El Pacto (fragmentos)

Escena 1: El dolor

Ella le habla a una mujer en sombras.

Ella: Cuando te enamoras, el amado ocupa una parte de tu cerebro. Las hormonas liberadas durante la relación graban a la persona en lugares específicos de la corteza cerebral. Literalmente, hay neuronas y sinapsis que son esa persona. Entonces cuando lo pierdes, cuando no lo ves más, tu cerebro lo busca, tus neuronas lo necesitan y… si no está… tus sinapsis se retuercen, muriéndose de sed. Es como una amputación. Como amputarse las manos para que tus manos fantasma toquen su fantasma.

Por eso me dolían las manos. Miraba por la ventana y las manos me dolían, sobre todo las palmas… Sentía su piel bajando por mis dedos pero estaban vacías mis manos, vacías y consientes que ese vacío era irremediable… como los árboles. Yo no sé si los árboles se deprimen cuando se caen sus hojas, si creen que es para siempre, si cada vez que pierden las hojas temen que esta vez es para siempre, no sé si se consuelan “ya vendrá la primavera”, no sé si las dejan caer, resignados, o se resisten hasta el último momento… no sé si les cuesta, no sé si les duele, no sé si el primer invierno es el más duro o si cada invierno duele como el primero…

Mis manos vacías de él, inconsolables, obstinadas… ¿Cómo que ya no vuelve? ¿Cómo que nunca más… de veras? ¿Nunca?

Nunca. Vacías para siempre de esa piel, como un guante tibio que alguien se saca lentamente por última vez y guarda en un cajón, un guante que se enfría en la oscuridad, un guante suave de la forma del vacío, de la forma del cuerpo que falta. Era mediodía y mis manos hambrientas, mis manos querían piel, querían un cuerpo y yo tenía solo el mío para darles. Yo era el árbol, ves, un árbol en invierno dejando caer sus guantes, cientos de guantes amarillos en el viento.

Escena 2: El encuentro

En un bar.

ÉL: Hola. Te vi hace rato. Yo estaba sentado por allá y te vi. Me gustas. En realidad no. Digo, sí me gustas, pero no te vi yo, sino mi amiga, con la que vine. Me dijo mira esa chica, te está chequeando. Entonces recién te vi aquí sentada. Soy un despistado, ¿sabes? Ando despistado de la vida. No me di cuenta de que me mirabas, de no ser por mi amiga no me hubiera dado cuenta. Estaba pensando en otras cosas, en un montón de cosas. Pero luego te vi y… quería decirte. Que te vi. ¿Quieres tomar algo? No vengo mucho a este lugar. ¿Tú vienes seguido? Si quieres nos podríamos ir a otro lado, a andar. Podríamos ir a caminar, tú y yo. Las calles de por aquí no son peligrosas. Están en mal estado, hay muchos baches, pero podríamos ir a caminar. Hay luna llena. A mí me gustaría. Me gustaría conocerte, hablar contigo. No sé por qué pienso que tendríamos mucho de qué hablar. Qué dices… ¿vamos?

Ella: Mmm… no sé.

Él: Bueno… no importa.

Ella: No es que no quiera caminar contigo… es que…

Él: No, no te preocupes.

Ella: Es que tengo ganas de…

Él: ¿De qué?

Ella: No sé… no sé cómo decirlo.

Él: Dime.

Ella: Me da vergüenza.

Él: Dime.

Ella: No quiero que pienses mal…

Él: Dime sin vergüenza. ¿Qué tienes ganas de hacer?

Ella: Un experimento.

Él: ¿Un experimento?

Ella: Sí.

Él: Un experimento…

Ella: Científico. Un experimento científico.

Él: ¿Eres científica?

Ella: Algo así.

Él: ¿Qué clase de científica?

Ella: Mira, te tengo una propuesta… una contrapropuesta. He leído sobre un experimento social que hicieron en Harvard. Pusieron a cien parejas, cien extraños, frente a frente en una habitación. Entonces les pidieron que se contaran cosas íntimas de su infancia durante 15 minutos. Al cabo de los 15 minutos, pidieron que se miraran a los ojos sin hablar, en absoluto silencio, durante cuatro minutos. Cuando terminó el experimento les hicieron una encuesta para ver cuántos se habían enamorado. El 70 por ciento de los participantes habían sentido una gran atracción por la otra persona. Dos de las parejas acabaron casadas. ¿Quieres intentar?

ÉL: ¿Casadas?

Ella: Podríamos intentar el experimento. Podríamos hablar de cosas personales, cosas íntimas de la infancia durante quince minutos. No me quiero casar, por si acaso. Solo quiero experimentar. Luego nos miramos a los ojos cuatro minutos y vemos qué pasa. ¿Te animas?

Él: No sé…

Ella: Dale. Yo empiezo. A ver. Cuando era niña tenía una prima que se llamaba Juana. A ella le gustaba atrapar mariposas y ponerlas en jarras de vidrio. Yo no quería, pero ella decía que tenía que ayudarla, que para eso éramos primas. Me ponía la jarra de vidrio destapada entre las manos y se iba a atrapar mariposas. Llegaba corriendo con una grande entre las manos y la ponía en la jarra que yo sostenía. Luego cerraba la jarra y se ponía a mirar la mariposa. Yo también miraba, no quería pero miraba cómo aleteaba, lo peluda que era, cómo se medía contra esa cárcel que ella no podía entender por mucho que temblaran sus antenas, por mucho que sus patas acariciaran la transparencia. De pronto mi prima abría la tapa y la mariposa salía volando. Entonces yo tomaba una bocanada de aire porque nunca respiraba mientras miraba la mariposa. Nunca podía respirar. Te toca.

Él: No sé qué contarte… no sé. Yo no tengo recuerdos propiamente dicho. Tengo imágenes de mi infancia que no sé si sucedieron. Tengo el olor a miel grabado en el cerebro, y no sé por qué ese olor me recuerda a lo viejo, me huele a viejo. Un olor a vino, también, a vino tinto. No sé… tengo una imagen de retamas en la noche escupiendo sus semillas. El ruido de las semillas contra la ventana. No sé qué significa.

Ella: No sabía que las retamas escupen.

Él: Escupen.

Ella: No lo sabía. Me toca. Mi gato murió cuando yo tenía once años. Quería vivir pero murió. Yo amaba a mi gato. Te toca.

Él: Lo siento.

Ella: Gracias. Te toca.

Él: Cuando era niño… no sé… amaba a mi madre, eso recuerdo. Verla llorar y llenarme de rabia. Su risa y sus ojos húmedos, recuerdo. Y el vino tinto que dejaba unas lágrimas rosadas en las paredes de la copa y la marca roja de sus labios en el borde. No sé qué significa.

Ella: ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Él: Tenía miedo a las agujas. De niño. Cuando el médico me quería pinchar me daba miedo. Me daba miedo la forma en que brillaban las agujas. Cómo el brillo se posaba en la punta, en la parte peligrosa. Del miedo a las inyecciones pasé al miedo a la costura. Hasta el día de hoy no puedo ver un costurero sin morirme de miedo.

Ella: A mí me encantan los costureros. Bueno, me toca. Mi madre. Mi madre es una buena persona. Es una buena madre. Cuando nací lo dejó todo para cuidarme para que yo no pudiera reprocharle nunca nada. No le cabe ni un reproche, siempre ha estado ahí para decirme qué hacer y cómo, cuándo hacerlo y con quién. Nunca me dejó desamparada, no dejó ni un solo cabo suelto respecto a mi crianza. Ella era una presencia en mi niñez, una organización, una estructura. Una presencia estructural, una organización del afecto… te toca.

Él: A los doce años… no estoy seguro. Jugaba fútbol. Eso… me gustaba mucho el fútbol, era buen arquero…

Ella: Ay, no, de eso no. No me hables de fútbol, por Dios. Háblame de tu padre. Sí, háblame de tu padre. Los hombres siempre tienen algún tema con el padre, siempre buscando al padre, siempre, desde Luke Skywalker hasta Perseo, pasando por Kafka. Háblame de tu padre. Nos quedan siete minutos.

Él: Mi padre… no sé. No sé qué decirte de mi padre. Mi madre lo amaba, eso recuerdo. Recuerdo cuánto ella lo amaba. Y él… él estaba y no. Llegaba y no llegaba, se iba sin llevarse consigo… estaba sin quedarse, eso recuerdo.

Ella: Estar sin quedarse. Mi padre era igual.

Él: Todos los padres son iguales.

Ella: Me toca. Me gustaban mis huesos. Cuando tenía trece años. Me gustaba dormirme acariciando los huesos de mi cadera afilados como piedras. Me gustaba pasar mi dedo índice por la clavícula. Me desesperaba a veces engordar y perder mis huesos. Cuando por un descuido se perdían mis huesos yo me desesperaba. Así empecé a fumar.

Él: Me gusta tu clavícula.

Ella: Te toca.

Él: De niño era sonámbulo. Me despertaba de pronto y estaba en el jardín, en pijamas y descalzo. Nunca me acordaba de mis sueños. Te toca.

Ella: Yo siempre recuerdo mis sueños. Me toca. Perdí mi virginidad a los diecisiete. Tuve ganas antes. Tuve ganas varias veces. Pero sabía por intuición que eso era algo para hacer con alguien que te ama. No sabía por qué. Ahora lo sé. Es por el dolor. La primera vez duele. Mierda, cómo duele. Duele como cuchillos, como… como un cuchillo sin filo que se te clava en la carne una y otra vez. No hay placer la primera vez. Ni la segunda. El placer viene luego de que tu cuerpo se acostumbra, se abre, se amolda al cuchillo, se hace de la forma del cuchillo, se vuelve guante para el cuchillo, el cuchillo entra como un guante. El placer es distinto, el placer se puede compartir con cualquiera, por último. Cuando tu cuerpo es un guante el placer se puede compartir con cualquier hijo de vecino. El dolor no. El dolor solo con alguien que te ame.

Él: Interesante.

Ella: ¿Qué es interesante?

Él: No sabía que les dolía tanto.

Ella: No lo sé. No sé si les duele a todas. Para saberlo tendría que escanear el cerebro de cada una en el momento del… en fin. Tal vez no les duele a todas. Tal vez solo a mí. ¿Qué hora tienes? Ya es hora, creo. Vamos a mirarnos a los ojos.

Él: Bueno.

Ella: No tan de cerca, me voy a quedar bizca. (Se separan un poco.) Ahí.

Pasa un minuto.

Él: Me gustan tus ojos.

Ella: Silencio. La cosa es en silencio, si no tenemos que empezar de nuevo.

Él: Bueno, me callo.

Pasa un minuto.

Él: Me gusta cómo hueles.

Ella: Si no vas a callarte me busco otro sujeto.

Pasa otro minuto.

Él: Me gusta…

Ella: Shhhh….

Pasa un minuto.

Ella: Bueno. Ya está. Ya puedes hablar.

Él: No sé qué decir.

Ella: A mí también.

Él: ¿Qué?

Ella: A mí también me gusta cómo hueles.

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