Cuatro poemas de Jennifer García Acevedo

Jennifer García Acevedo

(1995) Medellín, Colombia.

Estudiante de Filología y Artes Escenicas. Poemas y ensayos suyos han sido publicados en diversas revistas y periódicos de su país y del exterior. Ha participado como invitada en algunos festivales internacionales de cine y literatura. Actualmente colabora con la revista Liberoamérica y es tallerista y fundadora del Encuentro de poesía León de Greiff en Fredonia, Colombia.

 

ESTUDIOS SOBRE EL AZAR

Todos están convencidos de que la suerte es producto de una cosa que no es el azar, pero se le parece. Están demasiado cerca como el tiempo y la eternidad, solo que de lo primero ya se han dicho muchas cosas y lo segundo representa una verdad en la que casi nadie cree. Si un hombre apunta con su escopeta hacia un terreno vacío, esperando encontrar algo, y cerca suyo cae un pájaro que nada ha tenido que ver con la bala, lo llamamos azar; pero si el mismo hombre apuntara hacia una piedra y justo en el momento del disparo una hiena se atravesara y fuese derribada, diríamos que para él eso habría sido la suerte. En ambos casos la muerte representa la alianza entre una cosa y otra.

Que se haya cometido o no el crimen nada tiene que ver con el azar, sino con la conciencia del hombre que no está satisfecho de como vive. Estoy más cerca de creer que este juego de la vida ha sido siempre una premeditación; las jarras de agua que fueron puestas sobre la mesa en el momento justo de la sed, el niño que cruzó la calle cuando el terrorista lanzó la bomba, el anillo que se rompió antes de entrar en el dedo, el bostezo del hombre que asistió a ver “Carmen”, y así, la infinidad de todas las posibilidades. Debe de ser por elección nuestra y no del azar  que un día caminamos hacia el final de toda luz, sin que ninguna conspiración secreta haga su juicio para salvarnos. Después de todo, cada quien elige el modo y el momento de irse, aunque un golpe del cielo revele que ha sido a destiempo.

 

 

 

SETENTA Y CUATRO VECES

“El eco de ninguna voz toma la palabra

Y aclara con entusiasmo los secretos de los mundos”

 Wislawa Szymborska

 Haría falta decir la palabra “tierra” setenta y cuatro veces, para entender la complejidad del mundo y su amplitud inquebrantable. Setenta y cuatro veces porque siete son los días que sumados a otros siete y en una sucesión infinita hacen la vida del hombre. Cuatro, porque es el número de horas que he tardado en entenderlo. He pensado en la tierra con la conciencia del bien y del mal, he recordado el instante en que vagamente caí al sueño y una mano pareció alcanzarme desde el fondo con su puñado de agujas imaginarias y conté con la suerte de desaparecer a tiempo. A pesar de todo eso, en esta hora, mi cuerpo se encuentra en buen estado, las cosas firmes sobre el escritorio, ninguna reclamación del cielo. Concluyo que ni el sueño, ni la conciencia de una cosa y de otra logran dañar definitivamente al hombre. Pero un número, un número ha bastado para poner sobre mi mesa la claridad e incertidumbre de todas las cosas, sin necesidad de atravesar la frontera para viajar a otro país, sin necesidad de enumerar una tras otra las respuestas que el libro de historia me ha puesto por delante. Setenta y cuatro veces digo tierra y el mar se abre ante los ojos con la rebeldía de las cosas olvidadas, setenta y cuatro veces y en otro país bajo el sol se da inicio a una guerra, setenta y cuatro veces y veo a las mujeres llegar a sus aldeas con su misma carga de todos los días. Todo se ajusta a una cifra hecha a la medida de las casualidades, pero la realidad exige vivir cada cosa antes de dar testimonio de ella, no es conveniente intervenirla aunque haya signos y señales, más oportuno abrir la jaula de un pájaro y decir: “Esto es la libertad” aunque en el nacimiento hayamos tenido la única prueba de ella y no nos diéramos cuenta.

 

SONIDOS

Cada sonido que viene desde el fondo de la casa tiene la forma de un tigre caminando en puntas. El estremecimiento de las cucharas que caen indecisas sobre las losas, su contacto con el suelo que desencadena en la ilusión del vértigo. Aprendimos a recibir con humildad el sonido de las cosas más tristes: la llave sobre la cerradura, el rayo a mitad del día, las cajas de cartón en las que se inscribía demasiado pronto la señal de las mudanzas. Pero nunca supimos cómo retener el camino del cuchillo trazando un nombre sobre el vidrio, ni el golpe del portón tras la despedida del padre. En la cocina la madre custodia la caída, su papel es el mismo que el de un dios cavando su reino mudo en lo hondo del patio. Al igual que ella las mujeres de la casa aprendieron a rendir su homenaje al silencio, por eso nunca cerraron la puerta antes de la partida.

 

PLAZA DE MERCADO

Se abre la puerta de la plaza de mercado y el deseo de las mujeres sobreviene. Unas esperan encontrar el río de leche dentro de las jarras marcadas con figuras orientales, otras atienden el balanceo de la pesa que en un lado carga semillas y en la otra, frutos de ébano. Así funciona. La cáscara sobre la palma de la mano, el sol verde encima de los manteles. La cosecha de cebada regándose en una esquina de la mesa.

No habitaremos para siempre esta tierra roja, las mujeres de la plaza de mercado lo saben, las moscas que se paran sobre el pan fresco, el papagayo pintado en un cuadro que venden los indígenas del norte. Todos lo sabemos. No permaneceremos sobre la tierra roja.

Por eso, náufragos en la isla de los objetos, buscamos encontrar al menos una cosa parecida a la permanencia, algo que confunda a la muerte con las bolsas de arroz que cuelgan de las estanterías.

 

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