Era un día como cualquier otro,
en esos momentos en que la tarde cae
tranquila, en una metamorfosis sin pausa,
hacia el sosegado abismo en esa inmensidad que todo lo traga.
Sí, era un día como cualquier otro,
y la mente vagaba entre palacios de palabras
y el sol jugaba a asomarse por mi persiana
y el té se enfriaba en la taza olvidada que nunca llegué a probar.
Porque en ese día como cualquier otro,
en ese instante tan parecido a la cadena de momentos
que incompasiblemente se deslizaban en caótica sucesión,
dejé de ser yo.
De repente, ya no fue un día como cualquier otro,
porque en mi yo-no-yo fui incapaz de reconocer el espacio
donde descansaba la espesa maraña de recuerdos
que, sin darme cuenta, había sido mi compañía constante.
Ocurrió que en este día (no) como cualquier otro
fallé en encontrar aquel rincón secreto del escritorio
en donde guardaba mis lápices de colores
para retratar con pereza aquella tarde que moría.
Como cualquier otro día, pensé en lo que no podía pensar
y mi yo-no-yo recorrió el vacío de una fragosidad
que todo lo encapsula(ba) sin siquiera advertir
la maravilla de sentir los pies descalzos entre las sábanas.
Y, de repente, volvió a ser un día como cualquier otro
cuando mi yo llegó orondo de su paseo crepuscular;
nos reconciliamos sin palabras en la (mi) mirada hacia la ventana
y, conjuntamente, admiramos la tarde que ya había caído.