajes. Cuando por fin logran salir y se dirigen a la misa, la película cierra con un renovado sentimiento de incapacidad psíquica de abandonar la iglesia.
Para finalizar cabe reseñar el cuento de Julio Cortázar, “La casa tomada”, en donde dos personajes huyen de la presencia de unos seres que ocupan su vivienda, “espaciosa y antigua”. Aunque aceptan este hecho, del mismo modo que sucedía con la inexplicable fuerza que impedía a los personajes de Buñuel abandonar el salón.
«-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.»
Sin embargo, en este caso los personajes salen airosos de la casa y son capaces de escapar, tras un tiempo conviviendo con esas presencias que les perturbaban. Con pesar, huyen del hogar que tanto les gustaba cerrando bien con llave.
La claustrofobia de la pantalla, en los casos de las películas comentadas, afecta al público que, asimismo, vive momentáneamente una claustrofobia dentro de la sala y dentro de la misma trama. Son siempre arriesgadas las propuestas donde el director, como moviendo juguetes que conserva en un baúl, quiere sumergir al espectador en una angustia vertiginosa y, aunque esta se alcance, a veces esto no supone un éxito. En ocasiones, como sucedió con El quimérico inquilino, que fue masacrada por la crítica, o con Mother!, la belleza mata.