Hace cuatro años escribí un poema sobre una casa. La casa que traté de dibujar ahí fue una de las casas en las que crecí, la casa de mi abuela. Ahí traté también de hablar del cuerpo como una casa. Al escribirlo en mi imaginación el cuerpo y la casa se confundían, y el cáncer se presentaba como una enfermedad que no sólo había atacado a mi abuela sino a toda la familia. Por ser la matrona, no sólo ella agonizaba, agonizaba toda la casa. Como todo enfermo al que le queda algo de juicio y la conciencia de que su muerte se acerca, ella quiso morir en su casa.
Quien decide morir en su casa también decide morir rodeado de su familia, o eso espera. Quien muere en un hospital muere rodeado de todo menos de lo que lo hacía ser quien era: al enfermo se le destierra, como solía pasar hace siglos cuando los enviaban a casas alejadas de la ciudad, donde compartían su enfermedad con otros enfermos, para que no contaminaran el mundo de los sanos con su olor a muerte.
Cuando los médicos ya no dan esperanza de vida, dan permiso a los pacientes de irse. Te dicen que les des todo lo que te pidan: ya no hay una dieta, puesto que hasta el alimento más simple ya no puede ser procesado por el cuerpo. Pero, después de esa primera decisión, vienen otras más: ¿quién se hará cargo del enfermo? Dónde se pondrán todos los aditamentos, las medicinas, qué cama es la más apropiada, si deberá comprarse una nueva… y una serie de discusiones sobre las que el enfermo ya no tiene voz. Entonces éste vuelve a la infancia. La gente tiene que turnarse para hacerse cargo, se dan los dilemas con respecto al tiempo y a las horas en que es necesario que haya alguien para darle de comer, para que aplique la medicina, se fije si está funcionando bien el oxígeno, entre otras tareas específicas de la enfermedad.
Una vez que trajeron a mi abuela del hospital, mis tías tomaron la decisión de poner la cama en la sala y así como antes nos reuníamos alrededor de la tele comenzamos a reunirnos alrededor de mi abuela enferma. Por la estructura de la casa, si estabas en el comedor podías ver la cama, si estabas en la cocina, desde la puerta podías ver la cama, si querías salir de la casa, antes de salir tenías que pasar por la cama; podías monitorearla como a un niño. No había manera de evitar mirar la enfermedad si visitabas la casa. Ella estaba el centro de todo en ese momento, igual que la televisión. Como antes, todo convivía en un solo sitio y con cierta reticencia la enfermedad fue por un par de semanas algo normal entre nosotros, se integró a nuestras tareas cotidianas.
Esto sucede también con la muerte. En México los velorios tienen lugar en el centro de las casas, modifican el orden de los muebles y por un tiempo se conserva ese vacío que deja el féretro y alrededor de él se reza. Quizá en nuestra cultura menos, por el hecho de que contratar un velatorio no es común en ciertos contextos, pero la muerte estigmatiza los espacios. En el caso de los asesinatos, el “lugar de los hechos” abandona su neutralidad para ser un lugar “tocado” por la muerte. Y con regularidad las “escenas del crimen” después de él son lotes baldíos. Las casas embrujadas son espacios con historias propias de muerte y enfermedad y se da por hecho que quien viva ahí puede ser perseguido por ambas, por eso se convierten en un lugar que tiene en sí “la peste”.
Para nosotros, al no haber más opción, los espacios tienen que seguir siendo habitables suceda lo que suceda. Nunca pudimos darnos el lujo de dejar la casa vacía, aunque su médula muriera después de una larga agonía en la sala.
Desde que escribí ese poema, en que ponía mayor atención en la casa y la enfermedad, he leído y escuchado a lo largo de todo este tiempo una preocupación común en nuestra generación, y que se relaciona con esos dos temas en específico. Me interesa hablar más aquí del primero. Libros como Los Procesos, de Erik Alonso, Aves Migratorias, de Mariana Oliver e infinidad de poemas se escriben desde esa casa que quienes escriben han vivido o imaginado. Sin embargo, también es evidente, gracias a ello, que somos unos desplazados. Lo digo, porque nuestros padres quisieron una casa propia, como herencia del deseo, a su vez, de nuestros abuelos de un sitio para su familia. Era una prioridad. Pero para nuestra generación ahora la literatura de la casa convive con la literatura de la mudanza. Una vez que se sale de La Casa se es una especie de peregrino: se está a merced del dinero que se pueda pagar por un departamento, según la zona de la ciudad en la que esté o viceversa, de que se renueve el contrato, de que la persona con la que se renta sea un humano al que se le pueda dar los buenos días al menos, de que tu casero no se muera o no comience a ser un abusivo, de que en un temblor no tire el edificio o de que la persona que tiene el contrato no te ultime de sorpresa porque ya le cansó escucharte coger y estar soltero.
Quizá mi abuela ya no tuvo oportunidad de insistirme en tener una casa porque asumía que la casa de mis padres sería mía, y de mis hermanos; o quizá nosotros mismos asumimos eso y por eso tampoco nunca nos interesamos en comprar una casa propia. Aunque la busquemos en los sitios que rentamos. Quiero creer que esa obsesión por hablar de la casa actualmente en la literatura nace de esa preocupación por el lugar desde el no-lugar: ni hijos ni casa ni trabajo seguro ni prestaciones ni jubilación ni nada. Por ello es que digo que nuestra generación es una generación en cierto sentido desplazada, y eso parece no importarnos. El futuro se ha borrado de nuestra mente, y puede que pensar en casa —desde el concepto del lugar que va a existir siempre, de manera inmutable— para muchos sea pensar en la de nuestra familia. De otra manera, la idea de la casa es sólo eso, una idea: una especie de utopía.
Algunos de mis amigos viven solos en cuartos de azotea y cuando enferman, enferman solos: lo publican en redes sociales, a manera de llamada de auxilio. Y si bien otros más rentan una habitación en un departamento compartido la sensación de estar solos y de no tener un lugar se repite: sienten que ese lugar no les pertenece y por eso nunca se afincan en ningún sitio. Es aquí cuando entra la literatura de la mudanza: ese peregrinar constante, ese cambiar las cosas de lugar que también parece más que entristecer, fascinar a la generación: el movimiento. Esa noción también de estar viviendo en sitios según los contratos, de que todo es temporal, de que la mayor certeza es la incertidumbre.
A esto viene bien un fragmento de “Plano de una casa”, de Mariana Oliver, donde se habla de esa contradicción:
Hay días en que las paredes me parecen demasiado blancas. Algunas veces he pensado que me gustaría vivir en otra casa, pero basta con que lleve este pensamiento un poco más allá para que me parezca absurdo: imagino una nueva mudanza, los libros guardados en cajas numeradas, los muebles envueltos en plástico y el lento proceso de aprender a dormir en otra cama. Mudarme sería una necedad porque si viviera en otra casa me gustaría que fuera tal como ésta.
En las mudanzas llegamos a lugares ya hechos. No, como dice Erik Alonso, a sitios hechos para quienes los habitan ni construidos como actos de amor. Nuestros sitios son lugares prestados, son no-lugares, falsas familias o familias temporales, que se terminarán con un contrato o con un conflicto después de que alguien no lave los trastes. Y así todo son simples estancias.
Un día, a punto de cerrar los ojos eché un vistazo en mi habitación y vi los libros, pensé que todas estas cosas que me he empeñado en acumular no tendrán sentido para nadie, si acaso un valor que poco entenderán: cada sitio en el que compré cada libro, cada etapa en que lo leí, cada nota en las decenas de libretas. Luego pensé en un hijo que le diera valor a esos objetos y quisiera reconstruir mi historia, pero pensé también que no lo tendría nunca. Pensé que no le daría nunca a nadie la llave de una casa mía y le diría que ésa es una casa a la que puede volver siempre, que soy un lugar al que puede volver siempre, pensé que entonces igual que lo hizo mi abuela al pedir morir en su casa, que yo también estaba comenzando a aceptar mi condición de desplazada, que estaba comenzando a ver mi vida como una estancia y que yo también iba a mudarme de la casa de mi cuerpo hacia mi propia muerte.