Conocí a Carmen de pequeña. Estudiamos juntas hasta que nos graduamos, ambas con dieciséis años. Para ese entonces ella seguía diciendo la misma estupidez que decía cuando apenas comenzábamos a hablar. «Cuando grande quiero ser africana». Era igual todos los años. Ningún profesor pudo hacerle entender que uno no escoge su raza así como así. Que era latina y que antes debería dar gracias por ser bien blanca y mona.
Nunca fuimos amigas, por eso no volví a saber de ella. Hasta anoche. La encontré subida en la tarima de un bar. Agarraba el micrófono con las dos manos y sudaba a chorros. Estaba ahí, los ojos cerrados mientras cantaba. Con su pellejo trasparente y el pelo de fique. Tenía una voz ancha y violenta, una voz que se colaba por los poros de quienes la escuchábamos. Una voz negra, africana.