Balbuceos sobre Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016), Phantom Thread (Paul Thomas Anderson, 2017) y Thelma (Joachim Trier, 2017)
Deleuze dice que no se puede conocer un rostro sin enloquecer; desconozco la profundidad de la idea, pero intuyo su justa dimensión; estancarse en las arrugas, surcar los pozos de nuestras ojeras, estudiar con detalle una sonrisa, reconocer las simulaciones de las líneas de expresión de una cara —que bien pueden ser cicatrices—, son razones que nos sumergen en otra dimensión del entendimiento. Es más cómodo no mirarnos bien, echarnos un ojo veloz en los espejos de la calle y en las mañanas contemplarnos a secas, es más llevadera la trivialidad de la prisa. Así que si casualmente nos encontramos en algún espejo, nos dejamos atrás. Transcurren los días con sus secretos livianos; somos los olvidados de nosotros mismos, polvo debajo de la cama. Los rostros tienen mil mesetas porque están contorsionados por los gestos; es asombrosa la cara de las personas que evitan gesticular para no arrugarse, su rostro es un tronco pulido porque aunque tiene vetas que forman ondas apenas perceptibles, desconocemos su cualidad agreste. El infierno de nuestras vidas, también sus alegrías y humores atraviesan las sutilezas de nuestros gestos. Son hermosas las bocas que se enchuecan al hablar, las narices que se arrugan al reír, las cejas que se alzan intempestivas en una fotografía; en suma, la arquitectura de momentos efímeros en nuestra teatralidad cotidiana. El gesto y el ademán son la fauna secreta de nuestro bosque.
Estos últimos años, la cosecha del cine ha sido buena. Tres largometrajes en particular expresan un cine/teatro en el que el gesto es la columna vertebral. Se trata de tres películas de distintos ámbitos y latitudes, con insondables y disímiles propuestas; la triada responde a un mismo origen: la búsqueda de incertidumbres. Son miradas volcadas en un ámbito eminentemente femenino: Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016), Phantom Thread (Paul Thomas Anderson, 2017) y Thelma (Joachim Trier, 2017). Las tres indagan, de una u otra forma, una psique fragmentada, contemporánea, no en sentido histórico, sino psíquico e inconsciente, su exploración une un afuera (el contexto) con el interior de personajes que se sitúan en un tiempo que escinde la cronología. Lady Macbeth, por ejemplo, nos muestra una trama ambientada en 1600, pero las paradojas del personaje giran en torno a un concepto de deseo que nos resulta contemporáneo.
Es significativo que en las reseñas que se escriben en México sobre estas películas se concentren en la minuciosa descripción argumental, como si fuera necesario entender la reconstrucción histórica de las mismas; es decir, tener muy claro qué sucede antes y por qué, como si nos correspondiera realizar la reconstrucción de sentido anecdótico. No son películas cuyas leyes o naturaleza nos inciten a hacerlo. Ninguna se encuentra “diseñada” propiamente en el esquema de un montaje realista; sus propuestas estéticas se sumergen en búsquedas orientadas a exploraciones oníricas, a yuxtaposiciones de sentidos simbólicos y a una evidente estructuración cinematográfica sui generis, en la que prevalece la indagación espiritual —utilizo este concepto en un sentido hegeliano, como un movimiento que atraviesa todos los tiempos y que se encuentra en constantes dilemas para representarse—, es decir, son películas que están imbricadas de una manera muy compleja y sutil con los contextos en los que se desenvuelven, suscitan así un diálogo en el que sus contradicciones son explícitas a través de las historias singulares. Esa inmersión en la individualidad, devela las trazas colectivas inconscientes de las épocas retratadas; por eso varios de los recursos de la imagen son, en diversos momentos, “románticos”, o sea, aparentemente subjetivistas, pero cuya lectura demanda la reconstrucción del tejido imperceptible que modela una malla muy singular entre lo exterior y lo interior. Son películas que oscilan en registros simbólicos que nos orillan a un trabajo hermenéutico, y que nos conminan a ingresar a un detallado universo sensorial y perceptivo de nosotros mismos implicados como espectadores.
Alma y Lady Macbeth
El primer rasgo común entre las películas es, sin duda, una evidente concentración de la cámara (convertida en una exploración psíquica) en el ser femenino —no existe el “eterno femenino” cual entidad inmutable, pues en las tres observamos realidades poliédricas. Aunque Phantom Thread aparenta convertir en protagonista al maniaco obsesivo Reynolds Woodcock —un ‘genial’ diseñador de moda—, la protagonista es, en realidad, Alma, la enigmática mujer sin historia que retrata a un personaje que —como en las películas de Lynch— inserta un universo extraño y singular en el ámbito masculino; un mundo ordenado y orquestado para funcionar alrededor de una serie de obsesiones y rutinas; la destrucción es inminente porque para amar es necesario provocar el desastre y a través de él, volver al origen. La película tiene una ruta psicoanalítica obvia; corresponde a la observación, siguiéndole la charla de los problemas y, después, el montaje de los diversos aspectos transferenciales. Alma, cuyo rostro enigmático, de gestos precisos (una ceja alzada, una contractura mínima de la boca, apenas una sonrisa o un parpadeo) —hay que advertir que son impresionantes los directores de cine que consiguen esa arquitectura exacta de “gestos mínimos” pero cargados de sentidos complejos—, nos ofrece una mente enigmática que es espejo de los secretos del otro personaje; Alma no representa a la mujer londinense sumisa de los años cincuenta; es una mujer reflexiva, misteriosa, que hace del deseo del otro su propio poder. Su interior es rebelde y transgresor en el sentido de que manipula su libertad; si bien se sumerge en la vida de Reynolds y dice que “gracias a él ha realizado sus sueños”, es ella la que lo libera de la prisión obsesiva del “genio creador”; ella es la que ingresa y sale de la casa a su antojo, mientras que Reynolds es un personaje “romántico” a la manera de los poetas del siglo XIX; padece su existir y convierte su oficio en un ámbito invasor para huir de sus problemas inconscientes. El agente externo, Alma, le ofrece la posibilidad de sanar a través del “amor” y encarna la idea de que este, como la vida, es imperfecto, ordinario, burdo y que, en la medida en la que el ser humano se libere a través de él, también se independizará de sus atavismos. La propia Alma —rasgo quizá reprochable a la película— insinúa su verdadera liberación cuando se va a bailar sola, cuando se enfrenta a la princesa, cuando lidia con el desprecio del amante. Pero Alma regresa, porque el amor es también parte de su libertad; la libertad en esta película es poder decidir: lo uno o lo otro, aquella dimensión sutil a la que Kierkegaard se refería para enfrentar al ser humano con la asunción de sus decisiones.
Phantom Thread nos obliga a firmar un pacto en el que entendemos que la sumisión es imposible porque es un vaivén entre los amantes. El contrato es una correspondencia entre fuerzas; secretos y enigmas del cuerpo. No es casual que la película “teorice” sobre un diseñador de modas que en todo momento está desnudando su ser y el ser de los otros. Entre los amantes existe esa singular forma de comunidad que Maurice Blanchot denomina “comunidad inconfesable” y que expresa una complicidad profunda con la muerte. Amar es compartir la muerte. Pero quizá no solo en la orientación necrofílica de lo que termina, sino más bien en una correspondencia silenciosa entre dos, como dice la propia Alma hacia el final: un baile. Amar es compartir la danza.
Lo real debe resquebrajarse en Phantom Thread; Woodcock lo sabe y permite que se le envenene a consciencia; necesita descender, romper la rígida rutina de la casa: la vida amorosa es imposible sin descenso, ese es su baile; de eso también da cuenta el moralista Sade. La entrega es la forma más refinada de la compasión, es, tal vez, la única posibilidad de ver lo que nos fue vedado y a lo que ingresamos por la gracia de ver. Hay mucho de Platón en esta película; la trama está inserta en un ámbito de sombras y solo cuando los personajes se orillan a viajar en el inconsciente entonces pueden ingresar al espacio de su verdad; no es una verdad explícita; la película nos conmina a que nos miremos, a que descendamos; Orfeos de claridad en sombra.
Por eso Reynolds rechaza la primera visita médica que organiza su preocupada hermana; él sabe que ha iniciado un hallazgo —inefable— y que, para ello, debe guardar silencio. El personaje rompe su estructura axial y se entrega a Alma que le permitirá contactar con el enmudecimiento de su inconsciente. Los genios no necesitan encorsetarse en las armaduras de la esterilidad vital; ese es el mensaje ulterior de la película. Los creadores, los artistas crean mundos con la esencia de fallos y rutas erráticas. Reynolds sufre y clama: “no me puedo concentrar, la interrupción se queda, quiero que Alma se vaya”, pero en realidad está respirando por primera vez, ejerce su espíritu creador verdadero a través del desorden, la exploración, el fallo. Crear amorosamente es dejar que la estrella del mediodía, su rareza hipnótica, persiga su estela en la página, en el lienzo, en los fotogramas. Las manifestaciones del ser no envejecen; la artista es Alma en Phantom Thread. El título de la película es interesante porque quiere decir que el inconsciente, como bien advierte Chantal Maillard en ese monumental libro poético titulado Hilos, está compuesto por un tejido que surca nuestra memoria y consciencia y cuyo rastro es necesario perseguir para hallar su raíz y los laberintos de su germen.
Estamos nutridos de fantasmas. También son esos fantasmas los que atraviesan a esa asesina tan singular que es Lady Macbeth. Esa película no está, en absoluto, enclavada en una moral. Es una película que explora los desgarros de la carne: el mediodía de eros. Y lo hace a través del deseo de una mujer completamente esclava del régimen masculino. El contexto es aplastante y es el que detona los fantasmas criminales del personaje; se trata del caso inverso al de Woodcock, un descontrol del ello que culmina en los asesinatos. Es, sin duda, una película que habla de Bataille y que nos muestra la economía de eros completamente tergiversada: el amor convertido en posesión desemboca, desde luego, en el crimen. La liberación de Lady Macbeth es una fuerza erótica sin límites, ¿cómo propiciar el fuego humano verdadero del amor? ¿Cómo regular nuestros impulsos entre los otros seres humanos en regímenes justos de convivencia que nos permitan hallarnos en el gozo y la pasión sin enfermar?
Estas dos películas guardan un secreto: ambas abordan contextos que determinan las exploraciones psíquicas de los personajes y sus rutas no resultan ajenas a pesar de encontrarse cercadas por su época. Nos son familiares porque exploran dos ámbitos de nuestro eterno mediodía: el deseo y el margen, representados a través del misterio en la voz muda y sin historia “personal” de las mujeres. Lady Macbeth como Alma carece de pasado personal; el rasgo susurra universos a través de la invisibilidad de la mujer en la historia occidental.
Thelma
En cambio Thelma, pese a ser la película de una joven del siglo XXI, encierra el problema de contexto más antiguo de la historia de Occidente: la relación de la mujer con el cristianismo. Los dilemas son hermosos en esta película porque se retratan las preguntas antiguas, petrificadas aparentemente en nuestro pasado, pero siempre latentes en sus formas inexplicables y oscuras; son Sísifo y la piedra que rehúsan a desaparecer de nuestra psique. Los dilemas de Thelma no son sobrenaturales sino simbólicos, espirituales: las convulsiones, poder curar, tener el don de provocar males (ecos de aquella otra película The Witch, 2016-Robert Eggers), son algunos de los aspectos que nutren sus espacios oníricos: el personaje y el agua (símbolo religioso y a un tiempo psicoanalítico por sus vínculos con el problema de la madre e hija), tragarse un pájaro negro, encender en fuego al padre: son gestos de una crisis espiritual. El rostro de Thelma es —de los tres personajes que analizo— el más afectado, es un personaje retorcido por la angustia, anegado en el llanto; un cuerpo surcado, horadado por la emoción, triturado por los afectos: la imposibilidad de amar, la contractura imprevisible de la convulsión, la inacción del rostro atravesado por los tranquilizantes.
La primera escena en la que aparece el padre apuntando con una escopeta a Thelma pequeña, se explica anecdóticamente cuando comprendemos la posible implicación de la niña en la desaparición de su hermanito, pero es una escena profundamente simbólica que representa los intrincados matices en la relación de un padre y su hija. El padre es amigo, sacerdote/confesor, proveedor, psiquiatra, el padre es el afecto imperativo y, al mismo tiempo, una prisión de alta seguridad.
Thelma es transgresora, pero no porque ame a otra muchacha o porque “provoque la muerte de su padre” —es, desde luego, una muerte simbólica—, sino porque frente a la adversidad, frente a su propio poder, decide ejercerlo para su autonomía, para amar. El amor de Thelma no es tampoco explícito, es un amor que vence a la serpiente de la religión —una serpiente hermosa pero asfixiante, que se enrolla en el cuello para ahorcar si el cuerpo goza. El amor vence los atavismos del propio cuerpo, las herencias y las taras familiares —la locura de los abuelos, los demonios ancestrales—, perdona a la madre y la cura (la madre lisiada es símbolo del dolor de ser madre, orillada a la pérdida).
El amor de Thelma resume lo que estas tres películas muestran en secreto: la libertad no es, propiamente, un don sino un cultivo, la capacidad de decisión del ser humano: allí se libra un combate profundo y a muerte con lo que verdaderamente somos, la orientación hacia eros; el triunfo de la vida, de la fuerza, de la autonomía, del yo sin miedo.