Un recorrido por la subrepresentación y la invisibilización de las mujeres en el Museo Municipal de Guayaquil.
Uno: primera visita
Llegué a Guayaquil hace dos meses, todo es nuevo. Mi primera visita al Museo Municipal empieza frente a un tótem; luego continúo por las salas dejándome guiar por la señalética y las recomendaciones de las guías —en total hay nueve, ocho son mujeres—.
Después de recorrer varias de las salas (Prehispánica I y II, Colonia I y II, Independencia, Guayaquil y la República, los primeros treinta años del siglo XX y la sala de Historia Natural), me inquietan ciertas ausencias. Subo las gradas y visito la sala con retratos de los presidentes, noto que hay dos faltantes, me pregunto si es casual que falte el retrato de Rafael Correa, el otro, el de Rosalía Arteaga, sé que es una omisión deliberada: fue presidenta encargada solo entre el 7 y el 11 de febrero de 1997, tras el derrocamiento de Abdalá Bucaram; no ejerció su derecho constitucional por oposición del Congreso. El alegato: ser mujer. Prosigo un nivel más arriba por el Museo Naval, no aparecen ni siquiera las mujeres que solían estar en los mascarones de proa. Regreso a la sala uno para ver mejor. Me distraigo por el rumor casi de enjambre que hacen los niños de una escuela. —¿Siempre es así?, le pregunto a la guía, —casi, me dice, en julio y octubre hay más gente, por las fiestas. Los profesores mandan a los niños a que aprendan de historia y consulten sus deberes. Regreso a las vitrinas y cambio de sala. Otra guía. En medio de la exhibición están unas sillas de la cultura Manteña (las bancas que están afuera del museo las emulan) y detrás, unas vasijas de más de un metro altura y unos setenta centímetros de diámetro. Una joven toca sin consideración las piezas que han resistido el peso de la historia. La guía la reprende y sale en seguida con un grupo de turistas. La sala se divide nuevamente, cambia de época y de color, pasa del naranja al rojo: comienza el período colonial.
Actas, mapas, hipótesis sobre el nombre de la ciudad, una gran maqueta en el centro de la sala que escenifica la ciudad vieja. En uno de los muros, entre datos que presentan datos sobre la fundación española de la ciudad, aparece el nombre de una mujer entre los de varios hombres: Dora León Borja de Szady, doctora en Historia, que respalda la idea de que la fundación de Santiago de Guayaquil se habría realizado cerca de Riobamba, el 15 de agosto de 1534. Continúo por los paneles. Leo los nombres de las calles y puntos de interés en los mapas de 1639 y 1687, entre 42 listados solo figuran cuatro nombres femeninos: Santa Catalina (plaza), cerro Santa Ana y cerro del Carmen, plazuela de doña Ana de Valenzuela. Si no fuera por esta última, que aún no sé quién es, pensaría que los únicos nombres de mujeres que importan para esta historia son los de las santas.
Paso por las siguientes exhibiciones. En la última sala, la de la centuria en que nací, me sale una sonrisa gigante; aparecen unos pendones con fotografías en sepia y aparecen los primeros rostros femeninos desde la época de la colonia: una mujer sentada junto a un hombre uniformado, una niña y un niño, una joven con terno de baño y sombrilla, dos niñas y un niño, dos mujeres vestidas de aviadoras frente a un biplano. Lo que empezó con una megasonrisa terminó con una mueca de despecho. Ninguna de las imágenes tiene cédula ni nombre. Esas mujeres son nadie. Haciendo cálculos, desde el mapa de 1687 hasta los primeros treinta años del siglo XX que abarca el museo han pasado 243 años años de historia sin que vuelva a ver en las paredes un solo nombre en femenino, excepto, claro, el de Dora León Borja. Debería contar cuántas mujeres aparecen en el museo —me digo—, averiguar quiénes son, cuántas obras son hechas por ellas. Sueño.
Dos: la historia del museo
La creación del Museo Municipal tiene como antecedente la fundación de la Biblioteca Municipal, que abrió al público el 24 de marzo de 1862, por iniciativa de Pedro Carbo, quien fuera entonces vicepresidente de la municipalidad. Carbo redactó la ordenanza mediante la cual se fundó la biblioteca y estableció una disposición para que todos los empresarios de la ciudad contribuyeran de manera obligatoria con un ejemplar de cada diario, periódico, folleto o libro que se publicara; él mismo donó cien ejemplares de su biblioteca personal. De forma paralela, Carbo impulsó la creación del Museo Industrial, que abrió al público el 1 de mayo de 1863.
En 1908, 45 después, y por iniciativa de Camilo Destruge, su primer director, se amplían las características de la biblioteca y el incipiente museo, ambos ubicados en la Casona Municipal. Ese mismo año, 1908, se produce un incendio que quema las instalaciones y el museo debe trasladarse provisionalmente a un chalet de propiedad del doctor Darío Morla ubicado en la calle Villamil. Para el 24 de septiembre de 1910, por decreto del Congreso, el solar donde se ubicaba el convento de San Agustín pasa a ser propiedad del Municipio y se decide construir allí el nuevo edificio del museo y la biblioteca. El 10 de agosto de 1916, se inaugura la Biblioteca y Museo Municipal en un palacete de construcción mixta de estilo renacentista, construido por el arquitecto Raúl María Pereira. El 19 de marzo de 1934, debido a su frágil estructura, se demuele el inmueble anterior y se construye el edificio actual.
Bajo la administración de León Febres Cordero se realiza una adecuación del Museo Municipal y se propone un nuevo montaje museológico y museográfico que describe la historia de la ciudad desde la prehistoria hasta los primeros treinta años del siglo XX. Esa misma idea, que se inauguró el 18 de noviembre de 1999, se mantiene hasta la actualidad.
Tres: la historia de la Bella durmiente
En septiembre de 2014, la doctora en Filosofía Marta González dictó una charla en TEDx Madrid que hablaba sobre el rol de las mujeres en la ciencia:
Érase una vez una princesa dormida por la maldición de una princesa vengativa. Todos sabemos cómo termina este cuento: cuando el apuesto príncipe logra llegar hasta la princesa y con su beso la despierta y, por supuesto, la princesa cae rendida de amor a sus pies… [1]
Prosigue contándonos que el cuento de la Bella Durmiente, procedente del mundo de la fantasía, se coló inadvertidamente en el mundo de la ciencia, el mundo de los hechos, y se permeó en la representación científica de la reproducción sexual. Nos dice que esta proyección de las ideas culturales sobre lo masculino y lo femenino obstaculizó, por ejemplo, la investigación de los mecanismos activos del óvulo para captar a los espermatozoides. Esa idea ha cambiado, dice, y dice también que «la ciencia nos presenta el conocimiento más fiable sobre el mundo que conocemos, pero no puede brindarnos verdades simples e inapelables»[2].
González postula que haber considerado al hombre como el modelo de humano genérico fue un obstáculo para tener una mirada global sobre el mundo y que la mirada de las mujeres en la ciencia nos ha permitido tener una comprensión mucho más amplia de lo que sucede. La primatología con científicas como Dian Fossey, Jane Goodall, Birutė Galdikas, Jeanne Altmann, entre otras, permitió un cambio de perspectiva en el estudio del comportamiento de nuestros parientes no homínidos. Altmann desarrolló un protocolo para que cada uno de los individuos del grupo de babuinos al que estudiaba fuera analizado de manera individual y no solamente los considerados machos dominantes, eso arrojó datos valiosísimos sobre la etología del grupo.
Contar con varias científicas en esta disciplina nos hace pensar en mujeres relevantes «más allá de la ubicua Marie Curie»[3] . (Debo confesar que no fue sino hasta hace poco cuando, leyendo el discurso de aceptación del Nobel de Literatura de Wislawa Szymborska, dedicado a su compatriota, Maria Salomea Skłodowska, no había escuchado el ‘nombre de soltera’ de la única científica en la historia —sí, entre hombres y mujeres— que ha recibido dos veces el Premio Nobel en diferentes disciplinas). ¿Será acaso que la historia también está permeada por ese cuento de la Bella Durmiente y que ver un panorama general de la historia de los hombres nos impide fijarnos en los mecanismos del resto de individuos del grupo, en este caso, las mujeres? Hay que recordar que a 2017 se estimaba que las mujeres representábamos el 49,6 % de la población mundial y continuamos estando subrepresentadas.
Cuatro: desde donde me enuncio
Asumo mi sesgo antrópico. Soy una mujer que escribe sobre mujeres que no aparecen, busco para no encontrarlas. Me pregunto lo mismo que Alice Rossi en 1965: ¿por qué tan pocas?[4].
Cinco: segunda y tercera vuelta
Esta vez sé lo que busco. Tan pronto entro localizo un casillero para dejar mis cosas. Doña Lourdes Barrera, separada del mundo por un exhibidor, me da la bienvenida y me extiende una carpeta de registro. «Tenga, mijita» —me dice— y me obsequia un folleto con información sobre el museo. «Cualquier duda que tenga pregúntele a las guías. Ellas están aquí para ayudarle».
Nuevamente me fijo en el poste totémico, una pieza de madera de guasango descubierta en 1936, en el cerro Los Santos, en las estribaciones de la cordillera de Chongón y Colonche. Su cédula dice que tiene talladas 32 figuras femeninas y masculinas a los lados y dos caimanes en la cúspide. Se me dibuja una sonrisa y pienso que los habitantes del Abya-Yala, antes de la colonia, tenían las cosas claras: la dualidad del mundo hombre/mujer, y nosotros por debajo de los animales. Consulto el mapa y veo que el diagrama propone comenzar el recorrido desde la izquierda, como cuando uno lee. Se abre la sala prehispánica —pintada de naranja— y tres grandes esculturas me dan la bienvenida: la primera, una piedra ceremonial de la cultura Manteño-Huancavilca encontrada en la isla Puná y que pesa cuatro toneladas; según me indica la guía, Leyla Rehpani, la piedra estaba dedicada rituales de fertilidad. Detrás de esta piedra ritual están las otras dos esculturas, una réplica de San Biritute, dios de la fecundidad, y la Mujer de Colonche.
Me acerco a Leyla (lleva un moño a la altura de la nuca y un discreto maquillaje debajo de los lentes, sus uñas largas hermosamente pintadas me intimidan un poco) y me animo a preguntarle sobre las representaciones femeninas en las piezas que están en su sección, la Sala Prehispánica I. Se emociona y me dice que en ese tiempo —el período de Integración (500-1533 d. C.)— la mujer era venerada, sobre todo por la fertilidad. Hay varias representaciones, me dice, y me guía hasta las Venus de Valdivia y la mujer de Colonche que está a la entrada de la sala; me indica también que en la sala adjunta hay un tótem de la cultura Manteño-Huancavilca que tiene a una mujer tallada en lo alto y que hay otra Mujer de Colonche. Le consulto si ese que está junto a la Mujer Colonche es el verdadero San Biritute, «no —me dice—, esta es una réplica, el verdadero mide 2,35 metros, estuvo aquí cien años, pero se lo devolvieron a la comunidad en 2011, ellos se quejaban de que no llovía y se lo llevaron porque estaba asociado a la fertilidad». Pregunto cómo, si este es un bien patrimonial, se devolvió a la comunidad. «Eso tiene que preguntarle al arquitecto Melvin Hoyos, el director del museo, nosotras no estamos autorizadas a comentar esa información». —¿Y sabe usted qué pasó cuando se llevaron la estatua? —«Ese día llovió».
Paso a la segunda sala del período prehispánico y la colonia. Me recibe Miriam, quien deja brevemente su lectura al verme entrar con Leyla. Repito la pregunta sobre las representaciones femeninas y me lleva hasta la otra mujer colonche. «Como puede ver, está totalmente desnuda y tocándose los labios», hago un gesto de desconcierto porque las manos de la figura están hacia abajo, mi cara la interroga, ella se aclara la garganta y regresa a su discurso, pero sin verme, «de su aparato. De su aparato reproductor». «Ah, los labios vaginales —digo—». «Sí, si se fija bien en la otra sala la mujer tiene la misma posición». Pregunto si conoce algo de la diferenciación sexual del trabajo cerámico. Me cuenta que justo en la mañana había leído un texto de Jorge Marcos Pino que dice que no se tenía una diferenciación del trabajo en aquel entonces, por tanto, no se puede afirmar si eran hombres o mujeres quienes elaboraban la cerámica.
Esta sala se divide con la llegada de los españoles y el inicio del mestizaje. Justamente al fondo de la sala hay un escaparate que ilustra ese proceso. Hay dos figuras: a la izquierda una imagen policromada del arcángel Gabriel y a la derecha un cacique Manteño-Huancavilca «demostrando así la fusión cultural», dice el texto que acompaña la muestra.
La misma observación que la primera y segunda vez se ratifica. Releo nombres, fechas, cuadros. Aparecen hombres y más hombres, pequeños altares a poetas, piratas, edificios, padres fundadores. Me detengo frente a una maqueta que me llama la atención: «Mujer atacada por un lagarto cerca de la iglesia de Santo Domingo», basada en un dibujo de Gabriel Lafond de Surey. Un grupo de personas se ubica en el lado izquierdo de la escena, unos hombres en tierra, vestidos; un poco más adelante, en la orilla, tres mujeres desnudas que bien habrían podido ser inspiradas en las imágenes de calendarios de gasolinera. Una, de pie, da la espalda mientras se toca los cabellos; otra, sentada con las piernas abiertas, pone al sol los senos; otra, también de pie, tiene el rostro hacia el cielo y los brazos levantados tocándose el cabello que le cae en la espalda. La cuarta mujer, hacia el lado derecho del diorama, desnuda también, es la que está siendo atacada por el lagarto. Detrás, un grupo de hombres y mujeres vestidos con decoro caminan hacia la iglesia. Las poses de las bañistas están innecesariamente hipersexualizadas.
Aguardo una próxima entrevista con Melvin Hoyos, director del museo, quien aclarará —según las guías— todas mis dudas.
Fin
De estos transitares por el museo colijo que mi impresión inicial sobre ese tótem prehispánico que da la bienvenida estaba parcialmente errada. Que yo piense en este como un falo erguido que dicta el pulso del museo se desprende de mis años leyendo el mundo desde el falogocentrismo ; eso no implica, sin embargo, que las mujeres estemos subrepresentadas e invisibilizadas en la historia.
Debo tomar prestadas las palabras de Marta González una vez más, pero no pensarlas solo en el contexto de las ciencias, sino en el de la historia en general. Abajo, cada vez que ponga ciencia, léase historia, así:
Lo que se decide ignorar es tan importante como lo que se decide conocer […] Tendemos a ver y escuchar aquello que mejor encaja con lo que creemos saber y de hecho sabemos, […] estos ejemplos lo que nos muestran es que la perspectiva y el punto de vista [son] muy importantes […] La perspectiva de las mujeres no es más objetiva que la perspectiva de los hombres, pero sí contribuye a una mayor objetividad al poner de manifiesto aquello que había estado oculto, que es, en este caso, que el punto de vista masculino es un punto de vista parcial. Por eso quizá, el valor más importante para la objetividad científica sea el de la pluralidad, porque una ciencia más plural es una ciencia que está mejor preparada para identificar aquellos puntos ciegos provocados por una única perspectiva parcial dominante. Una ciencia más plural, entonces, será una ciencia más robusta, porque, como decía Richard Levins, las verdades que aceptamos son la intersección de mentiras independientes[5] .
Nuestra historia, presumo, está llena de esas mentiras independientes.
Notas:
[1] Marta González, «Believing is seeing: on science, women and primates». Charla TEDx Madrid (2014): https://www.youtube.com/watch?v=oUIMfyThwto.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Neologismo con origen en la Deconstrucción acuñado por Jacques Derrida (y explicado en su texto La farmacia de Platón) y utilizado hoy en lingüística y sociología, que hace referencia al privilegio de lo masculino en la construcción del significado.
[5] González, 2014.