Hace exactos 9 días murió en Chile Nicanor Parra, pero no la antipoesía. Ni la poesía. ¡Ay! dudo de que las las Últimas instrucciones (1) que dejó escritas ya en el 69′ en Obra Gruesa, hayan sido llevadas a cabo en la rigurosidad que exigían, pero, como dijo el finado, quedamos los vivos en libertad de acción. Así las cosas, en éste, mi primer post en Liberoamérica, uso de excusa este cadáver fresco, para dejar el texto de una morta secca que, en vida, compartió y departió con el centenario antipoeta cuando aún la vejez no osaba tocarlos: a la salud de Stella Díaz Varín, la Víbora (2), en boca del mismísimo Parra.
Decían que le temían a sus puños, a su fiereza brutal, a la rapidez de sus movimientos. Yo le habría temido más a sus silencios entre líneas, entendiendo que todo aquel que manifiesta dureza, es por dentro fragilidad y tristeza. Su poesía atravesada por el desgarro y el sufrimiento, con la ira anudada a cada cuerda vocal, a cada palabra que se traza, franqueada por el desencanto engendrado en las situaciones ilusas con las que nos han querido convencer por la simple condición femenina, por la simple condición de permanecer demasiado lúcida y viva. Nace su poesía, de quien confesó haber estado profundamente convencida de que este mundo tenía arreglo… y sin embargo, fue testigo de fracasos sistemáticos que prefirió encarar antes de exiliarse, y sin embargo la muerte tres veces reverdecida en los hijos que paría, y sin embargo los padecimientos por llevar sus ideales más allá de lo razonable. Su decepción manifiesta en el rechazo abierto a cualquier eufemismo, a cualquier invención bella que no sea verdadera, a palabras rimbombantes que impidan usar la poesía como un medio de autenticidad, su rechazo al floreo cualquiera que éste sea.
Cuando la poesía es una enfermedad y una necesidad, cuando es la expresión de quien no cabe en sí mismo, de quien percibe más y más allá de lo que puede soportar un simple ser humano, cuando es la creatura de quien sabe que la vida es la ausencia total de sentido, se establece el fatal compromiso. El pacto con la poesía es un pacto de vida, y muchos de ellos -los más consecuentes- son pactos con la muerte. A aquellos se ceñía Stella. Lo dijo Octavio Paz, tanto mejor que yo: “el decir poético es afirmación simultánea de la muerte y la vida”, y su anhelo de unificar poeta y obra fue finalmente lo que acabó con su vida y lo que, paradojalmente, permite que ella renazca hoy entre nosotros. Y es que no nos podemos quedar con los poemas de Stella sin Stella. Su vida –la vida, una bestia estúpida, en sus propias palabras- terminó hace una década pero se reanuda en tardes como hoy, en las que es imposible evitar oír su voz profunda cuando leemos sus escritos. Su pacto con la vida, hacer de ella su obra, y no temerle a la muerte González Videla, a la muerte Pinochet, a la muerte cáncer de pulmones, a la muerte cirrosis hepática… comprometerse con la vida y con la muerte, para estar mucho más allá de ésta.
Su pacto hacía posible lo quimérico: vivir en un país donde levantar la voz es un delito. Stella vivía ese delito de la manera más exquisita. Vociferando a grito pelado la poesía desnuda, las ganas de que la pasión emerja como una ley, empoderada con su femineidad voluptuosa, sin espacio para la duda, no lo hay en medio del vértigo, de la brutalidad de la realidad, a la que solo podía reaccionar con la lengua y los nudillos afilados. Porque, ¿qué hacer cuando el horror te visita periódicamente, cuando parece que eres la única que puede soportarlo? Resistir con los puños y sin ninguna otra arma, resistir con la palabra, con la voz, con el útero, con una copa en las manos, resistir con las colillas de cigarro húmedas. Resistir a las habladurías del mundo y sus insoportables estupideces. Hacerle resistencia a todo, morirse con las botas embadurnadas de mierda hasta la rodilla. Atreverse a que tras la máscara del poeta, aparezca la propia persona retorizada, repetida en todos sus surcos. Ser individuo a partir de esa voz de sí misma, engalanada de palabras dolorosas y rugientes de las palabras que sean, de las palabras que queden. Aceptar los dones, desmitificar al poeta alado, comprendiendo que sólo posee ese puñado de palabras que habrá que cuidar con el propio cuerpo, y no a la inversa, a sabiendas de que el trato es desigual, que el pacto es de por muerte. Resistir resistir resistir, el mantra existencialista de Stella Díaz Varín.
(1)
ÚLTIMAS INSTRUCCIONES
éstos no son coqueteos imbéciles
háganme el favor de Velarme Como Es Debido
dáse por entendido Que en la reina
al aire libre -detrás del garage
bajo techo no andan los velorios
Cuidadito CON velarme en el salón De honor De la universidad
o en la Caza del Ezcritor
de esto no cabe la menor duda
malditos sean si me velan ahí
mucho cuidado con velarme ahí
Ahora bien -ahora mal- ahora
vélenme con los siguientes objetos:
un par de zapatos de fútbol
una bacinica floreada
mis gafas negras para manejar
un ejemplar de la Sagrada Biblia
Gloria al padre
………………. gloria al hijo
………………………………. gloria al e. s.
vélenme con el Gato Dominó.
la voluntad del muerto que se cumpla
Terminado el velorio
quedan en LIberTad de acciÓn
ríanse -lloren- hagan lo que quieran
eso sí que cuando choquen con una pizarra
guarden un mínimo de compostura:
en ese hueco negro vivo yo.
(2)
LA VÍBORA
Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable
Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento,
Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,
Llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas,
A la luz de la luna realizar pequeños robos,
Falsificaciones de documentos comprometedores,
So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.
En horas de comprensión solíamos concurrir a los parques
Y retratarnos juntos manejando una lancha a motor,
O nos íbamos a un café danzante
Donde nos entregábamos a un baile desenfrenado
Que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.
Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer
Que solía presentarse a mi oficina completamente desnuda
Ejecutando las contorsiones más difíciles de imaginar
Con el propósito de incorporar mi pobre alma a su órbita
Y, sobre todo, para extorsionarme hasta el último centavo.
Me prohibía estrictamente que me relacionase con mi familia.
Mis amigos eran separados de mí mediante libelos infamantes
Que la víbora hacía publicar en un diario de su propiedad.
Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de tregua,
Exigiéndome perentoriamente que besara su boca
Y que contestase sin dilación sus necias preguntas,
Varias de ellas referentes a la eternidad y a la vida futura
Temas que producían en mí un lamentable estado de ánimo,
Zumbidos de oídos, entrecortadas náuseas, desvanecimientos prematuros
Que ella sabía aprovechar con ese espíritu práctico que la caracterizaba
Para vestirse rápidamente sin pérdida de tiempo
Y abandonar mi departamento dejándome con un palmo de narices.
Esta situación se prolongó por más de cinco años.
Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda
Que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del cementerio.
(Algunas noches hubimos de interrumpir nuestra luna de miel
Para hacer frente a las ratas que se colaban por la ventana).
Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas
En el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo le pedía en préstamo;
No me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo le había regalado
Y me acusaba de haber arruinado su juventud:
Lanzando llamas por los ojos me emplazaba a comparecer ante el juez
Y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda,
Pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios
Entonces hube de salir a la calle a vivir de la caridad pública,
Dormir en los bancos de las plazas,
Donde fui encontrado muchas veces moribundo por la policía
Entre las primeras hojas del otoño.
Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante,
Porque cierta vez en que yo me encontraba en una plaza también
Posando frente a una cámara fotográfica
Unas deliciosas manos femeninas me vendaron de pronto la vista
Mientras una voz amada para mí me preguntaba quién soy yo.
Tú eres mi amor, respondí con serenidad.
¡Ángel mío, dijo ella nerviosamente,
Permite que me siente en tus rodillas una vez más!
Entonces pude percatarme de que ella se presentaba ahora provista de un pequeño taparrabos.
Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas discordantes:
Me he comprado una parcela, no lejos del matadero, exclamó,
Allí pienso construir una especie de pirámide.
En la que podamos pasar los últimos días de nuestra vida.
Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado,
Dispongo de buen capital;
Dediquémonos a un negocio productivo, los dos, amor mío, agregó
Lejos del mundo construyamos nuestro nido.
Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran desconfianza,
Piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer
Puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa.
Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido,
Me siento profundamente agotado, déjame reposar un instante,
Tráeme un poco de agua, mujer,
Consígueme algo de comer en alguna parte,
Estoy muerto de hambre,
No puedo trabajar más para ti,
Todo ha terminado entre nosotros.
Y PARA COMENZAR A CONOCER A STELLA DÍAZ VARÍN
VEN DE LA LUZ, HIJO
Nunca antes pudimos.
Yo era como esas pequeñas fuentes secas.
Desciende, hijo, de la luz;
avizora el espacio,
avizora el horizonte.
La curva que deja el corazón de un muerto,
la mano que se esconde,
la mano que nadie quiso acariciar.
Tan bella y roja
como el corazón del veneno.
Que te ciegue la luz, hijo.
Que te atormente.
Ven de la luz, inúndate;
Ten la luz y desmiente la tiniebla.
Ven, hijo, arrodíllate.
Cree en los amaneceres.
CUANDO LA RECIÉN DESPOSADA
Cuando la recién desposada
desprovista de sinsabor
es sometida a la sombra.
Sí. A su sombra…
Enciende la bujía y lee.
¡Ah! Entonces no es nada
la venida del apocalipsis,
los hijos anteriores enterrados
y un hilo de sangre desprendido del techo.
No es nada ya el océano y su barco
ni la muerte que intuye la libélula
ni la desesperanza del leproso.
BREVE HISTORIA DE MI VIDA
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.
Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.
En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.
Así es, en fin…
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.
LA CASA
Dejaban mi cabellera colgada desde el tronco de la
puerta como trofeo
Sin precedente en la historia de los indios manantiales,
y una cuenca abierta,
para la mirada de los ojos indiscretos
colocada a la acera del abismo…
Y esta era mi morada.
Una víbora, encerrada en la jaula,
destinada a cualquier pájaro,
y una piedra, caída temporalmente desde la cima,
una piedra nómade en busca de aventuras
servía de puerta, de mesa de comedor…
Qué queréis que se haga con estos materiales.
Nada. Sino escribir poesía melancólica.
Acaso, cuando la noche
se despierte debajo de los murciélagos,
no haya otra cosa sino una sensación,
y estas vertientes que a uno le aparecen desde el fondo
de los ojos.
No haya
sino un alud de hijos de piedra,
de hijas de agua
de hijos de árboles.
Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos.
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados:
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes
y entonaré la canción del amor.