
Neil Gaiman escribió, hace mucho tiempo, un cómic dentro del arco narrativo de Sandman, titulado Casa de Muñecas. En él, una casa de varios apartamentos sufre la intromisión del sueño de sus habitantes por una identidad que rompe las barreras mentales entre los durmientes. De alguna manera, encuentro en esa imagen una excelente manera de hablar acerca de lo que es para mí la literatura.
Hay cosas que no se pueden decir, sino que deben mostrarse. Este es el principio de toda literatura. ¿Cómo comprendemos las dimensiones de la pasión, del afecto, del miedo, del asombro, sino es a través de historias?
Una niña sueña con una casa de muñecas. En ella sus vecinos duermen, y sus sueños están apenas separados por una delgada pared de papel. La niña empuja las paredes, los sueños se mezclan. Al despertar, ningún vecino desea mirarse a la cara. Han visto de sí mismos y de los otros, cosas que deberían permanecer en las sombras oscuras de la noche.
Una mujer se levanta todos los días con el deseo empujando cada borde de su piel, fría a todo, dispuesta a todo. Un hombre joven toca a la puerta para arreglar ciertos problemas eléctricos, termina arreglando más que eso. El marido los encuentra y, aliviado, confiesa que es gay. Las noches y los días en esa casa son más libres desde entonces.
Un hombre camina por la playa y encuentra una caja. Dentro de la caja hay una mujer. Seguimos a estas personas, y de cada una de ellas, aprendemos. Nos vemos reflejados. En el eco de sus palabras, de sus deseos, quizás, encontramos un espejo de lo que pensamos y deseamos, de nuestros secretos y de nuestras preguntas. Aprendemos.
Y después de leer un libro, el mundo puede verse desde nuevos ojos. Nuestra vecina podría ser aquella que de noche sueña con innumerables latas de comida para gato, y no sólo una vecina. Nuestra madre pudo también haber deseado encontrarse en los brazos de otro que no fuera su marido. Nuestro padre pudo haber sido diferente.
La posibilidad nos da esperanza y comprensión. Aún en el más alambicado cuento de horror, aún en el más rosado cuento de hadas, la posibilidad de que las cosas sean diferentes a lo que son, nos da libertad. La libertad de no encasillarse en la razón, en la lógica, en los hechos. La imaginación existe para que los hombres comprendan y cambien el mundo. Los sueños existen para revelar —mostrando y no mostrando— nuestra experiencia del mundo.
La posibilidad es, a mis ojos, la mejor manera de estar en este pequeño y ruidoso mundo. Y los escritores están al servicio de eso. De los sueños de los hombres, de las fantasías de las mujeres, de la curiosidad de los niños. Para ofrecer posibilidades, para descubrirlas. Para que no estemos condenados a cuantificar la emoción, y a razonar lo irrazonable. Eso es lo que me impulsa a escribir y sobre todo, a leer. El saber que el mundo no es como parece, que nada es lo que parece.
Mostrar, antes que explicar, señalar lo posible y lo imposible, ese es el principio y el final de toda literatura.
En un coloquio de la universidad Univalle el 2009 me preguntaron, a modo general, qué recomendaría para ser un buen escritor. No tengo muchas recomendaciones, pero sí tres firmes creencias:
_Hay que leer mucho. Si bien lo que importa son las historias, existen buenos referentes, personas que saben el oficio: aprendan de los maestros, lean hasta libros que no los terminen de convencer, que no les fascinen del todo. Sólo en el arte de contar se aprende.
_Se debe cuidar, de manera especial y amorosa, la ortografía y la sintaxis. Sin claridad no hay texto, muchas veces una mala redacción impide que el lector se identifique con nuestra historia, por buena que sea.
_Hay que atreverse. Provoquen, mezclen ideas, sigan con ellas hasta el final, juéguense, no se limiten a “sonar como” tal o cual autor, saquen cosas de sí mismos, los estamos leyendo por lo que son, no por a quiénes se quieren parecer.