A Constanza, hermana cósmica
Conocí al maestro Renán durante la primavera de un miércoles. Me despedí de él un 15 de mayo, curiosamente era día que se celebra a los maestros en México y también era miércoles: tuve la oportunidad de darle las gracias por enseñarme tanto, por enseñarme siempre.
Asistí al mismo taller en ocasiones diferentes a lo largo de dos o tres años; me hice de la palabra a base de traiciones. Iba y venía. Puse distancia y luego la palabra me atrajo. Soy quien escribe y escribo porque tuve un maestro. Un maestro todo bondad, un maestro que no escatimó en dar.
Del poeta Raúl Renán aprendí a contener los silencios, a experimentar: esa palabra sonaba tanto en sus clases… Estirar, jugar, balancear el lenguaje. Al final, la palabra quedaba sola. Pero no, no hay soledad en la poesía.
Cada taller empezaba de la misma forma: un repaso por la tradición, luego nos compartía cierta recopilación que él tenía sobre lo que otros dijeron de la experimentación. Después nos lanzaba al ruedo. A buscar el poema dentro del poema, a decir del objeto todo lo que no pudiera tocarlo, a encontrar la talla del discurso, a crear imágenes, sonidos, vórtices y formas.
Así me inicié en la aventura.
Al salir de cada sesión solíamos ir a tomar chocolate en agua, pues es el que él prefería. Ahí detenidos en los portales de la Condesa nos sentábamos a conversar mientras él escuchaba atento. Luego disparaba sagaces frases que no tuve el tino de anotar. Silencioso, taciturno, pero atento. Los miércoles: centro de la semana, centro del mundo. Y la poesía esperaba paciente la vuelta. De todo lo escrito él encontraba lo más luminoso. Nunca dejaba de sorprender las revelaciones que descubría en los trabajos de sus alumnos. Un borrón y listo: el poema salvado.
De los talleres del maestro cultivé amistades, las mejores que me ha dado la palabra. Cultivé la magia. El maestro creía en los sonidos; a mi parecer, su favorito era el del agua, el de la lluvia. Y era un niño jugando entre las gotas, siempre yendo un paso adelante, descubriendo el mundo con los ojos llenos de sed, por eso el agua: la pluvia. Su vitalidad residía en lo líquido. Raúl Renán era el pez más ágil; A salto de río es el libro que mejor lo describe. Un poeta contra todo, dispuesto al viaje a ir en contra, libre de agresividad que aparenta el reto. Raúl Renán era desafiante y, como Gabriel Celaya, su única arma era un lápiz.
Yo no sé si hablar de la orfandad en que me siento desde su partida. Hay pocos seres bondadosos como él. Hay pocos hombres fieles a la palabra. Hay pocos hombres que creen en la sed de sus alumnos y les propician mares de posibilidades.
Escribí antes que no hay soledad en la poesía. Se escribe porque se añora al otro, porque hay algo que decirle al otro, porque necesitamos que el otro nos regale atención, mimos, respeto. No hay soledad en la palabra que se escribió con generosidad. Si lo extraño, lo busco en sus libros, digo su nombre, pienso en el misterio de sus silencios. Lo veo en un comedor escuchando, pidiéndome serenidad ante los infortunios de la vida: “confía en el lenguaje”, me dijo un día. “Sólo la palabra nos puede salvar”. Y me enseñó a nadar. Pero lo mejor fue haber aprendido a sobrevivir en el naufragio.
Duele su partida como duelen las noches de invierno. Pero se quedó el eco de su voz susurrando en las corrientes y eso me consuela.