Mientras en las noticias de la tarde aparece nuevamente un reportaje sobre los cuantiosos gastos que el ayuntamiento ha tenido este año por conceptos de: “limpieza de grafitis”, a la misma hora y en la misma ciudad se celebra una exposición de arte urbano en una destacada galería local. “Los grafitis están dañando la ciudad” le contestan al reportero de la tele. “Estos grafitis representan la voz de la calle y forman parte una auténtica expresión urbana” dice el curador de la galería. Pero ¿estaremos hablando de lo mismo cuando ocupamos el término grafiti? La respuesta: sí y no.
Por un lado solemos vincular la palabra grafiti a una serie de expresiones callejeras que incorporan un componente textual pero sobre todo uno plástico ligado con la cultura del aerosol y el hip-hop. Entonces sí, ya sabemos lo que es el grafiti. Pero como es de suponer no todas las obras callejeras gozan del mismo estatuto artístico y no se necesita mucha experticia para evaluar algunas intervenciones como “mejores” que otras. Eso nos lleva a sospechar que las obras representadas en la galería y las que son criminalizadas por la prensa tienen un abismo de detalles técnicos y expresivos que avalan su diferencia y valoración, pero eso sería caer en una generalización que pasa por alto muchos matices sociales como artísticos. Si a eso le sumamos que si bien existe una unidad homogénea estilísticamente (estética hip-hop), no siempre coinciden ya que grafiti puede considerarse un tag monocromo (firma) hecho en una fachada urbana o un mural multicolor de gran calidad hecho con el permiso del ayuntamiento o particulares.
Pero por otro lado, tampoco hay que olvidarse del aspecto eminentemente textual que el grafiti representaba antes de la apropiación que hizo de éste la cultura urbana de los guetos neoyorquinos durante los 70. Antes de este fenómeno la idea de grafiti estaba exclusivamente ligada a lo que ahora conocemos como pintadas o rayados, es decir: textos. De hecho las expresiones del Mayo del 68 fueron conocidas como grafitis, como también la mayoría de los textos escritos en la calle durante tiempos de agitación política en aquella época. Y es curioso que etimológicamente la palabra grafiti —del griego graphein que significa escritura— haya pasado actualmente a describir una actividad que refiere a expresiones predominantemente plásticas. Como también es curioso lo que sucede con su correspondiente reverso que es la palabra pintada, usada predominantemente en la península ibérica para referirse a una expresión cuyo énfasis reside en el carácter textual de la intervención. En otras palabras, antes usábamos el término grafiti para referirnos solo expresiones textuales y ahora lo usamos para referirnos a expresiones mayoritariamente plásticas (cultura del aerosol), y por otro lado, lo que antes llamábamos grafiti (para referirnos a las expresiones textuales) ahora le llamamos pintadas. Vaya lío.
La primera vez que aparece registrada en enciclopedias la palabra grafiti es en siglo XIX, pero francamente, lo relevante no son los conceptos. Finalmente éstos son abstracciones del lenguaje que nos resultan útiles a la hora de nominar cierto tipo de actividades o expresiones que trascienden los tiempos. Los mercenarios que dejaron sus nombres grabados en templos egipcios en el siglo VI a.C. no se cuestionaron si estaban haciendo un grafiti, un tag, o un arte increíble. Lo que les importaba era dejar una marca, decir en el fondo: yo estuve aquí. ¿Será esta la única necesidad a la que responde dejar un grafiti en la calle? Sí y no. Creo que pueden existir razones más sofisticadas, menos autocomplacientes y menos territoriales, pero por otro lado ¿no es el arte una forma de trascendencia creativa que nos impulsa a dejar nuestra huella? La respuesta ya la saben.
Y si de paso vamos a hablar del arte ¿hasta dónde se ven comprometidos los preceptos auráticos de la intervención proscrita que no busca el reconocimiento de la institución artística pero que sin embargo se ve absorbido por ella? ¿Es genuino ser un grafitero mainstream y que te financien marcas y municipios? Existe una aparente contradicción pero que no es tal, siempre y cuando este tipo de dinámicas no acaben con la sustancia misma del arte callejero que es la de ser la voz disidente, el discurso no oficial, la otra prensa, el otro arte. Artistas como Bunksy sería un buen ejemplo de ello. Si de lo que se trata es no traicionar tus intereses y demostrarle al mundo que desde la vereda del frente se puede coquetear con el sistema y metértelo en el bolsillo al mismo tiempo, ¡a por ellos!
Finalmente se trata de entramar polifonías urbanas que generen la tensión necesaria entre, por un lado los discursos oficiales del mercado y la administración pública, y por otro, la disidencia cultural y política en clave artística. Pintadas, grafitis, rayados, stencils y todo cuanto existe hoy en los muros es parte de ese palimpsesto que escribimos por derecho, ya sea en los muros reales o en los muros virtuales, aunque a riesgo siempre de que los tentadores tentáculos de la institucionalidad y el capitalismo te quieran chupar la sangre —o la tinta— de ese gesto genuino, deliberado y subversivo que significa escribir o pintar. Como dice una pintada hecha en Argentina y documentada por Kozak en su libro Contra la pared: “Lo único que faltaba ¡Que legalicen el grafiti!”.