¿Alguna vez imaginaste tu vida dentro de una caja de vidrio?
Hace siete meses que trabajo en Vainilla, un café que sirve de todo menos algo con vainilla. Soy mesera, a veces barista, a veces cajera, casi siempre catadora de muffins. No es un lugar muy organizado. Los lunes son tranquilos, como los martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos. Se supone que trabajo ocho horas pero realmente trabajo tres, el resto pretendo que lo hago. Deslizo el dedo por la pantalla de mi celular. Rostros, reacciones, corazones, corazones, memes. Hace tres meses conocí a Ernesto. Yo deslizaba mi dedo por el vidrio roto de mi celular y este chico me pidió un café con esencia de vainilla, no tenemos eso, le dije y sonrió con ironía. La escena se hizo recurrente y dos semanas después de la primera sonrisa, le dije que lo agregaría a Facebook.
Agregar. Enviar.
Se supone que trabajo ocho horas pero cinco las paso deslizando mi dedo por el perfil de Ernesto. He visto todo sobre sus viajes a Brasil, España y la India. Me encanta. Tiene una playlist de música para dormir y una lista de videos de retos estúpidos. Me divierte.
Ernesto, dame tu contraseña, quise escribirle por mensaje privado después de unas semanas de enlaces y etiquetas. Hola. En visto. Cerrar.
Ernesto, podríamos subir fotos juntos todas las semanas, fotos simétricas y monocromáticas.
Yo sé que es demasiado pedir la contraseña pero me desespero cuando lo veo conectado y no me escribe. Él decide dejarme en visto y eso, en esta época, no es justo. Si tienes tiempo para ir al baño, también lo tienes para responder un mensaje, le dije a Leti. Ella dice que soy muy intensa pero ¿qué sabe? si ni siquiera tiene Facebook; me da miedo, dice.
Leticia, mi amiga de la U, enreda su dedo entre sus rulos mientras le cuento sobre los viajes de Ernesto y le muestro los videos de rusos estrellando sus autos que comparte en su muro. Me gusta.
Ernesto no se conecta hace semanas y yo miro sus fotos mientras finjo que trabajo. Le doy actualizar a su perfil cada dos minutos con la esperanza de obtener una pista de su ubicación. Veo fotos de él con sus amigos, con chicas, su vida. Me entristece. Me enoja. Me entristece.
Ernesto tiene une belleza ruidosa. Sus ojos saltones y caídos, pestañas larguísimas y oscuras, su cabello deforme y esponjoso, sus labios se doblan un poquito cuando intenta sonreír. Yo en cambio, no puedo describirme pero me gusta cómo me veo con el filtro de gatito porque mis ojos se agrandan, mis cachetes adelgazan y me crecen orejas y nariz de animal.
No pasa nada en este café. Sebas y Clau atienden algunos clientes, Felipe en la cocina y yo espero en la caja. Paso mi dedo por el vidrio roto de mi celu. Un documental sobre los baños públicos de la India, eso le gustaría a Ernesto. Guardar. Un dibujo mal hecho de un delfín en llamas, también le gustaría. Compartir. Enviar.
Ernesto se conecta, mira mi mensaje y se ríe, se ríe bastante. Hace tiempo que no vas al café… Le escribo. Puntos suspensivos. Espero…
Ernesto, pasamos tanto tiempo juntos en esta caja de vidrio.
Algunos días siento que estoy en un bosque de cajas azules y blancas. Mi primera dirección de correo electrónico la creó mi primo cuando teníamos diez años. Participábamos en foros y chateábamos con desconocidos. Inicié sesión y nunca más salí. Jamás estoy fuera de línea. Esta noche quiero dormir bien.
Cerrar Sesión.
Es de día, me conecto. Ernesto sube un video de él y sus amigos comiendo asaditos, que se ven riquísimos, afuera de su trabajo. Me gusta.
Deberíamos vender asaditos, le digo a Felipe, mirándolo de reojo con la cabeza inclinada. Me mira un segundo y vuelve a la cocina.
Son las cinco de la tarde y tengo horas libres. Camino por la avenida, no sé muy bien qué quiero hacer, hace semanas que no salgo en la tarde. Deslizo mi dedo por el vidrio, las rajaduras aumentaron. Ernesto está asistiendo al ciclo de cine de películas asiáticas: El regreso del dragón – Bruce Lee, me notifica el celular. Subo al micro. Me siento a lado del conductor, es mi asiento favorito porque nadie me mueve, ni me toca y porque tengo una ventana.
El chofer es un tipo grande, sudado, sus manos son secas y torpes. Tiene un flash memory conectado a su radio, suena Niña Mujer de Ángeles Azules y él busca su celular escondido en la caja de monedas. Desliza su dedo, abre una conversación, se ve un enorme corazón rojo que late, él graba la canción y la envía como un mensaje de audio. Nota que lo observo, guarda su celular, frunce el ceño y fija su mirada en la luz roja del semáforo, yo desvío la mía hacia la pantalla y veo una lista de las películas favoritas de Ernesto. Casi todas de Bruce Lee. Busco Bruce Lee en Google. Busco El regreso del dragón, escrita y dirigida por Bruce Lee. Deslizo mis dedos por el vidrio, cada vez más roto. Deslizo. Deslizo. Deslizo. Mis dedos. Ya no está.
¡Se llevó mi celular! Grito, pero el ladrón se pierde entre la multitud y los puestos del mercado. La gente me mira, se sorprenden un instante y vuelven a sus cajas de vidrio.
Bajo del micro. Prometimos no llorar, leo sobre el vidrio trasero mientras se aleja. Me falta algo, siento ese síndrome del miembro fantasma.
Camino por el mercado y escucho tantos ruidos. Vibra mi bolsillo, una notificación, un mensaje, Ernesto. Nada. No tengo nada en el bolsillo.
Llego al cine, veo la película completa, busco a Ernesto pero no está. Voy a un puesto de películas piratas y pido una colección de Bruce Lee.
El único número que sé de memoria es el de Leti. La llamo desde una cabina telefónica y le digo que voy para su casa. Desde su compu bloqueo el celular antiguo, cambio mis contraseñas y reporto mi número como robado. A ver si ahora podemos tener una charla completa sin que me muestres un meme cada cinco segundos, se queja Leti.
Empiezo a sentir la ansiedad de no saber nada. Ni de Ernesto, ni del mundo. Siento ansiedad porque sé que me estoy perdiendo de tanta información.
Espero que pase el día detrás de la caja registradora. Espero mientras nadie viene al café, mientras hago cuentas y cuentas para calcular cuándo podría comprar un nuevo celular.
Un café americano mediano sin azúcar por favor, dice Ernesto.
Y sin vainilla, digo yo con la intención de empezar una charla.
Ernesto sonríe sin despegar la vista de su teléfono. Deja el dinero sobre el mesón, mientras desliza su dedo gordo por el vidrio perfecto de su celular.
Fotografía: Aino Siiroinen