Labor de aguja

Labor de aguja

-Viñetas de amor maternal-

Las cinco muñecas cuchichean sentaditas sobre la cama. Siempre están charlando, acompasando las boquitas de botón como pececitos tropicales que arrancan golosinas de las piedras en frenesí excrementicio, siempre abriendo y cerrando, tragando y vomitando pelusas pegajosas, soniditos del fondo del agua, insultos sólidos y exclamaciones.  Cada vez que entran en el cuchicheo queda un gran desastre y a la madre le toca limpiar todo con mucho cuidado, porque las tiesitas de porcelana no logran diferenciar entre sus culos y sus bocas, y entonces les da por jugar a escupirse en la cara y de tanto darse vuelta quedan todas sucias de baba y de mierda, y muy confundidas. Pero ahora no están así, sino que esperan limpiecitas y sonrientes – cada una con sus cuatro dientes bien lavados para que no se note la porquería que han comido – a que la madre haga la magistral entrada y anuncie el próximo destino.

Las nenas cuchichean siempre que esperan a la madre, y lo hacen para distraer al frío, porque la muy pendenciera las desviste y las deja ahí al lado de la ventana invernal para que cojan aire, mientras ella termina de tejer una chaquetita, de ponerle el botón o la flor a una solapa, de abullonarle un zapato que le quedó grande a la una o retocarle el cristal de un ojito que el gato le comió a la otra.  A cada una le da frío en un sitio distinto del armazón y a diferente hora, entonces cuando una se queja las otras le responden, cuando una es gruñido las otras son ecos, y se arman entre ellas unas polifonías que crujen como chamizos congelados, como pastos rompiéndose, como viento en cueva de conejos.

Ahí están impecables, tiesas y azules de frío las cinco, esperando a que su torturadora les ponga un vestidito nuevo.  Así se oye su voz de timbre, mientras clava agujas y ensarta hilos en las carnes pálidas de las niñas:

Yo recuerdo cuando le tejí ese suéter a Esperanza.  Se veía tan preciosa, parecía una muñeca, tan blanca tan blanca que todo el mundo creía que era de porcelana.  Algunos me decían que la escondiera porque le podía pasar algo, como era tan linda. Ese pelo rojo y esa piel, y ese suetercito verde esmeralda tan coqueto de botones de marfil, de listones sedosos y de corte primavera, siempre curvo en los bordes, siempre una flor naciéndole de un pliegue, siempre una mariposa posada en la solapa. ¡Ay! Mi muñeca tan linda que tenía que empolvarse de blanco porque su hermana la rompía a palos, por eso siempre le ponía medias blancas y le hacía una manga así como esta, bombacha y bien larga, cosida al bracito así con puntada invisible, porque lo que no se ve no se siente, cierto preciosa? Mírela usted como sonríe y no se fije en el diente que le falta.

Y llega y anuncia:

Las nenas hermosas van a lucirse con su mamá a la calle.  Vamos a vestirlas a todas, ustedes dos de marineros y ustedes dos, como premio, serán las princesas.  Tú, Albita, irás conmigo de la mano y te pondrás tu peluca rubia. Ahora dejen el cuchicheo y respiren. ¿No ven que el aire fresco les blanquea las mejillas?

Las viste delicadamente, ajusta con alfileres que terminan en cualquier órgano y bien confunde los quejidos con risas de jolgorio. Tan agudas son las vocecitas de sus niñas.

Verde la mañanita,

la mariposa quieta en la solapa,

insectario tu pecho.

Todo de gato entorno armiño,

mi mota de merengue,

la suavísima pureza.

Así redondo, justo el escote,

que nadie mire a mi niña de algodón encarnado

su falsa piel de satines y opal.

Y a ti y a ti, mis hombrecitos con sus gorros de lana y sus arranes,

hay que domesticarles ese centro que luce tan obsceno.

Un pinchazo aquí,

y qué es un poco de sangre si he tejido sueños de batallas y amores para ustedes.

Bellos todos.

Salgamos ahora que amaina la lluvia…

Se pone su estola de agujas y plumas, entona un bolero de obtusa melodía y todas salen.  La madre adelante con Albita agitando la melena artificiosamente – dos tintineos livianos de múltiples brillos. Luego los marineros y sus mundos, y de cierre las niñas de esmeralda y armiño.  Belleza mayor, que la busquen en tribus remotas o en los polos.

Disposición estelar

Así, hermosa como es, la pequeña madre se desliza por la calle principal. Ha distribuido labores a sus muñecas para poder darse un aire, y camina disimuladamente hasta una esquina con árbol florecido. Ya sola, despliega sobre el suelo su aflicción como cola de novia.  Tiene los dedos rotos y la memoria llena de hilos y medidas ajenas. Tiene muestras de encaje viejo en cada bolsillo y enquistado un recuerdo de perfumes y ajuares sin par.  No recuerda cómo, pero todo se rasgó una tarde y quedó sin costuras decoradas. El padre muerto, la madre toda una diva cristiana, incorrupta y dignísima, pero en la pura calle con sus hijas que de nada se enteraban. Ya no recuerda cómo, porque nunca entendió.  No recuerda, y entonces se clava alfileres en los dedos y teje vestiditos anacrónicos para sus cinco engendros.

Ahora palpa sus yemas hinchadas y chilla como siempre. Parece un animal abandonado.  Se oculta tras el árbol buscando un aroma y justo encuentra un nido de mirlos, la ternura animal con ella como centro. Pero la mirla es madre y ataca con el pico a la pequeña, arrancándole uno de los ojos cerúleos.

Vengativa observa:

Les coseré a mis niñas capas de plumas de mirlo abandonado,

de avecilla huérfana sin vuelo.

¡Vean caer la última hoja porque hoy comeremos pájaro negro!

Las muñecas se ven venir a lo lejos, se acercan, la abrazan. Insisten en soplar por su ojo hueco para ver qué resuena y quedan con las bocas teñidas de granate. En solemne medialuna avanzan, la madrecita tuerta en el centro y las cinco custodias alrededor como estrellas sangrantes. Los pájaros cautivos chillan al compás y algunos transeúntes se paran a observar lo que constela.

Tarde de vidrieras

Van las cinco y la pequeña madre a comprar carne.  Esta se abre paso por entre los estantes de cabezas y costillas y patas que el carnicero-escultor ha preparado. Mientras tanto, las niñas esperan en la acera.  Juegan a las muñecas entre ellas mismas en oleadas de inanimadas poses y maltratos.  Cuando a una le toca ser la madre, aprovecha y arranca lo que puede y come y tira: un manojo de pelos, un ojito —porque siempre hay repuesto—, un dedo de porcelana. Una matazón sin huella de fluidos, y luego viene la venganza.  Así se divierten y mutilan a una misma vez, mientras la madre negocia formas con el carnicero.

Finalmente, la doña aparece por la puerta con hocicos de cerdos, vísceras y aletas en la bolsa, y unos ojitos sueltos en la mano.  Las niñas observan en hilera con los pelos medio arrancados y algunos miembros de menos. La madre va al encuentro preocupada y repara los daños visibles con lo que lleva en la bolsa. Al cabo que nunca ha sido amiga de las simetrías y bien está una mano de cerdo si funciona:

Hoy es día de disfraces, mis princesas. Tendremos gatos salvajes, lobos y crueles tiburones.  Haremos danzas en feroces atavíos y rugiremos sin parar.  El secreto está en conservar la elegancia del gesto por asesino que resulte, la postura correcta por corrupta que parezca. Ahora a orquestar el paso y no olviden quién es quién en este asunto.

Continúan el viaje la madre sonriente y sus cinco bestias pequeñas.  Las princesas, ostentando cada cual un ojo de marrano, van orgullosas porque se parecen a la madre, quien ha encajado en su cuenca vacía una esfera brillante y casi viva. Las otras: marineros, cojean entre un reino y el otro, con los miembros mal atados a punta de listones para el pelo y prendedores; han perdido las anclas de los brazos y el pecho seductor.  El paso lo marca la pezuña de Albita, la mayor, y todas las demás se las arreglan para alcanzar su sitio en la armonía cuyas reglas se imponen al tiempo que suceden. Ya no atienden a formaciones siderales, solamente a las sorpresas del ritmo y el disfraz. Saben que se desarman, que se pudren a cada movimiento, hieden de porcelana y sangre en una vidamuerte sin atajo, pero nunca se las ha visto tan felices, tan olvidadas de heridas anteriores, de fingimientos y abandonos.

Estancia

Han llegado los días de sol intenso. La madre recorta girasoles, rosas, jazmines, piescanelas, capullos de alelí.  Recuerda canciones de amor y de despecho, de barcos dejados a destiempo y hermosos suicidios.  Hila extrañas melodías – inquietudes – y las entona al aire de otro siglo, contoneándose cual si tuviera marido.  Mientras tanto las niñas, las florecillas truncas, miran por la ventana y gruñen que da miedo por un rayo de sol que merodea.

Con drama en la silueta la mujercita avanza hacia el nudo de gritos.  Tiene la cadera embriagada, los muslos hechos primavera; está que arde y escupe botones por el pecho a cada respiro.  Emprende juguetona un crescendo chillón que a cualquier bestia derrota, y entonces campanea:

¡Es hora de florecer, mis dulces brotes!

Es hora de florecer, pero de blanco, mis criaturas. Los vulgares colores los llevaré yo que ya todo lo he perdido.  Fíjense cómo he cosido mi espalda de rojos tulipanes y de lilas para que ustedes las vean. Y de tanto vibrar ya me han crecido algunos árboles, con nidos y huevos.  Verán colibríes visitar mis planicies, coronaciones pequeñas, aplaudirán cuando la vida explote y se alimente.

Yo llevo la carga del sol impuro en mis espaldas, para que ustedes permanezcan albas, intactas, listas para algún día ser diamantes que la noche recoja.  Pero la palidez es obra de arduos sacrificios. No basta roer mármoles con el rostro contrito, confundirse con frías superficies, aprender a preguntar si algo está muerto. Hace falta entereza, pararse a un paso de la luz mostrando el pulso liso, el pulso quieto, el temporal olvido de las venas. ¡Qué bello!, ¡qué sutil el color de la vida huyendo de los cuerpos en delicadas poses!

Ahora, desbandadas, quítense de una vez de la ventana que voy a clausurarla.  La sembraré de flores y de espinas.  Así la casa será nuestro palacio de pétalos,  nuestra larga noche fragante,  nuestra tumba en verano.

El salón oscuro es ahora una cueva japonesa.  La madre ha dispuesto pequeñas cascadas a lo largo, losas de piedra, un puentecillo curvo con bolas de bronce, un camino de faroles. Armada de un espino, dispersa a las niñas de su lucha y las enfila hacia la sombra. Sus mentes obedientes deben imaginar el resto del jardín, la caída de los árboles sobre el agua, los trinos de las aves, el brillo de las carpas que por falta de sol flotan ya muertas sobre la superficie.  Pero la vida bulle en ellas y no hay sombra que las aquiete, entonces la madre desespera. Les perfora los muslos con agujas inmensas, les cose los labios y los párpados, une brazos y piernas en pares desiguales, injerta varillas sin costura en sus frágiles espaldas, las reduce a una quietud de bambúes mutilados.

Calzadas con manojos de flores que aún sangran, agitan los pequeños pies para ahuyentar las moscas y posan con sus vestidos blancos en romántica escena.  La luz es tenue, cualquier pulso vacila, invade el salón un hálito denso. Hilillos de sangre marcan sobre el salón el paso del tiempo.  La madre observa su obra y suspira feliz, ha descubierto que la palidez esculpida en carnes inocentes luce tan bella como la muerte.

 

A %d blogueros les gusta esto: