La narrativa joven de México vive un momento de plenitud. La cantidad y la diversidad de propuestas en este rubro son amplias, van y vienen, dibujando una serie de ramas que trazan el devenir de estos novísimos autores y sus intereses escriturales. Los talleres literarios, donde se suelen foguear dichas nuevas voces, posibilitan su visibilización en revistas, publicaciones digitales y otros espacios de divulgación literaria.
Sin embargo, la actual variedad de la narrativa mexicana también genera inercias que pasan por alto a otros jóvenes escritores que, tímidamente, apenas van asomándose y atreviéndose a presentar sus trabajos, algo titubeantes ante el alboroto del medio y ajenos a los diversos espacios institucionales e independientes donde se desarrolla la actualidad de la narrativa en México.
Por esta situación, resulta grato conocer de primera mano y publicar el trabajo de una de estas, hasta ahora, ocultas voces, una que vislumbro más que prometedora. Minerva Martínez (Ciudad de México, 1992) nos presenta un cuento donde el deseo de tener compañía se torna en una historia de sutilezas y sensaciones, una donde la individualidad no se reduce al hermetismo del desapego contemporáneo, sino incluso dentro de ello, la necesidad de ser en el mundo, de ser en los otros, en su compañía, para bien o para mal, persiste.
Confección de besos. ¡Pídelos a tu gusto!*
Para Ilse, cofundadora de esta confeccionaria.
Inicialmente todo parecía sencillo. Advertir sobre los términos y condiciones, a manera general: por supuesto buena higiene y salud; ser mayor de edad; el pago se realizaba mitad al inicio y mitad al final si el cliente se iba satisfecho (90% de las veces fue así); utilizar las manos o besar en otras áreas que no fueran la boca implicaba un costo extra; el acercamiento sólo se produciría de los hombros hacía arriba; la oferta incluía tres periodos de besos de no más de seis minutos (distribuidos según el gusto y con breves recesos); las mordidas estaban prohibidas.
Después de que el usuario firmaba el contrato recibía una rápida inspección, luego lavaba sus dientes y manos para, finalmente, elegír a su besador o besadora de preferencia entre una gran variedad… Y ahí entrábamos nosotros.
Se trataba básicamente de recibir instrucciones, tener un poco de disposición, propiciar un ambiente agradable y seguir el juego. El contacto humano se reducía al acto de besar, casi nadie perdía su tiempo hablando, coqueteando, mirando embelesadamente…
Como dije, ese fue sólo el principio.
Antes de emprender el proyecto nos habíamos preocupado por aprender a persuadir, fingir, practicamos, y tomamos algunas consideraciones sobre aquellos elementos que podrían hacer del momento que vendíamos algo disfrutable. Sin embargo, en cuanto comenzamos a fabricar besos supimos que el resultado no dependía realmente de nosotros. No era lo mecánico que se pudiera pensar.
Quiénes acudían a aquel espacio lo hacían por necesidades propias, porque se encontraban en la espera de un final ya previsto o saldar alguna carencia. Así que, casi siempre, aguardábamos en silencio y pacientemente, con los labios bien cuidados y ligeramente humectados, con una expresión de calidez y bienvenida.
Besos… los habían tantos y tan variados como personas consumían.
Besos inexpertos: intensos y descuidados, totalmente impulsivos y torpes, aunque también podían ser tímidos y curiosos, aquellos que retrocedían y se disculpaban.
Había besos de contención, de soledad y necesidad, de desesperación e inseguridad.
Besos de despedida, del adiós que nunca se había dicho. Éstos solían ser lineales, directos pero largos. Dejaban un rastro de tristeza.
Los destinados a amores no correspondidos. Los que más me gustaban, porque eran, quizá, los más francos y sentimentales.
Ocasionalmente se presentaban algunos pretenciosos, “puritanos” prefería denominarlos, que se reprimían cuando la culpa superaba sus deseos; que terminaban expresando con palabras, que el afecto y la sensualidad también podían encontrarse en un beso en las manos o en la coronilla de la cabeza (a mí me daba igual mientras pagaran).
Luego los expertos, de quiénes calificaríamos como buenos besadores, aquellos que disfrutabas igual fuera quién fuera. Ocasionalmente los dueños de tal habilidad terminaban siendo reclutados.
Finalmente estaban los apasionados, esos que bien dados y en otra situación, claramente pretendían mayor intimidad y extensión de piel. En lo personal los más difíciles, no por una cuestión de pudor, sino por mi ridícula sensibilidad. La mayoría de las veces me era casi imposible contener mis reacciones, pero debido a ello la autoestima de los clientes terminaba bien arriba… y mi ingreso también.
Recuerdo dos experiencias particularmente. La primera fue con un joven, recién salido de la pubertad. Lo natural para nosotros, los besadores o besadoras, era reaccionar de acuerdo con las disposiciones previas que el cliente hacía, pero este chico no había dicho nada, evidentemente estaba avergonzado. Cuando por fin estuvimos frente a frente, sólo mirar mi cara le había coloreado las mejillas, sonreí y él sonrió. Tenía unos ojos grandes y llorosos, y una blanca dentadura. Todo en el manifestaba timidez. Con sus delgados dedos repasó sus labios provocándome una risilla, en consecuencia, otra en él; probablemente lo había hecho darse cuenta de su error, era a mí a quién debía tocar, pero como muchos otros primerizos, la costumbre frente a la falta de alguien, frente a su espejo, era la de tocarse. Puso entonces sus pequeñas yemas sobre mi boca, luego sobre mi barbilla y cuello. Su temperatura corporal era alta, percibí su aliento, menta y vainilla, pero sobre todo menta. Con extraño deseo me acerqué primero, quería probarlo; nunca me había ocurrido, aún sí la otra persona resultaba agradable a la vista, la iniciativa siempre debía venir de ella. Lamí con suavidad sus labios entreabiertos, titubeantes, la mueca de su tímida sonrisa, la superficie de sus lindos incisivos… Dulce. Como si fuese un hecho inevitable, recibí un profundo suspiro a través de mi boca que se instaló en mi interior con familiaridad, como si fuese propio, como el origen de un sentimiento extraordinario. Mientras sus labios se movían parsimoniosos, mientras su pequeña y caliente lengua se atrevía a sentirme, mientras su tacto cuidadoso acariciaba mis hombros, mientras sus ojos se apretaban nerviosos, sonreía, y yo supe que debía amar profundamente a aquella persona a la que imaginaba en mi lugar. Entonces me permití corresponderle como si yo también lo amara. Fue maravilloso, lo adoré.
Pero terminó. Y sólo pude animarlo.
—Te prometo que le gustará.
Sonrió sincero una última vez.
A veces esperé que regresara, pero no volví a verlo.
La segunda memoria es completamente diferente. Una señora ya entrada en los cincuentas, con un rostro bello y pulcro, lleno de certezas, de ojos sonrientes pero también melancólicos.
Recuerdo claramente, y a veces quisiera no hacerlo, su mirada fija, abrumadora y cansada.
Recuerdo haber sentido su mano delgada y envejecida tocando mi mejilla, transmitiendo anhelo y cariño; recuerdo haber cerrado los ojos ante el contacto y un miedo atípico recorriendo mi cuerpo.
Me besó el fragmento de piel que había acariciado con firmeza, las manos, luego repartió algunos tiernos besos en mi rostro, todos pensados, llenos de un afecto filial. Yo sólo me quedé ahí, inmóvil, recibiendo sus profundos y arraigados sentimientos.
Su mirada no me dejaba ningún escape y dentro de mí el temor se volvía pánico, se acrecentaba. Un dolor agudo se hacía presente con cada acercamiento suyo. ¿Por qué me siento así?, no dejaba de pensar.
Sufría, y ella también.
Sin detener el contacto, me dijo que su historia estaba llena de pérdidas. No evadí su voz clara y grave. Que todo lo valioso que uno puede cultivar en su propio tiempo le había sido arrebatado: su amistad más entrañable, la mujer que tanto había amado, su preciado hijo… No quedaba nadie a quién pudiera querer, nadie que sonriera para ella, nadie a quién decir adiós.
Estreché mis emociones y la abracé con violencia. Ella acarició mi cabello y me dijo que no debía asustarme. Sostuvo mi mentón entre sus suaves manos y me besó en la boca, con vehemencia, con tristeza y dolor. Yo enredé mis brazos alrededor de su nunca intentando aferrarme a ella, esperando retenerla, pero también correspondiendo a su despedida.
Recuerdo haber llorado durante aquel momento; llorando aún cuando ella se había marchado.
¿Entienden lo qué digo? No puede haber un abismo tan grande entre la alegría y dolor de esas dos experiencias. No podría ser tan real el enamorarte y perderlo todo en tan breve instante.
—Son besos, ¡a quién no le gustan los besos!, —decíamos por aquel entonces.
Terminamos por convencernos de que triunfaríamos, de que éramos brillantes. Un inútil servicio más, del mundo para el mundo. Nos persuadimos mutuamente de que nuestra apariencia y talento eran suficientes.
Nos engañamos, todos fuimos estúpidos. Erramos completamente. Porque no entendimos que en ese contacto, igual casual o desconocido, la intimidad se desvanece, y todo lo que somos, todo lo que nos pesa, trasluce. ¡Sí!, ¡sentimos! Nos involucramos y cargamos todavía, y para siempre, con los sentimientos de otros, con emociones y sufrimientos ajenos, que incluso en la memoria no dejaran de existir.