Era aproximadamente el año dos mil y tantos, en la vida de la autora, cuando una duda más que existencial asaltó su vida: ¿los japoneses «también» incluyen el amor «enfermo», entre personas del mismo sexo, en sus animes? Quizás si el mundo no tuviese esa creencia generalizada, y hasta cierto punto, arcaica, de que ese tipo de amor puede generar una enfermedad colectiva en las nuevas generaciones, esa duda no habría surgido. Pero, la extinción de la raza humana por «culpa de los gays» es un tema tan importante como el calentamiento global, y ella necesitaba respuestas.
Años después, de la mano de un anime donde una tierna niña de «primaria» busca con desesperación a un grupo de seres mágicos para convertirlos en cartas —descubriendo en el proceso varios tipos de sentimientos, villanos y aliados—, aquella pregunta quedó respondida: aquel dibujo para niños mostraba una casi imperceptible relación de amor, un fluir casi infantil de la pureza del primer sentimiento, entre el hermano de la protagonista y su mejor amigo. Ellos llegan incluso a declararlo, con naturalidad, sin problema alguno. Sin considerarse «enfermos».
De modo que, los japoneses, o al menos esa pequeña corriente de artistas, considera que el amor homosexual no es una enfermedad, que no va a destruir la infancia de su país o del mundo. A diferencia de la sociedad peruana de aquel entonces —y la actual, valga aclarar, con tristeza—, ese amor era tan natural, y tan inocente, que la mente de los niños, incluyendo la de la autora, no lo habían logrado interpretar con el juicio turbio del adulto, porque la mente infantil, no, el alma, es tan cristalina como el agua de una cordillera. Yukito y Touya, aquellos protagonistas, eran el complemento perfecto del otro, y en esa correspondencia, buscaban el bien común de sus personas importantes.
Es decir, el amor… celebrando al amor.
Y a partir de esa curiosidad resuelta, ya con dos décadas de vida encima, nació su novela, «La Edad Engañosa», donde la autora intenta reproducir cuán natural puede llegar a ser el amor entre dos seres físicamente similares, cargados de un montón de miedos, trabas, y misterios. No es su amor el problema, sino la manera en que su ambiente cotidiano va desenredando una maraña de engaños, hasta llegar a la verdad absoluta: que el amor es lo único que puede hacernos libres, porque incluso nos libera de las ataduras del cuerpo físico.
Del engaño a la verdad absoluta, hay muchos pasos en su novela. Pero para el corazón, la elección solo tomó un segundo: la certeza de haber elegido lo correcto. No son Yukito y Touya, el guardián de la niña de las cartas, y el hermano enamorado de su mejor amigo, sino dos jóvenes contemporáneos, que se encuentran luego de años de separación, en un momento en el que al despertar en la misma cama, el sudor y las mejillas sonrojadas no son sinónimo de una pasión ejecutada:
(…) Pese a que la bromita de doble sentido de Kuntur lo había convertido en un manojo de nervios cada que estaban solos ahí, Kotaro había seguido disfrutando de todos sus momentos juntos, especialmente de esos descansos nocturnos en los que compartían su habitación, durmiendo el uno al lado del otro, a veces abrazados, a veces simplemente orientados hacia el otro, frente a frente, o dándose la espalda. Eso no importaba. Saberse así de cómplices, ya que esas cuatro paredes solo albergaban momentos de intimidad inocente en los que no paraban de reír o recordar cosas de su infancia y juventud, los hacía sentirse vivos.
Por ello, la víspera del día de su matrimonio, Kotaro le propuso a Kuntur dormirse temprano, para poder estar descansados al día siguiente. El joven estuvo de acuerdo y se acostaron a las ocho. Jaime los imitó, y por lo tanto, la casa quedó en completo silencio, dejando escuchar únicamente el cri cri de los grillos.
A las seis de la mañana, el canto del gallo familiar se encargó de romper la magia de una mañana de un día que estaría cargado de luto. Jaime se despertó, agitado por una extraña pesadilla en la que Gloria se convertía en María, su esposa muerta, mientras Kotaro adoptaba la forma de un bebé. Meneando la cabeza, como intentando alejar de su mente esas visiones funestas, se puso de pie. Y empezó a realizar las tareas cotidianas que le correspondían como padre de familia.
En el cuarto contiguo, los dos jóvenes seguían durmiendo, ajenos a su alrededor, ajenos a la angustia que ese día les iba a generar. El aliento de uno hacía bailar coquetamente los cabellos del otro. Y las pestañas, con pícaro pudor, ocultaban aun esas joyas marrones y pardas que durante el día no dejarían de mirarse, pese a que estaban condenadas con anticipación a no contemplarse más luego de ese día.
Un nuevo cántico, una hora después, logró lo que el primero no pudo. Poco a poco, el sueño se fue desvaneciendo. Y para cuando se hubieron desperezado, abrieron los ojos. Y se miraron fijamente, por primera vez, sin sonreír. Solo se dedicaron a mirarse, probable- mente recordando que ese día sería el último en el que se despertarían con un paisaje tan hermoso al frente.
Recordar ello, despertó algo que nunca antes habían experimentado, pero que dormía como parte de ese sentimiento que compartían.
— Buenos días…
— Buenos días… Llegó —una lágrima brotó de la mirada parda de Kotaro y humedeció la almohada. Kuntur sintió sus ojos arderle, pero hizo algo que nunca habría hecho en esa situación. Besó su mejilla libre, quedándose un instante pegado a ella con evidente anhelo- Kuntur…
— No digas nada. Estuve pensando… En la promesa que te hice cuando regresé. Y me odio, porque te he fallado catastróficamente —sin despegarse de su mejilla, empezó a hablar, mientras lágrimas caían con dolor hacia el rostro de Kotaro— te lo había prometido, pero no pude. La necesidad de estar contigo estos días, era tan asfixiante, que olvidé que hubiera sido mejor sacrificar esos días a cambio de una eternidad asegurada. Perdóname… este día me va a pesar toda mi vida…
— No digas eso. Con que compartamos este sentimiento para siempre, tengo bastante… —entrelazaron sus manos por sobre el edredón, sin separarse. Guardaron silencio unos segundos, hasta que la voz anhelante y suplicante de Kotaro le llegó, como venida desde el paraíso— por favor… no me dejes ir entero. Quédate conmigo, y déjame quedarme contigo… -esta vez sí se separaron.
Kuntur pensó en un primer momento que había bromeado con crueldad, pero al ver la determinación en los ojos pardos de Kotaro, se conmovió. Y poco a poco empezó a sentir algo nuevo hacia él, algo que ni Claudia ni las otras mujeres, pese a intentarlo, le habían despertado. En medio de su inexperiencia, casi actuando por instinto, lentamente, los rostros se fueron acercando, ayudados por sus manos libres. Era inminente: la promesa estaba a un paso de cumplirse al fin. Y quizás…
— Kotaro, Kuntur, levántense, no tenemos mucho tiempo —la voz de Jaime destruyó involuntariamente el momento. Se limitaron a chocar sus frentes, mientras Kuntur lanzaba un suspiro de frustración audible.
— Creo que… papá en verdad me odia y se está vengando por mi huida a los quince años… —Kotaro besó su mejilla, sonriendo entre divertido y frustrado— tu matrisuicidio es a las cinco de la tarde, ¿no podía dejarnos dormir en paz? Qué odioso.
— No lo culpes, hay un montón de cosas por hacer…
— Solo porque eres tú haré las cadenetas, pero no me pidas más… —se incorporó y bajó de la cama, llorando. Kotaro lo imitó y al alcanzarlo, lo abrazó.
— Te juro… que mi primer beso y mi primer momento serán tuyos. Así tenga que fugarme, cumpliré mi promesa…(…)
La Edad Engañosa. Lima, Perú. 2016.
Escribiendo a Kuntur y Kotaro, la autora busca intentar transmitir un poco de la pureza de los ojos infantiles, a las mentes adultas que puedan leer su novela.
Y así le surge otra duda: ¿no será que en realidad, enfermando tanto al amor, terminaremos, como raza, rehuyéndolo?
Ahí sí se acabará la humanidad, piensa ella, con tristeza, amparada en las hojas blancas de su novela. Porque no habrán más seres, con faldas o pantalones, que protejan los vestigios de la reproducción física del «amor correcto».
Y es que, ¿en verdad podemos también catalogar, etiquetar, al amor?Demasiadas preguntas para una autora que, pese a sus «más de treinta», sigue juntando cartas etéreas.
Foto de Portada: Giuli Paccini.