¿Alguna vez hemos dudado del beneficio de la lectura? Claro, en esta campaña por intentar que la población mexicana se vuelva más lectora se apunta a que ser lector exquisito permitirá el GRAN porvenir; pero, para todos aquellos lectores voraces ¿no está latente el cuestionamiento sobre si somos mejores personas comparadas con aquellos que nunca toman un libro? Mirarlo así es bastante general, encontrar una respuesta es creer que se comerá queso roquefort freeganeando.
Inicié a Mileva en lectura y escritura a los cuatro años. A los siete ella dijo “¡Basta mamá! No quiero saber más que mis compañeros”, desde entonces autorregula su exploración y aprendizaje que bien sabe, tienen alto potencial. Querer esperar a los otros es válido, el deseo de no sobresalir, decolorar el pelambre para no ser la oveja negra del rebaño tiene un anhelo humano de inclusión; superar el estándar puede ser positivo en la idea de “éxito” pero en una marcha donde todos partimos juntos, el que adelanta se verá solo la mayor parte del camino. Sí, en la meta habrá laureles, aunque ¿quién se atreve a ir con Zaratustra de vuelta a la montaña? Nadie, él se lanzó al despeñadero buscando la compañía del astro rey. Alcanzar la iluminación así o como Siddhartha, no trata de ser un expósito, la luz envolvente es calor que acompaña para despojarse de la razón, esa que en sumos grados prejuzga y evita el salto en La Quebrada.
“El vampiro es una bestia chupadora de hombres. El lector es viciosos bebedor de conocimiento. La bestia con ansias intelectuales no sacia la noche con un sólo hombre ¿Leer nos vuelve más humanos?” y “La Literatura es aguijón de ornitorrinco: veneno doloroso que se expande. Inyección única de raros especímenes.” son dos aforismos que condensan este pesar como lectores profesionales que en un día bueno tratan a otros de ignorantes analfabetas, pero la tilde en nuestras vidas — llanas, invisible aparentemente— es al fin tónica (lanza del sonido) gritándonos.
Leer o no leer: independiente de cómo Virginia Woolf inclina la balanza a su preferencia sobre los textos que reseña, ella plantea si será mejor la obsesión literaria que la indiferencia lectora. Esta hipótesis se idealiza en la infelicidad de los lectores, mismos que en su afición cruzaron a la acción de la escritura; en ellos, esto no es un estornudo romancista o un espasmo de dramatismo para llamar la atención —sabemos el final de la vida de Virginia Woolf—. No leer es válido, leer mucho también. Leer compulsivamente y decidir exiliarse del país de las letras es comprensible, mas podríamos montar juzgados para defender el punto uno y tres de las tablas sagradas de Daniel Pennac: “Derecho a no leer”, “Derecho a no terminar un libro” con tal de conciliar nuestra paz, de recuperar la inocencia, cerrarle los ojos al conocimiento y volver a la ignorancia para conservar la vida.
Un día Constantino Dmitievich Levin supera el orgullo y se casa con Kitty que le había despreciado anteriormente. Otro, renuncia al aislamiento del despacho para salir con su capataz y los peones a labrar sus hectáreas: silenciar la congoja del estudio, sudar la frente en el sesgo del trigo, olvidar los irremediables económico-sociales que consumían a su hermano. El trabajo y su mujer fueron motivos de vida durante ese perpetuo cautiverio. Aquellos que trabajaban para él, nada sabían de aficiones nobiliarias, de juergas filosófico-literarias, de relaciones y remuneraciones políticas; él les admiraba en su desconocimiento.
Yo parto de contemplar la vida en la capital para afirmar que no tiene más posibilidad económica el superlector que el desinteresado en los libros ni tiene mayor serenidad el dedicado al estudio. Leer es bien una necesidad que llega a unos y a otros no; la imposición de la letra actualmente, tenga quizá, el mismo autoritarismo que la conquista española en su época porque un pueblo iletrado no carece de cultura, ésta es inherente al hombre social, no al sujeto aislado; he aquí el triunfo de los medios digitales y las redes sociales.
La vida se equilibra entre lo que escasea a veces y abunda otras tantas, no es cosa de que nadie lea o todos lo hagan; por ejemplo Cuba ha erradicado orgullosamente el analfabetismo y se contempla dentro de los mejores programas de educación, pero que todos lean en un país — o el mundo— no significa plagas de grandes lectores. De ser así, afanosos todos cruzarían la línea del leer al escribir y entonces no habría necesidad de leer a otros escritores por emplearse en la autocrítica y el perfeccionamiento redactor ¿Para qué me leería usted si por supuesto, tendría algo mejor que decir?
Que haya alguno rompiéndose la cabeza entre libros cual tetera estrellada accidentalmente, no es motivo para tirar el resto de la vajilla.