Margarita García Robayo: «La familia es una especie de composición antinatural y forzosa»

Nació en la ciudad que Florentino Ariza recorrió persiguiendo el amor de Fermina Daza: Cartagena del Caribe y de las Antillas, una de las ciudades con más relevancia histórica y cultural de Colombia; ciudad donde han nacido, vivido e se han inspirado toda clase de artistas.

Pero tal vez porque nadie es profeta en su tierra, o simplemente por aquellos dados que juega el destino, dejó su tierra caribe, y luego de una estancia en Barcelona, se radicó −ya hace más de una década− en Buenos Aires, entre el Palermo de Borges, las galerías de Cortázar, las historias de Sur; entre bibliotecas y librerías; entre la cotidianidad desafiante de una metrópolis que le ha dado para escribir más de un libro. Ella es Margarita García Robayo, una escritora que cada vez se consolida más en el campo de las letras latinoamericanas, con traducciones de sus obras al portugués, inglés, francés, italiano, entre otros idiomas. En 2014 ganó el Premio Casa de las Américas por su libro de relatos Cosas peores.  Ha publicado, entre otros, la novela Lo que no aprendí (Malpaso, 2014). Su último libro es la novela Tiempo muerto (Alfaguara, 2017).

A continuación un diálogo con ella sobre su vida en Argentina, sobre la familia como tema literario y sobre algunos de sus libros.

¿En qué sentido te ha aportado —o te ha limitado— el hecho de escribir desde un país diferente al propio?

Me aporta la distancia que es un buen recurso para escribir sobre lugares, personas o situaciones muy ligados a nuestra historia personal. La distancia te da perspectiva, mientras que la cercanía distorsiona.

Sudaquia fue un proyecto muy aplaudido en el ámbito del periodismo. ¿Cómo surgió y qué representó para ti?

Surgió como una idea innovadora en ese entonces, era el año 2005 y los blogs parecían ser la panacea, la vanguardia de nosequé. Por supuesto que no lo fueron, pero hubo entusiasmo y fue un privilegio hacer parte de esa primera camada del diario Clarín que encaró la construcción de un espacio de este tipo. Creo que el éxito de Sudaquia se debió no solo al formato sino a que representaba el espíritu latinoamericano del exilio y al mismo tiempo del arraigo. Casi todos los temas tenían que ver con esto y encontré mucha adhesión del público (en su mayoría latinos exiliados, de ahí el nombre) y ganas de sumarse a la comunidad.

¿Cuáles crees que han sido las mayores influencias que ha dejado tu ciudad natal, Cartagena de Indias, en tu oficio de escritora?

El origen deja marcas en todo lo que uno hace. No sabría decir qué puntualmente me ha dejado Cartagena, supongo que la necesidad de contar espacios geográficos que suponen una paradoja en sí mismos: la ventana al horizonte marítimo y el cerco de murallas.

¿Y Buenos Aires?

Buenos Aires me ha permitido la libertad necesaria para hablar de todo lo que he querido sin que me tiemble el pulso. Es algo del orden de lo sensorial, quizá, que te ofrece esta ciudad llana y abierta y frontal en muchos sentidos.

Justamente Las personas normales son muy raras tiene Buenos Aires como escenario. Se trata de un libro de relatos donde cada uno de estos retratos (historias) es abordado con detalle en busca de ese «tedioso transcurrir del día». ¿Qué tanto le ha aportado a tu creación literaria el observar esta cotidianidad?

Ese libro es producto de una compilación de columnas muy cortitas que escribí en la contratapa del diario Crítica de la Argentina a lo largo de dos años. La instrucción era precisamente esa: salir a mirar y a escribir episodios del día a día en Buenos Aires. Para mí fue un gran ejercicio de escritura, un entrenamiento en la observación detallada y en la síntesis, ambos atributos que valoro y practico.

Las relaciones de familia suelen estar muy presentes en tus textos. ¿Qué representan estos vínculos en la construcción de tu universo literario?

La familia es una especie de composición antinatural y forzosa.  En lo más esencial de la condición humana hay un empeño constante en armar un clan, hacer una familia, sentar bandera y decir: «Aquí me quedo. Aquí construyo». Eso sucede instintivamente y nos empeñamos en que se repita. Pero esa ilusión de permanencia se alimenta todos los días con un esfuerzo increíble. La familia me parece fascinante como tema literario. Son de esas construcciones que se dan por fuerza de la naturaleza, pero no necesariamente resultan armónicas. Ahí hay otra contradicción que me interesa explorar.

Tus primeros libros son de relatos, luego te aventuraste con una novela corta, y finalmente entraste de pleno en la novela con Lo que no aprendí y tu última obra, Tiempo muerto. ¿Cómo fue ese proceso evolutivo? ¿Con cuál género narrativo te sientes más a gusto?

No lo considero un proceso evolutivo en cuanto a los géneros en sí mismos, sí, definitivamente, en cuanto al lugar desde el cual escribo y a mis búsquedas. Tiendo a pensar que al principio tenía un interés más técnico y ahora todo lo que quiero es poder decir del mejor modo posible (mejor significa honesto y consciente, no fácil y eficiente) lo que miro y pienso sobre el mundo. Es como que fui entrando en el ejercicio literario de un modo elemental y torpe y fui descubriendo mis propias preocupaciones en la medida que maniobraba. No es que ahora tenga claridad absoluta sobre lo que quiero hacer, pero sé al menos que hay cuestiones que me parecen secundarias en la escritura como las tramas y los trucos narrativos y otras que me parecen esenciales como la conciencia de la búsqueda, la indagación permanente y la experimentación estética.

En cuanto a Tiempo muerto, ¿cómo fue su proceso creativo y cuál fue el mayor reto que encontraste al escribirlo?

Tiempo muerto surgió a partir de una serie de preocupaciones temáticas que me venían acompañando desde hacía un tiempo. Mis libros deben ser el resultado de fijaciones eventuales, en este caso quería hablar del paso del tiempo en los vínculos afectivos, de la maternidad y la paternidad, y las contradicciones ideológicas de cierta clase progresista latinoamericana. Tenía cosas pensadas y anotadas y necesitaba una vía para decirlas. Ahí fue cuando vino el argumento. Tomé como punto de partida un matrimonio porque me parece que es una composición humana que requiere de cierta “fe” para sobrevivir a la adversidad. De nada sirve la biblioteca ni la experiencia ni la voluntad para sobrellevar las cosas más letales como la abulia, la incomprensión y el desconocimiento repentino que se experimenta frente a la persona más cercana.

El mayor reto que encontré fue poder canalizar toooodo eso que quería decir en un argumento.

¿Por dónde pasan los contrastes que muestras entre Pablo y Lucía? ¿Puede ser que en parte representen dos formas de ver la vida que te atraviesen también a ti a título personal?

Sí, puede ser. Ambos tienen cosas mías, suscribo algunas de sus ideas y rechazo otras, pero todos los libros son en un punto un Frankenstein de lo que uno tiene para decir, o más bien, para callar, a título personal.

Finalmente, desde el lanzamiento de Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza hasta este 2017 has publicado ocho libros, ganado varios numerosos reconocimientos literarios (incluido el Casa de las Américas 2014 por Cosas peores) y, en definitiva, consolidado una carrera literaria extraordinaria. Desde esta experiencia, entonces, ¿qué palabras les dirías —de apoyo o desaliento— a las nuevas autoras y autores que estén pensando en dedicarse a la escritura?

Les diría que escriban con la conciencia de estar dejando parte de ellos en ese gesto; que lo hagan desde la necesidad visceral y racional de expresarse y de darle forma a esa expresión; y que piensen en la publicación como una de las tantas consecuencias que puede tener lo escrito —no siendo, ni remotamente, el mejor de todos los destinos posibles de un texto.

 

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