Hablemos del día en el que nos conocimos, Sergio. ¿Lo recuerdas? Yo apenas. Sé que iba al encuentro con una amiga y llovía demasiado. Saliste de un bar borracho y cantando a todo pulmón una canción que ya no recuerdo. Reías tanto que me hiciste sonreír. Entonces te acercaste y me preguntaste cuál fue el último libro que había leído. La pregunta fue tan extraña, teniendo en cuenta tus condiciones, pero te respondí: El invisible de Paul Auster. Dejaste de reír y me tomaste de la mano. Luego todo es muy borroso, ¿puedes recordar por mí lo que hicimos después?
La pasión por la literatura nos acercó a un mundo repleto de oportunidades. Querías escribir algo interesante, pero no te considerabas un escritor. Te alenté a escribir, eso sí puedo recordarlo. No eras tan bueno, pero tenías una sensibilidad que podía causar cierta impresión. Te mostré mis escritos, con esa timidez que me hacía acelerar el corazón. Hacías las críticas con una voz muy seria y yo solo te contemplaba. Me distraías al hablar y terminábamos besándonos entre el sin fin de papeles. Esos besos fueron tormento en mi soledad.
Entonces me perdí en ti, en tu vida y en tu cama. Pero en medio de ese torrente de amor, buscaste herirme. Dudé de mis escritos, dudé de mí como escritora cuando me decías que no te impresionaba lo que escribía porque eras un lector asiduo de grandes autores. Esa arrogancia hirió mi orgullo. Pero sonreí, Sergio. No lloré, ni grité, ni me convertí en una loca que defiende con uñas y dientes sus obras. No era necesario. Las palabras, mis palabras, hablan por sí solas. Me has subestimado y no dudé en dedicarte todos mis premios. Te demostré que estabas equivocado y pude ver ese deje de enojo contenido en tus brillantes ojos. ¿Qué era lo que realmente te molestaba?
¿Por qué te seguía amando pese a todo, Sergio? Me hice esa pregunta muchas veces. Te sigo pensando todos los días, incluso cuando busco no pensar en nada. Tu recuerdo emerge con lentitud, vienen tus palabras, tu mirada y tu sonrisa. Tu olor, sobre todo tu olor. Mientras estás con tus amantes, yo estoy acostada en mi cama, mirando las grietas del techo y pensando en lo que haría si te volviera a ver.
Te iba a contar la historia del anillo —lo recuerdo porque lo anoté en mi diario—. Salí a visitar a mi hermana y luego a una amiga del colegio. Ella tenía en su casa una fiesta, y uno de sus hijos me manchó el vestido de algo rojo y pegajoso. Le dije que tenía que irme a casa y me fui de aquel alboroto —sabes que no me gusta estar por mucho tiempo alrededor de tanta gente —, entonces llegué y me quité el vestido. Al hacerlo, noto que no tengo el anillo en mi dedo. Me sentí un poco mareada y me asusté terriblemente. Empecé a buscarlo por toda la casa día y noche. No lo encontré. Los días pasaron y sentía un profundo pesar, como si me hubieran arrebatado parte de tu recuerdo. Y lo era, Sergio. Fue tu única promesa de amor, el único lazo que me mantenía unida a ti, ¿cómo iba a perderlo? Después de una semana, mi amiga me llamó para informarme que había dejado un anillo tirado en el sofá. Casi caigo de culo cuando salí corriendo a buscarlo. Dirás que es una locura, lo sé. Pero cuando volví a usarlo, ese vínculo secreto se volvió a unir. Es tonto, ¿no crees? Lo sé, Sergio. Te debes estar riendo y pensando en lo estúpida que soy. Bueno, ¿qué más da? Ya sabes lo pasional que puedo llegar a ser.
La palabra vivir. ¿La recuerdas? “Vivir, mi querida Verónica, es todo lo que nos queda”. Pero no estabas en lo cierto. Nos quedaba mucho más, Sergio. Nos quedaba un mundo entero por devorar. Te busqué al inicio de nuestra separación, con esa emoción típica de mí, pero tus palabras fueron tangentes. Te dije que lo necesitaba, ¿recuerdas? Me refería a tu amor, Sergio. Entonces comprendí que lo último que querías en el mundo era hablar conmigo. Me resguardé en mi silencio y en mi llanto. Quise decirte que te extrañaba, pero me salieron palabras torpes, tontas, sin mucho sentido, quizás. Tal vez no te importaba saber nada de lo nuestro. Le dije a mi hermana que te llamaría y saltó encima de mí como una fiera para quitarme el teléfono. Le imploré que me dejara escuchar tu voz, que ni siquiera te hablaría, pero su negación fue rotunda. Te haces daño a ti misma, Verónica. ¿Hasta cuándo? Recuerdo haberle contestado: Hasta que él regrese a mí. Me gritó que no ibas a regresar, y lloré de nuevo. Lloré mucho esa noche.
En ese instante, recordé que leía varias cartas de distintos autores. Scott Fitzgerald le escribió a su esposa Zelda Sayre lo siguiente:
«Tú y yo hemos pasado momentos maravillosos en el pasado, y el futuro aún está cargado de posibilidades si levantas la moral y procuras creerlo. El mundo exterior, la situación política, etcétera, siguen siendo oscuros e influyen en todos directamente, y es inevitable que te afecten indirectamente a ti, pero procura distanciarte de todo ello mediante alguna forma de higiene mental, inventándola, si es necesario.
Déjame repetirte que no quiero que te concentres demasiado en mi libro, que es una obra melancólica y parece haber obsesionado a casi todos los críticos. Me preocupa muchísimo que lo estés releyendo. Describe determinadas fases de la vida que ya están superadas. Ciertamente nos hallamos en una ola ascendente, aunque no sepamos a ciencia cierta hacia dónde va».
Entonces me hizo pensar, ¿hacia dónde vamos nosotros? ¿Hacía una separación inminente? De qué carajo hablo, si estamos separados desde hace tres años. Sé que has dejado de amarme, aunque me lo niegue y mantenga una atenuante esperanza, sé que ya no me amas. Lo puedo sentir, ¿sabes? Lo puedo sentir.
Necesito un momento a solas contigo, Sergio. ¿Me lo permites?
Ahí viene mi hermana y se le nota en los pómulos el mal humor. Volveré a escribirte, lo prometo. Todavía tengo tus cartas, arrugadas, sucias y manoseadas. Las he leído tantas veces que me las sé de memoria. Escribirte es como volver a hablar contigo, a la distancia, implorando ser escuchada. Adiós, amor. Adiós mi perdición.