Jauría de Alejandra González Celis

Jauría de Alejandra González Celis (Das Kapital Ediciones, 2018)

por Gladys Gonzalez 

La antropóloga y feminista argentina Rita Segato (2015) acuña el término minorización haciendo “referencia a la representación y a la posición de las mujeres en el pensamiento social; el minorizar alude aquí a tratar a la mujer como “menor” y también a arrinconar sus temas al ámbito de lo íntimo, de lo privado, y, en especial, de lo particular, como “tema de minorías” y, en consecuencia, como tema “minoritario”.

Este proceso de minorización se despliega desde el proceso de conquista y colonización católica, esta criollización desplaza al sujeto femenino a subsistir en una estructura subliminal de control jerárquico representado falsa e irónicamente como “el problema de la mujer”.

Estas Estructuras elementales de la violencia (2003) cobijan la primera lección de poder y subordinación en el teatro familiar de las relaciones de género, ad infinitum.

El conjunto de textos que compone Jauría simboliza esa mecánica develada, desde una fuerte denuncia respecto a la alienación y desinterés de ejercer el rol social desde las instituciones como problemática corrupta generalizada, usufructuando económicamente de la nula noción de conmiseración y ahondando la falta de sentido de pertenencia, el terror vacui que es el germen de todo estrago e infortunio.

Los tres apartados del libro: “Ladran”, “Muerden” y “Gimen y lamen” responden al doble concepto que define el vocablo Jauría (RAE):

  1. Conjunto de perros mandados por el mismo perrero que levantan la caza en una montonería.
  2. Conjunto de quienes persiguen con saña a una persona o a un grupo.

Podemos sumar elementos históricos y más detallados a esta descripción para formar una conceptualización más literaria sobre el título del libro:

El número de componentes de una jauría puede variar desde cuatro miembros hasta más de sesenta. La misión de una jauría de sabuesos es descifrar el rastro de olor dejado por un animal durante sus correrías nocturnas hasta dar lugar donde se encuentra durmiendo durante el día, hacerlo saltar y perseguirlo hasta que es abatido por un cazador o extenuado tras una carrera de varias horas, el animal se rinda a los perros.

Esto es un símil, la cacería de montonería, a las violaciones masivas que ocurren en España, Brasil o Argentina actualmente, y a las persecuciones por características físicas, religiosas, culturales, políticas, étnicas u otras. Cito extracto de dos poemas:

“Perro Infierno” (pp. 10)

(…)

Él sale corriendo porque sabe lo que ha sembrado
y solo vuelve a observar el momento del alumbramiento
perras heridas nauseabundas y violadas
hacen un hoyo en la tierra disponiéndose a parir
un hoyo cuna
hoyo tumba

El perro infierno siempre anda en busca de las perras más feas
ese celo es el sentido de su existencia
convertirse en una cámara de gas de perros
terminar esta raza maldita

“Cruza” (pp. 11)

(…)

La jauría milita en su huella
trota inútilmente entre desprecios y forcejeos

Uno a otros estos
amantes sadomasoquistas
cantan el canto de los ladridos secos

Varias lenguas es igual a un lamido de perro

La perra escapa por una calle
víctima de la próxima violación que incita

La Jauría le sigue
sabe que no tiene escapatoria

Su destino es la camada

 

¿Cuánt@s de nosotr@s hemos sido víctima de violencia, visible e invisible, y solo surge el rumor como acto socializador y de verbalización de esta?

Jauría exhibe la trágica mixtura: raza / mujer / pobreza / violencia / muerte, en donde el condicionamiento geográfico es baladí pues el “sujeto mujer” y sus demandas igualmente siguen contando como “problemas de minorías”, aunque esta minoría sea a nivel mundial el 49.6% de la población, y aumentando, irónicamente continúa estipulado como solamente un pequeño problema que abarca solo a 3.650 millones de mujeres en el orbe.

Jauría es parte de un grupo de libros chilenos que hacen de la poesía un conjunto de análisis críticos al discurso de la pobreza, tanto de la oficial como de la subjetiva, desde la observación, la vivencia, la clase sociocultural, la etnia, el trabajo de collage investigativo y desde el testimonio de archivo de medios de comunicación y redes sociales, entre estos libros está Criminal, Bozal, Termitas, Río herido, entre otros.

La literatura chilena, por su extrema ubicación en el cono sur, las múltiples operaciones políticas eurocentristas desde la colonia, incluyendo los dictámenes gubernamentales de blanqueamiento de la población, hasta las dictaduras que circunvalaron por todo el continente sur y central, y por la idiosincrasia mestiza de la inmigración tiene una profunda veta de orden social. La importancia del feminismo como movimiento político de igualdad y bienestar común también ha permitido que escrituras que parecieran, solo en apariencia o canónicamente, por condicionamiento, masculinas, entreguen otras lecturas, desde el concepto barthiano de punctum, de la historia de opresión y dolor por el relego. La literatura no tiene género en cuanto concepción binaria, pero si miradas de profundidad permeadas por el contexto de esas otras vivencias cotidianas, desde todas las diversidades, y lo femenino en su amplio espectro, tanto en occidente como oriente, regularmente está al borde latente del peligro o la muerte, criaturas siempre de frontera, esa diferencia que agrede y trastoca las micro realidades personales están en Jauría, relatadas de forma que hiere y por ende permiten empatizar y reflexionar sobre nuestro rol como demandantes de justicia. Los personajes que habitan Jauría pernoctan, aman, carecen, se repiten, multiplican y desaparecen en el lado b de las promesas de campaña política, el genocido ancestral de la otra mejilla, contraria a esa profunda noche de Dylan Thomas. Tal como “Maman”, la escultura de Louise Bourgeois en forma de araña, de la que dice que son figuras protectoras y frágiles que tejen los hilos de su amor con su propio cuerpo y, como su propia madre, quedan atrapadas en él.

Jauría exhibe la cultura de la violación y el abuso, en todas sus metáforas, termino esta presentación citando “La Leva (o “la noche fatal para una chica de la moda”)”, texto de Pedro Lemebel que retrata la perversión como derecho de pernada, derecho que no redime el medio físico en el que se sitúan los cuerpos y los movimientos, ya que los espacios son homogéneos, continuos y tridimensionales, y la pobreza como no lugar, carencia, imposibilidad de acceso, exclusión o segregación también allí colinda:

“(…) Y caminó como siempre bordeando el tierral de la cancha, cuando no alcanzó a gritar y unos brazos como tentáculos la agarraron desde las sombras. Y ahí mismo el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revoleándola en el suelo, rajándole la blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con manoseos y agarrones desesperados. Ahí mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilépticos en el apuro del capote poblacional.

Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras en su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en un momento gritó, pidió auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero eran tantos, y era tanta la violencia sobre su cuerpo tiritando. Eran tantas fauces que la mordían, la chupaban, como hienas de fiesta; la noche sin luna fue compinche de su vejación en el eriazo. Y ella sabe que aulló pidiendo ayuda, está segura que los vecinos escucharon mirando detrás de las cortinas, cobardes, cómplices, silenciosos. Ella sabe que toda la cuadra apagó las luces para no comprometerse. Más bien, para ser anónimos espectadores de un juicio colectivo. Y ella supo también, cuando el último violador se marchó subiéndose el cierre, que tenía que levantarse como pudiera, y juntar los pedazos de ropa y taparse la carne desnuda, violácea de moretones. La chica de la moda supo que tenía que llegar arrastrándose hasta su casa y entrar sin hacer ruido para no decir nada. Supo que debía lavarse en el baño, esconder los trapos humillados de su moda preferida, y fingir que dormía despierta crispada por la pesadilla. La chica de la moda estaba segura que nadie serviría de testigo si denunciaba a los culpables. Sabía que toda la cuadra iba a decir que no habían escuchado nada. Y que si a la creída de la pobla le habían dado capote los chiquillos del club, bien merecido se lo tenía, porque pasaba todas las tardes provocándolos con sus pedazos de falda. Qué quería, si insolentaba a los hombres con su coqueteo de maraca putiflor.”