Nunca pude dormir boca arriba. Y tengo las piernas demasiado largas para acomodarme de costado en el asiento de un bus. En los viajes, entro en una duermevela que cada tanto se parece al sueño. Este avión dentro del cual estoy despegó del aeropuerto de Madrid a la medianoche, y ya llevo exploradas todas las posiciones que puedo adoptar en esta butaca diminuta. En algún momento, me ausento. No sé si duermo, pero por lo menos me olvido de algo y es como si durmiera.
De golpe abro los ojos. Estoy completamente desve-lada. A mi alrededor, filas y filas de asientos con personas hacinadas en un espacio demasiado estrecho, con el techo demasiado bajo. La luz es tenue. Todos duermen –hasta el bebé que viaja dos asientos más adelante. El suelo está alfombrado en azul y las butacas tapizadas en el mismo color; las paredes son de plástico, blancas y redondeadas. Casi todas las ventanitas están cubiertas con persianas también blancas y redondeadas. No se oye ningún ruido más que un rumor como de máquina, y cada tanto, alguna respiración humana. ¿Qué hora es? Imposible de saber. El teléfono móvil que estuve usando en Europa ya no funciona, y el de Buenos Aires está sin batería desde hace meses. El último reloj pulsera que tuve lo perdí en el pasto a los dieciséis años –cómo imaginar que me vendría a hacer falta en este momento. Cómo imaginar este momento.
Justo enfrente de mí, en el respaldo del asiento de adelante, hay una pantallita encendida. Cada pasajero tiene una delante. En letras blancas con fondo azul eléctrico, leo: Altura: 11.700 m. / Temperatura exterior: -70° C. Esa información alterna con un planisferio físico de pocos bits, que me informa la trayectoria mediante una flecha roja. En ese momento, la punta de la flecha está prácticamente detenida en el centro del Océano Atlántico.
Apoyo la cabeza en el asiento. Veo la luz difuminarse por el techo blanco, sobre las cabezas de los pasajeros que duermen. Unas décadas antes, esta escena hubiera encajado cómodamente en una película de ciencia ficción. Un futuro asombroso devino presente tan de repente, que no alcanzamos a perder el asombro: más bien nos acostum-bramos a sentirlo, y ahora andamos como pasmados por el mundo sin siquiera darnos cuenta. Existo en una humanidad con ciencia-tecnología suficiente para que un grupo de gente esté durmiendo a once mil setecientos metros de altura, con setenta grados bajo cero de tempe-ratura exterior.
¿Dónde estoy? Según el mapa que brilla en el asiento de adelante, en la mitad del Océano. Este mapamundi indica que volamos hacia abajo –porque a pesar de que la tierra gira en un vacío que no tiene puntos de referencia, de todas maneras el hemisferio sur está dibujado abajo: toda una configuración simbólica del poder planetario. Europa (casi más grande que sus excolonias en el mapa, aunque su superficie mensurable sea menor) descansa cerca del centro de la pantalla, del lado de arriba. Este avión transcontinental en el que estoy (aunque me sienta como en la sala de espera del dentista), está en la mitad de la ruta que va desde el centro del pulpo hasta el extremo de uno de sus tentáculos. Tengo la sensación de estar adentro de un enorme cerebro, o circulando por los cables de una red de electrodos instalada sobre la piel salvaje del monstruo terráqueo, amordazado como un loco en una camisa de fuerza.
Miro el mapamundi. Esta representación gráfica de los océanos y continentes es el triunfo del proyecto de la Modernidad, que asomó su primer diente cuando los europeos decidieron atravesar formalmente el mar y fundar imperios que abarcaran también el otro lado del globo. La red virtual global internet no es más que una sofisticación tecnológica de aquel sueño. Quizás la ciencia-tecnología le debe todo a la voluntad de conquista de los europeos de fines del siglo XV. Que a su vez le debe todo a la capacidad de cuantificar un territorio, reduciéndolo a coordenadas numéricas y sustituyendo los recorridos a través de lugares, por mapas que simulan miradas objetivas desde lo alto, a escala ultrahumana. Qué bien que le vino al proyecto moderno el cristianismo y su voluntad universalista, con un Dios que no se anclara ya a un territorio ni a un pueblo, como los antiguos dioses, sino que fuera Señor de todo y de todos (exactamente como el dinero). No por nada fue la religión oficial del Imperio Romano, al cual le debemos nada menos que esta lengua y la disciplina militar.
Definitivamente, este mapamundi me pone a mí en la mirada de Dios, que ve todos los lugares a la vez, que incluso ve al mismo tiempo todos los puntos de la casi esfera terrestre. Una mirada a la misma distancia de todas las cosas. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Este mapamundi, un dispositivo diseñado para que internalicemos el Ojo a través del cual nos vemos a nosotros mismos desde arriba, como nos habrá visto nuestro propio padre cuando dimos el primer paso. Es también el Ojo del Gran Hermano de George Orwell y también de la tele basura de los dosmil. Y todavía hay que soportar que la Modernidad se jacte de haber puesto al Hombre en el lugar de Dios. Como si fuéramos tontos y no nos diéramos cuenta de que hombre y dios no importan, siempre y cuando se conserve el Lugar. Ahí está ese dibujo del mundo en el que ya no hay bestias con garras ni seres alados, un mundo sin afuera, sin sorpresa, sin riesgos, sin sirenas en el medio del mar ni regiones donde el océano hierve. Una representación del mundo real, nítidamente separado de la ficción. Evidentemente, la cuantificación del territorio, en confabulación con esta mirada abstracta, logró desterrar definitivamente la magia del gran cuerpo reticulado y parcelado que es ahora el hábitat humano.
Y sin embargo, no me engañan. Hay datos que no concuerdan. En este momento perfectamente podría estar soñando y los datos que no concuerdan podrían ser la prueba de que todo esto no es real. Aunque no son exactamente los datos lo que no concuerda, sino la experiencia con los datos. A la ida, salí de Buenos Aires hacia el mediodía y llegué a Madrid tipo seis de la mañana. Pero el tema fue que el viaje duró casi doce horas. Eso quiere decir que dejé cuatro horas en el camino, remontando el giro del planeta. Ahora estoy a punto de recuperar esas horas, que evidentemente quedaron en el medio del Atlántico. ¿Será eso lo que recién me hizo despertar de golpe? Esa burbuja de tiempo retenido y devuelto es lo que volvió a arrugar a la tortuga Manuelita cuando regresó, de eso no hay duda. La pregunta es: ¿Qué me devuelve a mí? O quizás, más bien: ¿Qué me quita?
Cierro los ojos. Tengo dieciocho años y estoy de viaje en Tilcara con mis compañeros del colegio. Estamos en una caminata por la montaña. El guía –un antropólogo muy alto, con campera de cuero, que mira a las adolescentes desde adentro de sus gafas oscuras –nos hace detener en la cima de un cerro. Nos hace sentar y oír el viento. El cerro en el que estamos es el único en su entorno cubierto de piedritas rojas. Después de algunos minutos, el guía nos dice que ojalá que hayamos tenido buenos pensamientos mientras oíamos el viento. Crea suspenso, y aclara que estamos en el Cerro del Diablo, que concede cualquier deseo que una tenga mientras está ahí, pero se lleva algo a cambio, algo del mismo valor que lo concedido. Y cuenta una historia que le contó no sé quién, sobre un cura que terminó despeñado por esos desfiladeros: quién sabe qué deseo le habría concedido el Diablo para haberle tomado la vida a cambio.
Vuelvo a abrir los ojos y los recuerdos desaparecen. A mi alrededor, en sus butacas de avión, todos duermen. Mientras, el Atlántico nos devuelve el tiempo retenido, que estuvo ahí congelado y flotando. ¿Cómo estar seguros de que el tiempo que se nos devuelve es realmente el nuestro, de que no se mezclaron todos los tiempos de cada quien, como las nubes, y el que se nos devuelve no es una fórmula mixta que nos impregna de otros deseos, otras identidades, otro porvenir? ¿O si efectivamente no hay un Genio Maligno que nos devuelve las horas viejas, cargadas de vivencias sudamericanas, pero nos quita las horas vividas en Europa? ¿Qué estamos olvidando? Quizás al volver a Buenos Aires, mis propias fotos al lado del mármol que forma la Venus de Milo o en una calle cualquiera del Gótico, me produzcan un vértigo suave, una emoción que no experimenté posando para esas mismas fotos. Quizás olvide lo que anoté a la semana de instalarme en Madrid: que Europa no existe. Que Europa es un ensueño sudamericano. Quizás me vuelva a arrugar yo también, y el viejo continente vuelva a ser la tierra de la Infancia. Esta idea me recuerda a un antiguo mito hindú, que afirma que las aguas del Ganjes libran de pecados a quienes se sumergen en ellas; un astuto sacerdote afirmaba que en efecto era así, pero que los pecados aguardaban al bañista en la orilla, para saltarle encima al salir. La pureza era reversible. ¿Será por eso que tengo puestas ahora mismo las mismas calzas que usé para hacer el viaje inverso, el de ida? Son unas calzas animal print que funcionan, para mí, como un fetiche, como un amuleto, como la piel de animal que se pone un chamán para invocar a los espíritus de la naturaleza. Sólo que en este caso, lo que invocan es la pretensión ridícula de asumir una identidad originaria, natural-real-substrato-fuente de lo que se es, mediante el gesto frívolo de ornamentarse con un estampado kitsch. Las usé para volar rumbo a la Madre Patria, las tengo puestas ahora para volver a Casa. Quizás con la esperanza de que las mismas cuatro horas que dejé en mitad del mar me reconozcan al filtrarse por las ranuras del avión y vuelvan a introducirse por mis poros.
Busco la India en el mapamundi que tengo delante: ahí está, ya nadie lo pondría en duda. La Modernidad nos salvó de los monstruos, de los dioses, del exotismo, del Diablo. La prueba de eso es que esta caja blanca de plástico en la que dormimos cómodamente hacinados avanza a seiscientos kilómetros por hora, a once mil setecientos metros de altura, con setenta grados bajo cero de temperatura exterior sobre el Océano Atlántico.
Es de noche. ¿Cómo nos vería alguien que pudiera mirarnos desde la superficie del mar? Este avión sería una luz diminuta en la infinidad del cielo negro. Estamos completamente solos, y esto se debe a una razón muy simple: los seres humanos no podríamos sobrevivir acá, a menos que todas nuestras necesidades fisiológicas y condiciones mínimas de existencia estén artificialmente aseguradas por dispositivos fabricados con materiales producidos gracias a maquinarias, desarrolladas gracias a cientos de años de autoafirmación y expansión de la cultura europea. Es decir, de la Cultura.
Once mil setecientos metros de altura. Nunca había tenido esta sensación tan intensa de estar sumergida en la Naturaleza: eso que está ahí a metros de mí, detrás del plástico, eso que es completamente irrespirable para un humano. Es decir, la Naturaleza que no es Cultura. ¿Hay algo más moderno que semejante noción? ¿Hay algo más occidental? Yo tengo vistos paisajes de todo tipo, pero el paisaje todavía pertenece a la cultura: es una naturaleza sígnica, bucólica y animizada, llena de espíritu. En cambio, ésta de ahora no es la naturaleza domesticada del paisaje. Es más bien la Desconocida, la Enemiga, de la que tenemos que protegernos con esta caja absurda que se propulsa vaya a saber cómo por el cielo negro. De hecho, resulta inevitable pensar en la muerte. Todos acá (menos el bebé) estamos pensando en la muerte. El que duerme, el que duerme porque tomó whisky o pastillas, el que tiene pesadillas, el que tiene insomnio. Por eso cuando el avión aterriza los pasajeros aplauden. Si este avión no aterriza mañana en Buenos Aires, a Santi le va a quedar por un tiempo la sensación de estar soñando. ¿Y yo? La Naturaleza se me aparece otra vez sin cara, sin órganos, inhóspita, impensable. ¿La Naturaleza es la Muerte? Quién sabe.
En el vuelo de ida, todo lo que tenía por delante estaba a oscuras. Ahora dejo luz detrás de mí, y me dirijo hacia otra luz. Ahora existo en un mundo que es más grande, en un planeta realmente redondo. Ahora dos ciudades, separadas por miles y miles de mundos de distancia abstracta, me resultan familiares. Lo paradójico es que por la misma razón que es más grande, el planeta es también más pequeño: porque es menos desconocido. Si mi universo mutó, es imposible que yo no haya mutado también, imposible que yo no sea, con él, más grande y más pequeña a la vez. Seguramente, a la distancia Europa va a recuperar alguna de sus dimensiones fantásticas, pero ya nunca va a ser lo mismo que antes de viajar. Ahora que vuelo en esta caja metálica movida por petróleo a través de la atmósfera helada, creo que esta duplicidad que siento entre mi región sudamericana y la región de España que habité, de algún modo me transforma, me enriquece y al mismo tiempo me arruina. La Sol que se fue de Buenos Aires no vuelve a Buenos Aires. Porque todos los viajes transoceánicos naufragan mientras los pasajeros duermen. Jamás se regresa.
Con los ojos entornados veo la imagen borrosa del planisferio, en la pantalla del respaldo delantero: los continentes dispersos parecen las manchas de un pelaje, el estampado de una piel de animal en un mapa de bits. No estoy dormida, pero casi.
En ÁNIMAL PRINT. Geografía de la Metrópolis. Buenos Aires: Sol Fantin, 2017.