El cuento que presentamos a continuación mereció el tercer lugar en el Premio Nacional de Cuento Mujeres en Vida 2015.
Pide que los febreros le colmen los ojos para poder cerrarlos. Que se le evapore el llanto antes de que los recuerdos le vayan palpando el cuerpo. El cuerpo blanco, sano, el cuerpo traicionado a finales de un febrero loco. Quizá antes. El tiempo que ya era desde entonces una radiografía asoleándose en el patio.
Para quedarse con el corazón herido ha manchado sus manos, su uniforme. Como una infanta se acaricia la parte abierta del cuerpo, es mejor concentrarse en sí misma, en la piel rota de la rodilla, no en el pecho que ya le había sido abierto con un bisturí en un quirófano donde no estaba él. Habría que pensar cuándo estuvo, cuál de sus recuerdos dolorosos están marcados por su presencia.
No recuerde, olvide. Pierda su nombre, cámbielo por el sabor de una fruta, una bebida, lo que prefiera. No recuerde si se conocieron en la mañana o en la tarde. No recuerde si pasearon de la mano por algún parque, ni el primer beso, ni la primera llamada, ni la primera carta. Olvide incluso el primer adiós.
Las pecas son huellas de luna, noches en la que el amor le arrebató la cordura. El tiempo es un vals que se baila a solas en un aniversario de bodas. En la casa que ella construyó, o ambos, no importa. Los hijos confesando. No. Señalando al padre en una fotografía familiar, no la suya. El padre que es padre de otros hijos. El hombre que le atravesó la vida para macharle el cuerpo blanco. El hombre que le arrebató “el final feliz”, “el para siempre”, el hombre que la puso al filo de la historia, repitiendo lo que unos y otros y todo los hombres hacen: mentir.
Sin beso y sin abrazo se fue haciendo dolor, tristeza, enfermedad. El cuerpo blanco, delgado ahora, desgastado por las noches en las que el desvelo se reproducía en las habitaciones diciendo que no era cierto. Que aquel hombre no tenía otros hijos, otra mujer, que aquella no era más joven, más lista, más bella. Su sangre, sus hijos, mintiéndole. Amargando la vida con esa dosis de verdad que ella nunca quiso agregar a sus días. Mejor salir a buscarlo. Deambular por las calles acompañada por las nubes de un verano tosco. No lo encuentra. Vuelve a casa y entre sueños escucha.
Colóquese en una posición cómoda. Renuncie a la luz, piense en el pasado, vea como se desmorona sin dejar huella, polvito. Dedíquese a la tristeza, cultívela, háblele, deje que como una hiedra con sus verdes hojas le llene la casa de amargura.
Ya en la cama cierra los ojos. Se dedica, se abandona, que la luz no le muerda, que el dolor la haga chiquita, un esqueleto justo a medida de la traición. Pide que le cierren las cortinas, que sí hay flores las prefiere marchitas. A su vecina niña le repite el estribillo: que para ir por el mandado le bastó una semana, que volvió con el ánimo revuelto en el bolso, con un kilo de papas y el dolor estallándole en los ojos. Que perdió su empleo, su uniforme blanco, su puntualidad. Perdió incluso la noción del tiempo.
Usted salga de compras, al mercado dirija sus pasos, sus gritos, su llanto. No se derrumbe antes de tiempo, desvíese. Camine hacia el dolor más intenso, más profundo, más sangriento, al llegar sujételo con fuerza, no lo deje, que no se vaya. El dolor clama su vida, su cordura, le dicen.
Amamantó cuatro bocas, que le mordieron los senos, que le exprimieron la ternura. Espere, no había ternura. Había que corresponder a la vida con el cuerpo que el destino le designó. Hacer lo que a una mujer le toca, es así. Se es mujer y los pronósticos no fallan. Ser madre, esposa. Salir a trabajar porque la crisis agobia, hay que ayudar al esposo. Desde chica, había que obedecer, no cuestionar, obedecer. Levantarse temprano para ir al molino, volver a casa, amasar, darle forma a esa sustancia blanca, poner el comal, echar las tortillas, sacarlas, quemarse, enfriarse. Ser la hija ligera, la obediente, la blanca. Las mañanas siempre fueron la silueta de una muchachita de pelo largo llenando el cesto de tortillas. Luego la escuela, enfermería porque al padre se le antojaba tener un ejército de profesionistas. Si alguna vez le gustó la idea no se sabe, valoró su trabajo, eso sí. A los veinte, mal alimentada, triste, o sonriente, conoce al hombre. Tal vez, al amor.
Usted no amó. Bailó con un militar, una noche: su primer baile. El militar le habló al oído. No sabía bailar, usted. Nerviosa. Él era blanco, era limpio. Mentía. Todos mienten. Tranquila, todos mienten, mienten. Dijo que volvería. No lo hizo. Se sentía fea, recuerde. Nadie más la buscaría, nadie le escribiría una carta, nadie le daría flores, nadie más la sacaría a bailar de nuevo. Alguna noche, antes del hombre, usted amó, tal vez. Pero olvide, olvide. Todos mienten, mienten…
No, el amor se le fue por la alcantarilla, se le fugó con las estrellas. El amor se le enterró intravenoso en aquel febrero loco. Ella lista para canalizar, para que el cariño le inundara las venas. Ella dispuesta a tener la casa en orden, las cuentas saldadas, los niños limpios, sanos. Ella dispuesta a terminar la vida como le correspondía a una mujer: en su casa, con su marido, con los nietos ensuciándole los pisos.
Después de su primer baile y el postergado regreso del militar ninguna alegría le relajaba el rostro. El miedo al tiempo, porque el tren pasaba por todas sus amigas, menos por ella que fiel estaba en la estación. Soñaba con su vestido blanco, con el tejado de su casa, con ser una señora. Una fruta madura. Corría con las pocas amigas solteras, revoloteaba por los parques, nadaba en la presa. Seguía con las tortillas en las mañanas, iba a la escuela en las tardes: cumplía, mal alimentada, con sus trabajos, prácticas, desvelos. Hasta que el hombre la rondó en el desayuno: le mandó un recado, le pidió una cita, su número telefónico, un beso, la vida entera. Se enamoró, si no era ahora, no sería nunca. El tren había hecho parada y quería que sus piernas blancas lo abordaran y ella empacó sus sueños y subió al tren con su fertilidad, sonriente, feliz.
Tuvo hijos como tuvo hambre, como tuvo sueño, como tuvo pelo. Los niños crecieron, la casa creció. Ella sonriente rodeada de amor, por diez, quince, veinte años. El tiempo era un rehilete donde giraba el estribillo de regaños, sonrisas, gritos, vacaciones, pasteles y llanto. Ropa sucia, mercado, trabajo, comidas de verano en el patio, lluvia, inviernos, días del niño, de la madre, del maestro, la enfermera, del padre.
Pero fue la mentira, el brillo de la mentira hiriendo la cicatriz de su pecho. Las bocas que una vez amamantó, las bocas que balbucearon ma-ma-ma-ma-ma, las que ella limpió y curó ahora estaban cargadas de verdad y confesaban, delataban al hombre, se limpiaban los ojos y lo señalaban. Ella preguntaba pero quería que no fuera cierto. ¿Es verdad?
No, mejor que se mentira. Usted decida que sea mentira. Niños malcriados, siempre mienten, siempre ensucian, siempre piden más. Ma-ma-ma-ma… Que la verdad sea una falacia constreñida porque piénselo, usted no quiere que los malos recuerdos le oscurezca la vida, no quiere que la verdad la rompa como un vidrio en donde los instantes se reflejan mancillados. Piense que las cosas van bien, que está llenando su baúl con buenos recuerdos. Niños malcriados. Nos les crea, son ellos los que siempre mienten.
Amamantó y acarició con sus manos y pechos pecosos, blancos y pecosos la mentira al cuadrado, la verdad que deletreaba la soledad. Una isla remota que la sueña como una mujer feliz, como una uva colgada y muriendo en su viñedo, sin rastro de dolor. El hombre se fue y ella no tardó en salir por él. Los hijos se van, decía la gente. Mejor perdonar. Pero el hombre nunca pidió perdón. El hombre actúa así, sin dar respuestas, sin admitir, sin aclarar. La culpa siempre es de una, definitivamente.
Así que él vuelve, se va y regresa. Ella pasa desvelos, adelgaza, se enferma. Vale la pena porque el hombre la quiere, se lo dice, o ella lo imagina. Se acuerda de los primeros días, la primera cita, el primer beso, la primera hija. Pierde el trabajo, el pelo, el hambre. El hombre la quiere, siempre regresa. Aunque la otra sea más joven, más bonita. Él siempre vuelve a casa. La culpa es de los hijos. Ella no quería saber, ella pudo haber vivido en la mentira.
La vida, puede que sea una pecera hecha a la medida de nuestras pesadillas o de nuestros sueños. Ella sueña, limpia la casa, lava la ropa, cocina, habla con su vecina niña. Se acaricia la herida del pecho, de la rodilla. Pide que los meses le colmen los ojos para poder cerrar los párpados. Que el llanto le solidifique los malos recuerdos, los buenos están en el baúl de las cosas buenas, en el de su vida diferente.
Duerme mucho, pasa días enteros durmiendo. Sueña con el tejado se su casa, que es feliz. Nada más en sueños, porque luego recuerda. Así dice la gente, su madre. Para salir del sueño hay que recordar. Y ella, la fruta blanca, la fruta limpia recuerda el caos. El día le craquea la frente, la hace llorar. Su vida es distinta. Los hijos se fueron. Se quedaron los rumores señalando al hombre. Se quedó el miedo a envejecer sola, el estruendo de la noche en la que ella subió al techo con él para preguntarle ¿por qué?
No hubo respuesta. El hombre es huraño, no habla, no admite su falta. Ella conoce la respuesta. Nunca decidió, se dejó llevar, tomó el tren porque pensó que era tarde. Tuvo hijos porque alguien dijo alguna vez que así tenía que ser. Se es mujer, se es madre, se tiene un hogar, se atiende a los hijos, se atiende al hombre. Si el hombre se va, hay que esperar, recibirlo si vuelve, perdonarlo si no. Alguien lo dijo, en algún sitio que ella no recuerda, que ella olvidó, porque había que olvidar. Una mujer digna, decente, no recuerda, olvida, perdona.
En otra parte del mundo un holograma proyecta la sombra de la vida que lleva y de la que hace mucho soñó. Nadie sabe quién diseña los sueños. Sí, se sabe, son los hombres, los que mienten siempre.
Ella duerme y aprende. Escucha el rumor del universo que le indica, como a otras mujeres, frutas maduras o frescas.
Usted cultive su dolor, destile su dolor, deslávelo. Abrace los días nublados de su vida, no los suelte. Adecúese a la tristeza, usted puede. Recueste su cuerpo blanco, inmaculado, pulcro, en las sábanas tibias de la tristeza. Deprímase, entristezca, duérmase, ya pasa, sana, sana colita de rana. Sufra, siga la ruta hacia lo más insólito del dolor, sienta, sienta mucho, acaricie su herida, desvanézcase, derrúmbese, que le duela mucho, que su grito le corte la garganta pero que no la despierte.